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Tamaño de la esperanza Ernesto Teuma Taureaux

 

16 de octubre de 2021

 

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En el texto que sigue se recoge la intervención oral, revisada por el autor, Ernesto Teuma Taureaux, militante comunista cubano, miembro de la Asociación Hermanos Saíz y del colectivo editorial de La Tizza, durante un encuentro entre miembros de la Asociación y el Primer Secretario del Partido Comunista de Cuba y Presidente de la República Miguel Díaz-Canel, en el Palacio de la Revolución, el 20 de septiembre de 2021. Publicado originalmente ayer 15 de octubre en El Caimán Barbudo y en La Tizza con el título “¿Cuál es el tamaño de nuestra esperanza?”.

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Cualquier proyecto de pensamiento en Cuba tiene hoy sentido solo si intenta interpretar la realidad que vivimos para accionar sobre ella de manera consciente. Sin embargo, la mayoría de las intervenciones sobre nuestra realidad giran alrededor de — y se enfrentan todo el tiempo a — la cuestión de las condiciones en las que nos encontramos. Ya sean análisis más o menos complejos, la mayoría parecen sufrir de algo que podríamos llamar «impotencia reflexiva»: Sabemos qué sucede y por qué, pero no sabemos cómo salir de la situación, como si lidiáramos todo el tiempo con aquello que Roque Dalton ponía en su conclusión filosófico-moral: «La materia es dura, la materia es indestructible: por lo tanto la materia es incomprensiva, la materia es cruel». Nuestra cabeza contra el muro, la pared con la que chocamos y que, sentimos, no podemos saltar. El malestar es tremendo. Pero creo que entender la magnitud del malestar, si el objetivo es transformar la realidad en la que vivimos, es solamente una parte del problema. La magnitud del malestar siempre debe confrontar una pregunta: ¿cuál es el tamaño de nuestra esperanza?

Las condiciones económicas de escasez, carencia, carestía; las condiciones administrativas con sus disposiciones insólitas, incomprensibles y a veces oscuras; las condiciones institucionales adonde la queja nunca parece llegar y donde la participación es algo que se recibe con un encogimiento de hombros: todo un triángulo terrible de acumulación de problemas propios que, por supuesto, tiene, y necesita, explicaciones claras. Pero el valor a tener en cuenta por cualquier revolucionario comunista es esa pregunta: ¿cuál es el tamaño de la esperanza que se antepone ante esos retos, ante esos desafíos en las terribles condiciones en las que nos encontramos, y que corta una salida en medio de la incertidumbre? ¿Cuál es el tipo de liderazgo ético-cultural que podemos movilizar para hacerles frente a esas condiciones? ¿Cómo podemos tensar al límite aquello que es y aquello que puede ser, las posibilidades de la realidad tal y como se nos presenta? ¿Cómo expandir el campo de lo posible incluso más allá de lo que podríamos haber pensado en primer lugar? ¿Qué esperanza nos anima?

Pienso en Retamar todo el tiempo, en aquel poemario suyo de 1958, Vuelta de la antigua esperanza, o lo que nos dijo unos meses antes de morir en el sesenta aniversario de Casa de las Américas: nos invitaba a recordar el futuro, a recordar el porvenir. Hace poco, escribía junto a un grupo de compañeros algo que creo vale la pena poner en todas las paredes y puertas: «Tenemos que volver al futuro». Un futuro que necesita ser pensado, sentido, discutido y para ello obliga a plantearnos otra pregunta: Si la revolución ya se hizo, esto es, si la colocamos casi siempre en el pasado, ¿qué tipo de futuro puede proponer entonces la revolución?

Cuando se habla de los jóvenes en Cuba, creo que esa es una ausencia. Más allá de los estereotipos acerca de la juventud, la verdad es que siempre tiene un elemento de desajuste con la realidad en la que existe, que la impulsa a proponerse un futuro distinto al de la generación de sus padres, incluso de sus abuelos. La juventud, y no solo ella, necesita saber qué habrá y poder imaginar un futuro. Mi vida, no solo como persona, sino como militante revolucionario, no puedo pensarla fuera de la Revolución y, por lo tanto, preciso, por esa condición, pensar que la revolución no es lo que se ha hecho sino lo que falta por hacer.

Y siento que nos falta. En nuestra lectura del mundo a veces falta esa dosis de esperanza. Nos volvemos fatalistas, nos llenamos de imposibles y de frustraciones, desprotegidos, vulnerables. El malestar que nos enferma, las condiciones de una cotidianidad dura (hasta cruel) se parecen mucho a la carga viral de la Covid-19 o de cualquier otro virus: la esperanza es la inmunidad que podamos alcanzar. Si hemos logrado producir vacunas para los virus biológicos, ¿dónde están nuestras vacunas ideológicas, políticas, culturales, éticas? ¿Podemos inocularnos para sobrevivir la plaga fatal de la desesperanza? ¿Qué tipo de futuro proponemos?

La forma de ese futuro pasa por la crítica. La crítica, si nos ponemos martianos, no es más que «el ejercicio del criterio que destruye los ídolos falsos, pero conserva en todo su fulgor a los dioses verdaderos»; o si como el joven Marx, «la crítica despiadada de todo lo existente, despiadada tanto en el sentido de no temer los resultados a los que conduzca como en el de no temerle al conflicto con aquellos que detentan el poder». Creo que la noción de futuro a la que debemos acudir hoy en Cuba, la noción de futuro que debe proponer la Revolución cubana, no solo para nuestra generación sino para las generaciones que también apostaron incluso por otro tipo de futuro, debe avanzar en esa conversación sobre la crítica para la refundación de la esperanza.

No habrá esperanza si no hay crítica; pero tampoco habrá futuro sin memoria, sin el conocimiento de lo que hemos sido y de lo que hemos hecho. Nosotros hemos experimentado muchísimo en estos últimos sesenta años, y la experimentación ha traído aciertos notables, pero también muchísimos errores. Lo importante no radica en haberlos cometido (cosa natural, por lo demás, cuando se crea), sino en preguntarnos ¿cuánto hemos aprendido de esos errores? ¿Qué zonas de ignorancia y de silencio dejamos? ¿Qué se nos pierde cuando bajo el manto de lo igual, pretendemos convertir en un tiempo homogéneo décadas tan cargadas de contradicciones? Recordar el porvenir también implica reconstruir críticamente la memoria de la Revolución que hemos hecho hasta ahora para poder continuarla. Solo puedo especular sobre tantos caminos que a lo mejor comenzamos y no continuamos. Pienso en cuántos trillos apenas fueron trazados, cuántos callejones sin salida que repetimos una y otra vez.


 

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FOTO: Sarah L. Voisin / The Washington Post

 

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La memoria también ilumina los futuros perdidos que todavía nos acechan. Hace unas semanas, regalaba, con un grupo de camaradas, un libro que considero fundamental a un compañero muy cercano, cuyo nombre me reservo. Cuando se lo regalamos, le decíamos a ese compañero: «Este libro narra una historia del pasado que parece la historia de nuestro presente. Es un libro sobre la caída de la Unión Soviética y los países socialistas». La advertencia más grande del libro es recordarnos que esa sociedad, ese futuro que se perdió ahí, también era en parte nuestro futuro. Y le dijimos también que no queríamos ser aquel comunista soviético que justo hace treinta años, en diciembre de 1991, veía cómo su futuro se derrumbaba por completo.

Ese futuro que se derrumbó también era parte de nuestro futuro, porque era el mundo cultural, político al que pertenecíamos. Nosotros, a pesar de todo, persistimos y sobrevivimos hace treinta años; pero estamos treinta años demasiado tarde de saber exactamente por qué se derrumbó un país que era muchísimo más grande que nosotros, un país que era muchísimo más rico que nosotros y que también, como nosotros, había hecho su revolución, que perdió a su Lenin demasiado pronto, como no nos sucedió a nosotros que tuvimos a nuestro Lenin más tiempo, hasta hace nada. La crítica de la experiencia del Socialismo Real, de todo lo que nosotros tuvimos de ella acá, también me parece que es una dimensión muy necesaria. Es la dimensión de los aprendizajes que no hemos hecho aún, de los aprendizajes que quedan por sistematizar; pero también la comprensión de que la crítica de esa experiencia no implica el abandono del socialismo: al contrario, es la defensa inclaudicable del socialismo como alternativa de futuro, no solamente para nuestra sociedad y para nuestro mundo sino, también, porque solo con el socialismo, solo con la revolución socialista de liberación nacional, tuvimos Patria.

Que hayamos vencido no significa que venzamos siempre, ni se puede pensar que el futuro está garantizado, sino todo lo contrario: es el producto de una lucha constante. En una Revolución, todas las victorias son temporales, cualquier derrota puede ser definitiva. A cada rato vuelvo sobre el discurso del 17 de noviembre de 2005. Estábamos en una situación muy diferente a la de ahora, e imagino que debió de ser sorprendente para las personas sentadas en la Universidad que, de repente, Fidel anunciara la posibilidad de que la Revolución, que se presentaba como eterna e invencible, desapareciera alguna vez. Ese aprendizaje también debe ser incorporado: la fragilidad de la Revolución. Un frágil y poderoso impulso que siempre se encuentra ante la catástrofe de su propia desaparición. Y esa catástrofe debe imbuirnos a nosotros de un sentido de urgencia, de lo agónico, de ese interregno donde hay cosas que mueren, porque hasta en la Revolución hay cosas que mueren, porque en la Revolución hay cosas que han muerto — que son duelos y resurrecciones pendientes — ; pero también lo nuevo que está pugnando por nacer dentro de ella, todo lo que se ha sembrado, todo lo que todavía podemos seguir sembrando. Haría falta un inmenso, un gigantesco movimiento por la concientización para entender, entre otras muchas cosas, que la revolución que hemos hecho hasta ahora está incompleta y que falta por hacer.

¿Qué quedó incompleto, inacabado, inconcluso de la Revolución? En primer lugar, cambiar la vida cotidiana, colocar en el centro el bienestar y la satisfacción de las necesidades populares, que el socialismo sea, otra vez, un horizonte de riqueza comunal y prosperidad colectiva. Esto implicaría no solo satisfacer las necesidades básicas, sino también cambiar la forma misma de esas necesidades. La vida cotidiana es el nudo de múltiples problemas: desde la ecología, que nos obligará a cambiar modos de vida y patrones de consumo, hasta el trabajo doméstico no remunerado y su relación con el feminismo. Completar la revolución no es solo resolver un problema de cuchillo y tenedor, sino además situarnos en la perspectiva de un gran cambio cultural, de una gran Revolución Cultural, y hasta ir más allá de las fronteras de lo nacional en el camino ya labrado por el internacionalismo socialista, que siente que el hambre, el analfabetismo y la injusticia en cualquier lugar del mundo son también parte de los problemas de los revolucionarios comunistas cubanos. En resumen, una vida incompatible con el machismo, con la homofobia, con el racismo, la discriminación, contra toda forma de dominación, opresión y explotación y por toda la justicia.

Fernando Martínez Heredia decía siempre que uno de los grandes agujeros para pensar la transición socialista era la ausencia de una teoría de la dominación en el socialismo. El socialismo no es solamente un gran impulso libertario. En los sesenta esa liberación corre pareja con el otro gran impulso que ordena y construye las instituciones del Estado de la Revolución: paralelismo que genera una tensión fecunda. Sin embargo, en algún punto se perdió el equilibrio entre rebeldía y disciplina a favor de la última. ¿Cuesta tanto entender que existe una dominación específica del socialismo contra la cual también debemos combatir, contra la cual se combate todo el tiempo? En el ejercicio de esa dominación aparecen siempre sus secuelas: el burocratismo, la desidia, el desapego a los problemas de la gente, la división entre dirigentes y dirigidos, casi siempre en favor de los dirigentes y menos de los dirigidos: todos esos procesos políticos que mantienen a los dirigidos en su lugar y no les permiten convertirse en dirigentes de sí mismos. Entonces, para quebrar esto, no solo es necesario romper la cultura del silencio y que los dirigidos asuman la voz de su propios procesos (económicos, políticos, culturales) sino, también, tener la información necesaria para tomar esas decisiones, y para controlar las decisiones de aquellos que los dirigen, con transparencia y con el conocimiento para entender que ellos también pueden dirigir esos procesos con autonomía y, sobre todo, la capacidad de decidir sobre aquellos elementos que afectan su vida cotidiana, que modelan su vida futura y su vida en común: un auténtico Poder Popular. Este y no otro debería ser el objetivo de nuestras organizaciones políticas, de todo nuestro esfuerzo.

Hay demasiado en riesgo para temerle a la contradicción; hay mucho que perder si no estamos dispuestos a hacer política a la altura del momento, del horizonte de emancipación y la memoria del futuro.

Si pudiera pedir algo, sería eso: que no se nos pierda el futuro; que no se nos pierda la memoria y que completemos la revolución que hemos iniciado y que nos hemos propuesto.

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