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ACTOS Y LETRAS
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Patrias. Actos y Letras is a digital imprint of Communis
Año VI / Vol. 24 / enero a marzo de 2022
Sentido que no hace mundo Jean-Luc Nancy
31 de agosto de 2021
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Patrias. Actos y Letras continúa hoy, en su sección Communis, acompañando a Jean-Luc Nancy, en esta ahora su extendida presencia entre nosotros, devolviéndole la palabra en la entrevista que le hicieran Michaël Foessel, Olivier Mongin y Jean-Loup Thébaud para la revista Esprit en su número 3-4, marzo-abril de 2014, y cuyo texto original en francés puede leerse aquí. Traducida al español por Yanga Villagómez Velázquez y Hrindanaxi G. Villagómez Sánchez, la entrevista se reprodujo en Fractal, núm. 72, enero-abril de 2014, con el título "Cuando el sentido deja de hacer mundo". Se ha revisado y puntualmente corregido o modificado la traducción y se han restaurado elementos omitidos en ella, en cotejo con el original en francés.
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Pensador de la deconstrucción, junto a Jacques Derrida y Philippe Lacoue-Labarthe, Jean-Luc Nancy nunca ha abandonado la cuestión del sentido. En los años sesenta, exploró en las columnas de Esprit el resquebrajamiento de las categorías tradicionales del pensamiento, sin por ello renunciar al compromiso. Así en su "Cátechisme de persévérance", Esprit, octubre de 1967. En esa época, en que colabora periódicamente en la revista, Jean-Luc Nancy aborda el sentido confrontándolo con aquello que lo somete al cuestionamiento más profundo. Y, desde ese momento, se cruza con el nihilismo en la figura de su más grande profeta (“Nietzsche. Mais où sont les yeux pour le voir ?”, Esprit, marzo de 1968).
Si bien se aleja del cristianismo, el filósofo no deja de interrogar los actos y las significaciones que comportan lo religioso, en La Déclosion (Déconstruction du christianisme, 1), París, Galilée, 2005 y L’Adoration. (Déconstruction du christianisme, 2), París, Galilée, 2010. Jean-Luc Nancy no teme a las palabras, aun cuando vengan cargadas de historia, y así medita, por ejemplo, sobre lo "común", la "comunidad" y el "comunismo del pensamiento" (véase La communauté désoeuvrée, París, Christian Bourgois, 1986 [La comunidad desobrada, Madrid, Arena Libros, 2001]). Ocurre lo mismo con la palabra "sentido", que con frecuencia se ve reducida al vestigio de una metafísica imprecisa o, por el contrario, a un elemento lógico. Durante los años en que enseña en la Universidad de Estrasburgo (1968-2004), Jean-Luc Nancy somete obstinadamente a examen una pregunta: ¿de qué manera abordar el sentido como algo que viene en vez de como algo que advino? El sentido elude nuestras expectativas mucho más de lo que las satisface, por lo que es preciso renunciar a su clausura. De esa manera, el sentido se acerca al mundo como horizonte abierto a los acontecimientos que ningún saber permite anticipar (véase Le Sens du monde, París, Galilée, 1993 [El sentido del mundo, Buenos Aires, La Marca Editora, 2003]).
En esta entrevista volvemos sobre esa articulación del sentido y el mundo, tal vez perdida para nosotros, y sobre el vínculo conflictivo entre el pensamiento del desobramiento [désoeuvrement] y el nihilismo.
Jean-Luc Nancy
Todo nuestro modo de pensar descansa inevitablemente en una especie de primado del “uno”. Incluso cualquier temática del otro supone el uno. Me gustaría decir que primero está la relación. Lo cual significa, en el sentido casi cosmogónico, que es necesaria una tensión para tener dos partículas. Hay, pues, una relación. Y esa relación no es una cosa (...) Es ahí que se produce el sentido.
Jean-Luc Nancy
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Esprit: En los diagnósticos hechos sobre el período contemporáneo, si no sobre la modernidad, ¿le parece necesario distinguir entre decadencia, declive y nihilismo? ¿Existe una plusvalía del término nihilismo en relación con todos los discursos de la lamentación? ¿Y en relación con qué idea del “orden” y del “sentido” se posiciona el nihilismo?
Jean-Luc Nancy: Existe ciertamente una positividad del nihilismo en relación con las ideas de decadencia o de degradación. Estas presuponen un estado anterior mejor. Ahora bien, la añoranza del estado anterior es tan antigua como Occidente. La Edad de Oro es una invención griega. Sólo entre los judíos no existe la Edad de Oro, pues el estado anterior es la esclavitud.
El retorno de la lamentación por lo anterior es una gran constante de nuestra historia. Se lo ha dicho muchas veces, pero jamás se logra superar. Yo mismo, en forma totalmente involuntaria, albergo el sentimiento de que antes era mejor. Pero estoy prácticamente obligado a trasladar ese sentimiento hasta antes del siglo XIX…
Si llegamos a admitir eso es porque tal vez no se pueda hablar ya ni siquiera de una decadencia. El nihilismo, palabra precisamente del siglo XIX, tiene al parecer la ventaja de no hablar de un antes. Al mismo tiempo, ese “antes” no desaparece del todo, ya que si decimos que no hay nada, se supone que pudo haber algo. Cuando en los siglos XVII y XVIII se preguntaban “¿por qué hay algo en lugar de nada?”, el nihilismo respondía: “No hay nada donde se sigue creyendo que debe haber algo”, algo del orden de los valores.
El agotamiento del sentido
En Nietzsche, el nihilismo, que califica de “desmoronamiento de los valores supremos”, está relacionado con la muerte de Dios, que significa la refutación del Dios moral, de un Dios como valor, garante de los valores y de su propia posibilidad. Estaría incluso tentado a reemplazar valores por “sentido”, ya que el sentido remite al valor por lo que vale en relación con aquel a quien se lo comunica. Así en lingüística se habla del “valor” de una palabra.
La muerte de Dios, por supuesto, es también una referencia al “antes”. No se trata de una invención de Nietzsche, sino del resultado lógico del desarrollo de toda la filosofía moderna, cuando menos desde Duns Escoto y el nominalismo. En realidad, se puede decir que es lo que comienza con la gran escolástica y la asimilación de Dios al Ser supremo, es decir, la metafísica en el sentido de Nietzsche o de Heidegger. Ahora bien, la historia de toda la filosofía moderna no hace otra cosa que mostrar aquello que desemboca perfectamente en la crítica kantiana de la prueba ontológica. El Ser supremo se deshace él mismo muy conscienzudamente en Descartes, Spinoza, Leibniz, incluso en Malebranche. Kant, de alguna manera, termina el trabajo, que Nietzsche no hace sino refrendar.
La muerte de Dios es por tanto la destitución del Ser supremo, es decir, la destitución de algo representado como un ente o una persona en la cima del orden del mundo —lo cual supone un orden del mundo. Así pues, resulta lógico que la destitución de ese Ser acompañe el movimiento más global de cuestionamiento de los órdenes posibles del mundo. El mundo de la Antigüedad, el mundo en que aparecieron los griegos y los romanos, era un mundo que surgía a partir de la desaparición de los grandes órdenes cósmicos religiosos. Lo que se denomina filosofía se inscribe desde el principio en esa ausencia de orden.
El agotamiento del sentido es por tanto de cierta manera la actualización de aquello de lo que es sentido, de lo que hemos hecho del sentido a partir del momento en que se resquebraja lo que era un mundo ordenado o susceptible de serlo. Pero ese agotamiento no se da de una vez; comienza desde la historia de la Antigüedad. Con frecuencia, se piensa la Antigüedad como un todo no histórico. Ahora bien, el milagro griego, si tuvo lugar, fue muy rápido. La democracia ateniense nunca gozó de buena salud. Una vez concluidas las Guerras Médicas, las cuales dieron la impresión de que Grecia, como conjunto, se sostenía, las cosas comenzaron a dispersarse a toda velocidad. En el siglo II a. C., el estoicismo y el epicureísmo ponen de manifiesto el deterioro y el fracaso de dicho “milagro”, de lo cual Nietzsche será, más adelante, un intenso testigo.
Roma, por el contrario, logra algo que jamás se ha podido reiniciar; a saber, una instauración completamente humana y totalmente religiosa del orden. Pero se trata de una religiosidad que es cívica, el único ejemplo por demás de religión civil que verdaderamente haya tenido lugar. Sin embargo, también Roma vacila en un momento dado. Es ahí donde, tal vez, el nihilismo tiene sus raíces. Todo sucede como si Roma no hubiera tenido la energía para sostenerse.
Lo cual es comprensible si consideramos que Roma es la primera modalidad de un mundo. Es a la vez un Estado y un pueblo que necesita fabricar su propia historia para sostenerse. Y ello se logra en tal medida que Roma “hace mundo” como ningún imperio lo había hecho antes. Los egipcios, los sirios, los hititas nunca fueron contemporáneos de los avances técnicos de los que se beneficiaron los romanos, herederos de las grandes revoluciones técnicas, de la escritura, del hierro y de los medios de navegación. Es lo que comprendí leyendo Antonio y Cleopatra de Shakespeare. Cuando Cleopatra le dice a Marco Antonio “eres el amo del mundo”, seguramente es la primera vez que se le dice eso a alguien en la historia de la humanidad.
Un mundo se creó y ese mundo —que es a la vez mundialidad y mundanidad— provoca una especie de baja de tensión. Como dice un historiador alemán citado por Freud en su Moisés, a partir del siglo II a. de C., “parece que una gran tristeza se apoderó de todos los pueblos del Mediterráneo”. Es una frase extraña, viniendo de un historiador, pero es difícil no coincidir con esa observación. Es la época del estoicismo, el epicureísmo, el cinismo y de búsquedas religiosas frenéticas (Isis, Orfeo…).
Esprit: En el siglo XIX, Nietzsche hablará también, a propósito del nihilismo, de la tristeza europea, de una “gran fatiga”. Como si se tratara nuevamente de una forma de decadencia del Imperio Romano. Nietzsche nunca le perdonó al cristianismo que hubiese deshecho Roma. De cierta manera, retoma el ataque contra el cristianismo que ya se le había hecho a san Agustín: que había sido el cristianismo el que había disuelto los vínculos de la religión cívica. Pero volvamos a la fórmula “amo del mundo”. ¿La entiende usted como “amo del sentido”? Usted escribe, en Le Sens du monde[1], “ya no hay sentido del mundo”. ¿Cuándo se perdió ese sentido? ¿Tiene relación con la idea del cosmos instituida por los hombres en Roma?
J-LN: El mundo romano, al hacer mundo, produce algo que jamás había tenido lugar, que es precisamente la equivalencia del sentido y el mundo. El mundo es la totalidad organizada por los hombres, es decir, Roma, su poder, su derecho. El derecho es muy importante porque el derecho romano representa el sentido como articulación, esa articulación que parece bastarse a sí misma, que es el orgullo de Roma y que se mantiene gracias a cierto número de sustentos religiosos. Porque el derecho romano es de origen religioso[2], es un avatar de la religión como proveedora de sentido. Pero ahí donde la religión proveía dicho sentido en relación con un aspecto oculto del mundo, el derecho no tiene ya ningún aspecto oculto. ¿En nombre de qué existe el derecho? Aldo Schiavone muestra claramente las fisuras que se producen cuando la pérdida de la referencia religiosa se vuelve cada vez más clara. Se observa lo mismo en el dominio del saber, que entre los romanos es primero que nada un saber técnico, desprovisto de todo misterio.
El cristianismo aparece entonces necesariamente como el producto de la insatisfacción de ese mundo que sabe cómo hacer (el derecho, las fortalezas, los caminos), pero que carece de un aspecto oculto. Así, la muerte se vuelve un problema y la influencia del judaísmo se hace sentir. Pues el judaísmo es otra cepa, otro germen que ha hecho todo lo posible por desligarse de los órdenes del mundo; se trata de un gran intento por sustraerse de la dominación humana[3], sobre todo mediante la ruptura con el sacrificio.
Contrariamente a lo que dice René Girard, no creo que el sacrificio sea exclusivamente del orden de la violencia, de la purificación mediante el chivo expiatorio. El sacrificio establece un vínculo, establece lo sagrado. Ese vínculo se construye con el aspecto oculto, con la muerte: se mata a un ser vivo para estar en relación con el mundo de los muertos.
En ocasiones he pensado en hacer una tipología de las culturas y de las civilizaciones en función de su relación con los muertos (y no con “la” muerte). Para las culturas llamadas “primitivas”, los muertos están en alguna parte, están ahí, en la naturaleza, están presentes; tienen su altar, hay que apaciguarlos, ofrecerles sacrificios. En la Antigüedad, los muertos eran sombras errantes, infelices, inconsistentes, a las que no se sabía situar.
Así, en un mundo en que los muertos se han vuelto ya no se sabe qué, al mismo tiempo sombras y figuras ancestrales honoradas, la tristeza aparece también en relación con esos muertos con los que no se sabe bien qué hacer (por lo demás, tampoco hoy en día…). El cristianismo se anuncia y habla de otra vida, de una resurrección que en realidad descansa en una idea proveniente del judaísmo, que es la del fin de la preocupación, creada por la Alianza. En efecto, creo que la Alianza es más importante que la Ley, ya que no está amenazada por la muerte de Dios. La Alianza significa lo que llegará a ser, en el cristianismo, el perdón de los pecados. Ahora bien, el pecado es algo absolutamente inédito, completamente solidario con la subjetividad, ella misma solidaria con la ruptura total del orden del que hablamos. Puesto que ya no hay ningún orden, tengo un yo. Agustín fue realmente necesario después de Juan y Pablo para forjar el cristianismo. Porque dice que el hombre se ha vuelto un sujeto que tiene en sí, por sí mismo, una relación con algo infinitamente más grande y distinto que él.
Por qué triunfó el cristianismo
Esprit: Usted dice que la única experiencia en la que el sentido hizo mundo y el mundo tuvo sentido de forma concluyente fue Roma. El cristianismo deshizo esa identidad, en detrimento del mundo y en beneficio del sentido. La frase “ya no hay sentido” aún no ha sido pronunciada, se habría de decir en cambio “el sentido estuvo aquí” (por la Encarnación) y “está por venir” (por el retorno de Jesucristo). Pero ¿no se podrá pensar que la nada que se abate sobre el mundo es ya obra del cristianismo? ¿No tendrá el nihilismo relación con esa desmundanización [démondanisation] del sentido?
J-LN: Sí y no. En El Anticristo[4], Nietzsche recuerda que el cristianismo es el perdón de los pecados, es decir, el fin de la condición de pecador, de la condición de aquel que no reconoce el orden y que se ve remitido a la subjetividad, ya que está en posición de poder juzgar. Ser salvado es ser redimido de los pecados, es precisamente no querer ya instaurar el mundo por sí mismo y a su medida. En el fondo, lo más importante es decirse que nunca nadie pensó, en sentido estricto, que el hombre fuera la medida de todas las cosas. Ni los griegos, ni los judíos, ni los cristianos. Pero al mismo tiempo, todo ocurrió como si el hombre fuera y debiera ser y se fuera a convertir en la medida de todas las cosas, incluido de sí mismo. Devino su propio productor, como decía Marx.
Las dos cosas se produjeron casi al mismo tiempo, con la diferencia, no obstante, de que no fue el cristianismo lo que hizo explotar ese mundo, sino que ese mundo explotó “en” cristianismo porque no podía sostenerse. Es algo que se muestra claramente en Quand notre monde est devenu chrétien[5] de Paul Veyne. Ese libro me iluminó. Paul Veyne, que no es cristiano, fue el primero que respondió a una pregunta que he formulado no sé cuántas veces: ¿por qué el cristianismo triunfó? Veyne dice que la de Constantino no fue en lo absoluto una operación de oportunismo político. Contaba con un entorno intelectual de muy alta calidad, que le mostró que lo que decían los cristianos seguramente era lo mejor para remediar la tristeza. Así pues, se trataba, antes que nada, de un movimiento intelectual, espiritual, de comprensión.
Esprit: Le hacía falta consolación a ese mundo que tenía sentido y que sin embargo ya estaba muerto. Tal es la contribución del cristianismo…
J-LN: Era la solución más poderosa, quizás hasta demasiado poderosa. Es lo que precipitó, tal vez, el fin de Roma, pero también el devenir del imperio de la cristiandad. Lo que no se deberá comprender como un nefasto accidente. No hay que olvidar que, en esa historia del cristianismo, es decir, de la ruptura completa con la posibilidad de un orden dado del mundo, se abre también la posibilidad humana de producir un mundo. Es incluso la invención del hombre como ente en el centro del dispositivo. Eso ocurre al mismo tiempo que la apertura a otro régimen del sentido, el régimen del infinito. Todo se juega en esa enorme ambivalencia y, en determinado momento, al cabo de un tiempo, Pascal dirá que “el hombre rebasa infinitamente al hombre”.
Es ahí donde también interviene la tentación de rehacer el mundo por parte de la Iglesia, la cuestión del imperio, que se desdobla, ya que el cristianismo no puede convertirse directamente en un imperio; por eso están el papa y el emperador. La escisión entre lo que fue, durante un siglo en Roma, la unidad entre el sentido y la experiencia, sale victoriosa. Pero tampoco es por azar que la Iglesia católica sea romana. La idea del imperio permaneció como idea de civilización política de Carlomagno a Hitler. Aunque, en el fondo, la Iglesia nunca llegó a tratarse a sí misma como hubiera debido. Se transformó una primera vez con la Reforma, pero para integrarse aún más al Estado. Y la Reforma tuvo otra consecuencia, la de iniciar el proceso de desmitologización, que condujo igualmente a la crisis del cristianismo.
El primer cristianismo no esperaba sino el fin del mundo. Durante el segundo, entre los siglos VI y VIII, el sentido, que había sido enviado al otro mundo, se repliega sobre ese mundo, y se inventan cosas para mostrar que el paso al otro mundo se hace a través de este mundo: de ahí nace la idea del valle de lágrimas o la del triunfo del reino de Dios sobre la tierra.
Esprit: Encontramos ahí la providencia, el progreso, la historia, lo que a menudo usted llama “regímenes de significación”, que serían lo que está en crisis actualmente. El mundo contemporáneo habrá dejado de constituir, y ello tal vez por fortuna, sentido. ¿Cómo distinguir entonces la infinitud, lo que piensa usted con el término de sentido y los constantes intentos de la historia por reconstituir regímenes de significación unívocos?
J-LN: Por eso hay que regresar a Roma, el único momento en que parecía que el mundo podía constituir su propio sentido. Lo cual supone la siguiente pregunta: ¿cómo rehacer el imperio? Pero esa pregunta sólo es válida si se le añade otra: ¿cómo rehacer el imperio sin el cristianismo? Pues este último es el que de alguna manera ha precipitado el fin del mundo romano.
Por otro lado, no hay que obviar lo que ocurre en el terreno del saber, que se transforma radicalmente en compración con lo que era en tiempos de los romanos. En efecto, en el régimen romano el saber se convirtió en saber-hacer, un bloque técnico que se impuso y sobre el que el acontecimiento cristiano, que es también el acontecimiento de la subjetividad, hizo advenir la posibilidad de un saber infinito. No por azar se trata de una historia que llega hasta el cálculo infinitesimal y todas las teorías del infinito en las matemáticas modernas. A fin de cuentas, se anda a la búsqueda del motor…
Esprit: Lo cual remite al nominalismo medieval.
J-LN: Pero ¿de dónde viene el nominalismo? Se hace posible por toda la escolástica.
La tentación del dominio
Esprit: La escolástica es un inmenso esfuerzo por circundar un sentido, a Dios mismo, mediante una serie de definiciones, es decir, para controlar lo incontrolable. El nominalismo no habría hecho sino recordar lo incontrolable y radicalizarlo.
Hay un intento de control, completamente paralelo al del imperio. En Roma, el hecho de “decir” el mundo, iba acompañado del control de ese mundo a través de todos los medios necesarios. El cristianismo apareció como respuesta a la tristeza que acompaña al control. Aportó algo que se debe comprender en términos de energía y que tuvo la fuerza de abrirse hacia un afuera que parecía haber desaparecido. Pero esa fuerza es temible.
Tomás de Aquino, en su tratado de los nombres divinos, se esfuerza por dar sentido a “deus”, y al mismo tiempo se refiere al tetragrama divino, pero también a Jesús, nombre humano. Deus se vuelve un nombre magnífico, pero Tomás no cree que sea un nombre mágico, un nombre sagrado.
Terminamos sirviéndonos de “Dios” de manera constante y hoy mundializada. “Dios”, en singular, tiene un sentido y es una invención absolutamente occidental, primero platónica y después cristiana. La escolástica, en el fondo, devela el hecho de que se trata de operaciones del lenguaje. Nos reencontramos aquí con el razonamiento que hacíamos antes a propósito del derecho. Es tal vez ahí que algo de la latinidad se filtró, ya que el derecho latino, a pesar de sus referencias religiosas, terminó por instalarse en su autoproducción (invención de la jurisprudencia, acopio de mandatos [ordonnances]), declarando de esa forma su propia dimensión formal. Ahora bien, el nominalismo dice que todo es formal; esa actualización de la formalidad abre simultáneamente el infinito.
Esprit: Pero también abre la nada, pues es ahí que se da inicio a la cuestión de la teología negativa, que conducirá después al nihilismo.
J-LN: La teología negativa ya había aparecido anteriormente, pero efectivamente va a tener cada vez mayor importancia, hasta la frase de Eckhart, “roguemos a Dios para que nos deje en paz y libres de Dios”. Lo que dice Eckhart, y que creo que es aún válido, es que nunca se es completamente libre de Dios más que cuando uno logra rogar a Dios para serlo. ¿Qué quiere decir “rogar a Dios”, es decir, no hablar con nadie y, no obstante, hablar verdaderamente? Es algo que la poesía, la literatura en general sabe, o ha sabido…
Si tal vez ya hemos dejado atrás la cuestión de Dios, por el contrario seguimos, tal vez más que nunca, en la cuestión del saber. O más bien, hoy en día, de la investigación, una especie de “mal infinito” del saber. No dejamos de estar inundados por los “descubrimientos” de las ciencias cognitivas, que, al menos en su divulgación, dan la impresión de empujar cada vez más lejos la cuestión del sentido, de afirmar una especie de pensamiento tautológico: “Así es porque así es.”
La ciencia moderna fue posible a partir del momento en que, como bien dijo Kant, ella misma se dio a construir su propio objeto. De esa forma se crea el requisito de condiciones matemáticas, que son las condiciones de un lenguaje del infinito. Es lo que permite a Descartes decir, al inicio de El Mundo o el Tratado de la luz, que va a presentar al lector un mundo a la vez totalmente diferente y semejante al que conoce.
Esta ciencia moderna es indisociablemente técnica (la técnica no es simplemente una aplicación de la ciencia) y descansa sobre un postulado de control e incluso de control del infinito.
Esprit: Descansa también sobre el postulado de que el mundo es algo que está “por hacerse”, que no está dado. Ahora bien, una serie de temáticas más o menos filosóficas en el debate intelectual del siglo XIX regresan para decir que el mundo no es nada y que, por tanto, podemos hacer algo de él. Una forma de nihilismo activo, habría dicho Nietzsche. ¿Qué se puede pensar de esa creencia según la cual el mundo está “por hacerse”? ¿No se trata del requisito de un nihilismo técnico en particular?
J-LN: No lo sé. Contrariamente a la proposición de que “el mundo no es nada, es lo que hago de él”, me parece que lo que nos enseña la técnica es que el hombre no es más que un producto de la naturaleza —uno de los logros de la ciencia moderna y contra el cual se manifiesta cierto fanatismo. Que el hombre sea situado en la descendencia del mono es muy importante; ello quiere decir que la naturaleza, la physis como dice Heidegger, tiene la capacidad de producir un ente que la desarticula por completo.
Si comprendermos eso, no podemos seguir hablando de la naturaleza como de una especie de condición previa de la que tenemos necesidad, ya que se trata de otra cosa: estamos dentro de ella. Lo cual quiere decir que la pregunta por el sentido es la misma que por lo que hace ese animal en la totalidad de lo que existe. El hombre es ese ente, ese ser viviente que, hablando, es decir, manipulando el sentido, deshace y rehace constantemente la totalidad del mundo. Pero no se puede decir que el mundo no sea sino lo que el hombre produce. Se puede decir que el mundo se produce tanto a sí mismo como a su propia transformación, en la medida en que el hombre es parte del mundo.
Ello nos permite ir más allá del discurso que dice que tenemos que hacer un mundo nuevo. Marx decía que la historia del hombre devendrá historia natural y viceversa. En esa fórmula, no obstante, muestra que la historia tiene el sentido de ambas y el de su interdependencia. Se insiste mucho en la producción en Marx, pero cuando dice eso, Marx no olvida que la producción proviene de la naturaleza.
Respecto del saber como técnica, se está demasiado acostumbrado a dejar el campo abierto a reflexiones sub-heideggerianas que consideran a la técnica como una explotación de la naturaleza en tanto que reserva [stock]. Ahora bien, Heidegger no dice sólo eso… Nos hallamos frente a una situación en que la técnica exige algo más que la apelación a la regulación (“ciencia sin conciencia no es sino la ruina del alma”, ya eso está un poco pasado de moda…), al buen uso de la técnica, igual que se dice del buen uso del capitalismo. Actualmente proliferan expresiones como “técnica humana”, “técnica bajo vigilancia” o “capitalismo ético”.
Blanchot y la "nada"
Esprit: Menciona usted el texto de Heidegger sobre la técnica, cuya primera frase es: “La esencia de la técnica no es técnica”. Ese gesto motiva también el uso del término “nihilismo”: la esencia de la crisis no es la economía. Hay en nuestro presente configuraciones de sentido que escapan al discurso de los peritos, a los imperativos del problem solving. Ahora bien, esa cuestión del nihilismo está muy presente, después de la Segunda Guerra Mundial, en Blanchot, Bataille y también en Foucault por conducto de Nietzsche y Heidegger. ¿Cómo explica usted, retrospectivamente, que esa noción surgiera en ese momento como elemento fundamental de la ruptura con cierto régimen del sentido? Y ¿qué papel ha jugado en su propia formación filosófica?
J-LN: Ese tipo de cuestionamiento me llegó relativamente tarde, alrededor de 1968. Siempre me impresionó el hecho de que, como toda mi generación, nunca tuve en lo absoluto conciencia del nihilismo durante mi juventud. ¿Qué nos atraía? Primero que nada, los Trente Glorieuses. Pero también cierto clima positivo, de confianza, en el que de todas maneras había una flecha del tiempo que apuntaba en una dirección positiva. La historia avanzaba. Incluso cuando no se era marxista no cambiaba gran cosa: se creía de todos modos en el progreso.
Me “salí” del cristianismo cuando me di cuenta de que participaba de ese mismo movimiento progresista. Pero después, me di cuenta de que todo lo que nos incitaba estaba relacionado con un estado del mundo heredado de antes de la guerra, y respecto del cual nuestros padres habían hecho lo imposible por recuperarlo, después, como si no nada hubiera pasado. Viví de 1945 a 1951 en Alemania. Tenía entre 5 y 11 años, pero no tenía conciencia alguna de la guerra. No me contaban nada. No fue sino después que las cosas sucedieron. Se pensaba que sólo se trataba de una gran torpeza que había que olvidar.
Nos atraía sobre todo el elemento de dinamismo de la descolonización, que estaba también integrado al gran modelo del progreso. Esa liberación de los pueblos colonizados, en el fondo, era casi la coronación de la civilización occidental (habíamos fallado, pero estábamos enmendándolo). Una de las primeras desilusiones sucedió cuando me encontré por primera vez con la gente del Frente de Liberación Nacional (FLN), poco antes de los acuerdos de Évian. Fue durante un curso de formación para los maestros de la futura Argelia independiente, impartido por cuadros del FLN. Ese día tuve la impresión de que toda mi energía había sido cortada de raíz. “Si son cabrones como estos los que van a llegar al poder, ¿para qué hemos luchado?”, pensé… Yo debía ocuparme del campo literario y me desaconsejaron ciertos libros…
En Argelia, en Egipto, un poco en toda África, el desenlace de la descolonización nos enfrió. En 1963, la primera vez que estuve en Esprit, invitado por Robert Fraisse, fue para un encuentro acerca del silencio de la joven generación. Hablé para decir que esta no se reconocía en el discurso de los demás; teníamos una doble conciencia; creíamos en un gran impulso y al mismo tiempo ningún discurso (comunista, personalista) nos convencía totalmente.
Esprit: ¿Cuál era entonces la influencia de autores que trataban la cuestión de la nada, del nihilismo? ¿Había una toma de conciencia de lo trágico así eludido tanto por el marxismo como por esa creencia generalizada en el progreso?
J-LN: Es en ese mismo período que Jean-Marie Domenach publicó Le retour du tragique[6]. La referencia a la “nada” llegó como una afortunada sorpresa. Como algo que vendría a llenar lo que se sentía como un vacío, pero sin pensamiento.
No se me deja de hacer esa pregunta por la “nada”, ya que siempre he dicho que el primer sentido de la palabra es positivo, es decir, lo que se encuentra todavía en la expresión “es nada lo que se necesita" [il s’en faut d’un rien]. “Nada” es una cosa pequeñísima [un tout petit quelque chose]. Pero eso no funciona más que en francés. Sobre todo ahora pienso que toda esa constelación de la nada, de la ausencia, tuvo un papel considerable, pero lo que nos dejó fue la necesidad de acabar con la nada. Ello no quiere decir, sin embargo, poner algo o a alguien en el lugar de esa nada.
Próximamente publicaré una obra sobre La communauté inavouable de Blanchot[7]. En efecto, me di cuenta de que nadie había leído nunca ese libro y de que es un libro extraño, complicado. Blanchot confiesa que no había renunciado a sus convicciones de antes de la guerra, lo cual había dicho de manera clara en un artículo de 1984, “Les intellectuels en question”[8], en el que afirma que los intelectuales, cuando se comprometen con la justicia y la democracia, cumplen con su deber pero no con su trabajo de intelectuales.
Ahora bien, en lo neutro de Blanchot hay una negativa a pronunciarse que puede resolverse tanto en una “neutralización de lo neutro”[9] como en el hecho de no querer nombrar algo que se sabe bien que es heredado y que podría colocarse bajo la denominación de mito. En La communauté inavouable, Blanchot muestra que, para él, la comunidad debe descansar sobre un mito y ese mito tiene una relación muy marcada con Jesucristo, con la Eucaristía.
Ello significa que Blanchot, es decir, el gran referente de “la nada”, logró impresionar con una maestría y una penetración extraordinarias, y sin embargo, embriagado de sí mismo, olvidó que aún había algo por hacer. ¿De qué manera Blanchot llegó a embriagarse de sí mismo? Consagrando nuevamente, y como siempre, la palabra del escritor y de la literatura como aquello que asegura la presencia mítica[10]. Pero tengo la impresión de que, en Blanchot, ello terminó por adquirir el aspecto de una especie de autoridad profética y sagrada. En cierta manera, es “después de mí, el diluvio”. No me gustan los relatos de Blanchot, no en el sentido de que no sean de mi gusto, sino porque exponen constantemente un rechazo del relato —gran cuestión blanchotiana—, porque el relato trata sobre algo contingente, algo accidental, de la transformación, mientras que el no-relato de Blanchot pretende mostrar una presencia plena.
Recientemente, descubrí el libro de Uri Eisenzweig[11], en que habla acerca del rechazo del relato como marca de los orígenes del fascismo en la literatura, a partir de Barrès. Se trata de un rechazo del relato, pero no del mito. Hasta ese momento no había podido yo establecer la diferencia, porque no había reflexionado lo suficiente acerca de lo que significaba el rechazo del relato en Blanchot. ¿De qué mito se trata? No podría haber mito ahí sin figuración. Pero en Blanchot, esa sería una figura pálida, casi borrada, desaparecida. De eso se trata La communauté inavouable: de la mujer que desaparece. Pues es la mujer la que carga con todo para Blanchot, inclusive el goce, que el hombre no conoce. Pero Blanchot, en el libro, se coloca en la posición de la mujer.
Existe un verdadero reto en el relato, al contrario de lo que pensaba Blanchot. Hace poco leí dos novelas de Roberto Bolaño, Los detectives salvajes y 2666, y pensé: “Hay algo aquí que habla del mundo en el que estamos.” Fue la misma sensación que tuve de joven leyendo a Balzac.
Esprit: Es interesante que la exigencia de acabar con la nada nos remita de vuelta al relato. Ello significa admitir uno de los rechazos fundamentales de Blanchot y del estructuralismo, a saber, la transitividad del relato, el hecho de que el relato habla del mundo. Es lo que dijo Ricœur, pero que este dejó en voladizo con respecto a la visión de lo literario como texto puro.
J-LN: Hablar sobre el mundo quiere decir que el mundo existe, es decir, que hay una exterioridad densa, resistente. Tomemos el ejemplo del espíritu[12], ya que la “debacle del espíritu” ha sido una fórmula con frecuencia empleada para describir la decadencia, el nihilismo. Si hablamos del espíritu, hay que ser completamente capaz de pensar que el espíritu no es nada, no es una cosa. Se puede evocar a Agustín: el espíritu no tiene dimensión, está fuera del tiempo y el espacio. Lo que significa que los atraviesa. En cierto sentido, la ciencia penetra la materia. Hablar del mundo, sí, porque de cierta manera, no se puede hablar de otra cosa. Incluso si el mundo no hace mundo en el sentido de una posibilidad de sentido. No es sino hablando que se le da la posibilidad de devenir mundo.
La apelación a los valores
Esprit: Hay una manera de decir que es posible acabar con la nada, el nihilismo y la decadencia, y es apelar a los valores. Los valores aparecen, cada vez con mayor frecuencia, como una referencia destinada a constituir un común, una comunidad. Pero hay que recordar la crítica radical de los valores en Heidegger, en el sentido de que pertenecen al nihilismo. Esa apelación a los valores ¿participa de una forma de nada o hay en ella algo que, incluso de manera torpe y eminentemente discutible, manifiesta por el contrario una exigencia de no abandonarse a la nada?
J-LN: Retomemos primero la palabra “valor”. Si el nihilismo es la devaluación de todos los valores, la devaluación no suprime el pensamiento que hay en la palabra “valor”. El valor manifiesta algo en nuestra historia, en toda nuestra tradición, aunque haya dificultades para reconocerlo. Y no son precisamente “los valores”. Los valores no pueden remitir sino a la idea del valor. Ahora bien “el” valor, el hecho de valer en sí, nos remite, en el medio mismo de la historia del nacimiento del mundo moderno, a la palabra alemana Würde (dignidad) que pertenece a la familia Wert (valor).
Würde es la palabra que Kant usa para designar aquello a lo que debe dirigirse el respeto del imperativo categórico. El imperativo categórico es la toma de conciencia y la verbalización por toda una época de algo que está ahí, trabajando. Lo que dice Kant con la palabra Würde es que el imperativo moral, que está presente en la razón humana (no es el filósofo quien lo importa), consiste en respetar la dignidad de cada hombre. Se le puede extender a la dignidad de cada existente, pero esa es otra cuestión.
¿Qué significa esa dignidad como valor absoluto? Es exactamente lo que nos indican y nos esconden al mismo tiempo todos nuestros discursos sobre los valores y los derechos humanos. ¿Qué quiere decir ese valor? Tal vez algo que no puede ser medido por ninguna unidad de medida. No se trata del valor en el sentido económico. Es algo que no tiene precio, pero que vale. O en todo caso que vale un precio infinito. En ese aspecto, la dignidad kantiana proviene directamente del judeo-cristianismo. Además, es común a todas las grandes religiones monoteístas, en las que lo “mono” remite menos al Uno que a la idea de “cada uno”.
Ahora bien, ese es el gran asunto de la democracia. Se inventó la democracia creyendo que se inventaba un nuevo régimen de gobierno cuando en realidad se había procedido a una gran mutación antropológica. Se dijo lo que el cristianismo decía desde el principio y lo que era uno de los grandes ejes de ruptuta de la Antigüedad: el fin de las diferencias constituyentes y jerárquicas entre amo y esclavo, hombre y mujer…
Esprit: Es lo que decía Marx cuando escribía que la democracia realizaba lo que el cristianismo nunca pudo realizar por sí mismo.
J-LN: Sí, salvo que Marx aún creía en que esa realización era posible. Y los teóricos del comunismo, como Engels, establecieron con frecuencia un paralelismo entre los primeros cristianos y los comunistas. Siempre es la cuestión de la igualdad la que supone un problema. Hoy, la enseñanza democrática, por ejemplo, reposa de hecho en un desprecio total de la igualdad que supuestamente representa, ya que todo el mundo sabe muy bien que eso no funciona y que tal vez no puede funcionar. Lo que significa entonces que la igualdad democrática no consiste en la distribución de la misma cantidad de saber a todo el mundo.
El valor, finalmente, se une con el sentido. El sentido es un “valer para” siempre para alguien más, en principio para todos.
Esprit: Semejante perspectiva esfuma ligeramente el aspecto “moral” del valor. Ahora bien, nos encontramos también en una época —lo hemos visto durante las marchas contra el matrimonio homosexual— en la que el tema del valor aparece revestido por una especie de aura casi mágica, ya que se supone que el valor debería rehacer la comunidad ahí donde el individualismo o los comunitarismos religiosos habrían diseminado el sentido. ¿Cuál sería su opinión acerca de esa referencia a lo colectivo por lo moral, por el valor, que tampoco es la norma kantiana?
J-LN: A lo universal no podemos simplemente despedirlo o dejarlo de lado, pues es nuestro estandarte. Modularlo, tal vez, comprender mejor que ese universal no debe ser abstracto, de acuerdo. Pero no podemos borrarlo.
La historia del matrimonio para todos ha sido muy interesante por esa razón. Todos se han referido a valores ya dados. Por un lado, la familia, la infancia, etc., por el otro, la igualdad y el derecho para todos. Me sorprendió, me dejó perplejo incluso, la cantidad de manifestantes que se opusieron al matrimonio homosexual; pero, además, me desagradó porque los defensores del matrimonio homosexual no tenían otra cosa que alegar que el “derecho”. Hubiera querido casi escribir algo para decir que no se trata de eso, sino del hecho de que las sociedades se transforman, evolucionan. La familia nuclear es una tradición no tan antigua y, en su práctica efectiva, es incluso muy reciente. Sin ser del campo, pertenezco a una familia que vio a mis abuelos vivir mucho tiempo con nosotros durante su vejez, lo que actualmente es inimaginable. Hace falta analizar por qué cambia eso. Es esa idea de la familia conyugal con todas sus implicaciones patrimoniales, a la que curiosamente se sobreañade el carácter sagrado del matrimonio, invención cristiana y único sacramento cuyos actores son los esposos mismos. Todo ello se desplaza, es lo que hay que analizar.
Pasamos entonces a un registro de instrucción pública: ¿cómo hacer para aceptar esas mutaciones? Si la “familia” se desplaza, ello hace que ciertas cuestiones se tornen todavía más puntillosas y más difíciles, como la de los hijos, la procreación y todas aquellas cuestiones económicas que se desprenden de ello. Y todo eso desemboca aún más cerca del pensamiento de un valor absoluto, no solamente de una existencia individual, sino también de una relación.
Esprit: ¿No podríamos disociar la creencia del valor? Son nociones que se tienden a asociar, aunque no necesariamente coincidan.
J-LN: En efecto, son dos cosas muy diferentes. Cuando se dice “creencia”, pienso sobre todo en la creencia en un Dios. La creencia es una forma de saber débil. “Creo que hará buen tiempo”. Cuando se dice: “Creo en Dios”, ¿qué es lo que se dice? Hace poco le pregunté a una señora en un coloquio en Italia. Me respondió que para ella la creencia en Dios no estaba asociada de ninguna manera con una representación, con una imagen, sino con una fuerza. Lo cual puedo comprender, ya que, finalmente, ¿será realmente el ateísmo capaz de estructurar una sociedad?
He llegado a preguntarme si no hay una pregunta que es necesario hacerse: ¿acaso las sociedades no se estructuran todas alrededor de una diferencia entre quienes creen y quienes no creen? ¿No se han ocultado los intelectuales, inevitablemente, tras las representaciones? Las miran y las desmontan en tanto representaciones, pero no pueden volver a colocarse en posición de creer. En nuestra sociedad que es una sociedad del saber, ¿acaso el ateísmo no es algo que no es bueno sino para los intelectuales?
Esprit: Eso remite a lo que decía Philippe Lacoue-Labarthe: la locura es la suerte del filósofo, precisamente porque se ha liberado de esos mimetismos identificadores y ha pasado del otro lado. Está condenado a ser el bufón permanente de una identidad en la que ya no cree, en la que no puede seguir creyendo.
J-LN: Por otro lado, el propio Lacoue-Labarthe habló en una entrevista de su identificación con Hölderlin, y del peligro que representaba para él. Las locuras modernas son las de Hölderlin, Sade, Nerval, Schumann, Nietzsche, Artaud…
Esprit: Pero antes de eso, estaban los grandes místicos, de los cuales Michel de Certeau[13] habló bastante. Ahora bien, la mística se cruza con la cuestión del nihilismo.
J-LN: Precisamente, la mística es un problema con el que hubo de verse confrontado Bataille; pues muy a menudo se considerada a la mística como una forma de acceso. La mística permite precisamente no estar loco, como la locura permite no ser místico.
Vuelvo a Eckhart: el hecho de no deberle nada a la idea de Dios, de ser libre de Dios, de habrese librado de él. Tomemos por ejemplo a Lévinas, quien se llama a sí mismo “ateo”, lo que no le impide recurrir a la religión. Para Lévinas, se trata de una religión de observancia, muy diferente a la que se menciona en sus Lectures talmudiques.
El primer texto de Blanchot, que se convirtió en la segunda parte de La communauté inavouable, estaba por demás dirigido a Lévinas. En ese texto, Blanchot le niega a Lévinas lo que él mismo profesa, es decir, la pasión, el goce de la mujer. Lo que equivale a posicionarse en contra de Lévinas, con frecuencia acusado de volverse “demasiado” cristiano, a pesar de que en Difficile liberté plasma una ferocidad extrema en contra de la Iglesia. Pero era un cristiano en un sentido no institucional. Está por un lado la Iglesia, pero por el otro, si entramos en las sutilezas de la teología y, todavía más, de la espiritualidad mística, podemos ir más lejos.
La experiencia de tocar
Esprit: Hablemos de la cuestión del tocar, que en particular trató en Noli me tangere[14]. Es de lo que Derrida calificó su trabajo: partir de una experiencia, el tocar[15], que remite al mundo a un modo diferente al del discurso, al de la racionalidad, de la trascendencia en el sentido de Heidegger. Es como si el mundo o un aspecto del mundo nos fuera asible. Ese tipo de experiencia, ya sea sensible, artística, erótica, ¿es la que de cierta manera lo ha llevado siempre a desconfiar de la idea del nihilismo, de la nada?
J-LN: Seguramente. Para mí es un poco extraño, ya que ese asunto del tocar fue Derrida quien lo descubrió. Para mí fue una de las pruebas más fuertes de su capacidad de lectura. Era un tema disperso en numerosos textos pequeños. Pero ¿de dónde viene esa experiencia sensible sino de la Iglesia? Hay una cosa que un niño católico conoce como vinculada a la sacralidad y es una cierta sensibilidad, por no decir sensualidad. Hegel dice que La Virgen y el Niño [Vierge à l’Enfant] es el centro de la pintura. Philippe Lacoue-Labarthe estaba de acuerdo y decía que al menos el catolicismo tenía el gran mérito de tener una diosa mujer erótica. Ciertamente, detrás de todo eso hay algo como un sentido de lo sensible.
Esprit: ¿Pero cómo asociar la filosofía del tocar con el rechazo de la carne, pues usted opone el cuerpo y la carne?
J-LN: La carne, precisamente, es únicamente nominal. La palabra “carne” es demasiado cristiana. Los fenomenólogos franceses tomaron la palabra porque Husserl la empleaba. Para Husserl, Leib no tenía la resonancia que “chair” tiene en francés. Para mí, aceptar esa palabra de carne supone más bien remontarse al hebreo: cualquier carne es como la hierba. Ese es el pensamiento de la carne: el pensamiento de la creatura. Pero hay que remontar todo el sistema de la creación…
Por otro lado, prefiero “cuerpo”, porque “cuerpo” tiene algo de individualizante, de discontinuo, mientras que la carne es continua. Todas las cosas son cuerpos. Pero hay una cosa que no es cuerpo y sin la cual el cuerpo no es tal, y es la relación. Creo que es ahí por donde pasa también la evaluación del valor.
Ahora bien, si hay algo que me parece capital, es que todo nuestro modo de pensar descansa inevitablemente en una especie de primado del “uno”. Incluso cualquier temática del otro supone el uno. Hubiera querido decir que primero está la relación. Lo cual significa, en el sentido casi cosmogónico, que es necesaria una tensión para tener dos partículas. Existe, pues, una relación. Y esa relación no es una cosa. Los escolásticos lo vieron claramente cuando calificaron la relación de forma débil del ser. Es ahí que se produce el sentido.
A propósito de la producción de sentido, se está produciendo una profunda transformación en las representaciones que la ciencia tiene de sí misma. La ciencia está tratando de mostrarse a sí misma que fabrica ficciones[16]. Es desde el interior de la ciencia que se producirá un desfase en relación con nuestro modelo de aprehensión de la realidad, aunque esté mediado por el kantismo de la construcción del objeto. Ese kantismo es importante, porque si se construye el objeto, cuanto más complejo y sutil sea, y por lo tanto construido, tanto más conciencia tenemos de él, y se hace menos posible volver al naturalismo.
Esprit: ¿Qué impide entonces que la ciencia devenga una nueva mitología?
J-LN: No anticipemos el próximo desastre… Supongamos que en cierto momento quedará claro que no estamos a la espera de la ecuación del universo. Las transformaciones más intelectuales, las más teóricas que existen, impregnan, incluso de manera lenta, la vida común. En la época de Descartes, casi nadie podía comprender lo que significaba ser “como amo y poseedor de la naturaleza”; actualmente, mucha gente lo comprende, incluso muchos lo lamentan. Tampoco podemos prever cómo se efectúan los desplazamientos. Esa es la dificultad más grande a la que nos hemos enfrentado: nuestra civilización es tal vez la primera que entra en una mutación sabiéndolo, además de saber que no hay nada que saber acerca del porvenir. Derrida poseía un fino sentido de todo ello. El futuro es un presente proyectado en el futuro, mientras que el porvenir [avenir] está por-venir [à-venir] y por lo tanto hay que dejarlo advenir. Hay un momento en que eso pasa, en que eso pasa a través de alguien.
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Me gustaría agradecer a los tres representantes de Esprit sus preguntas y a Alice Béja su cuidadosa transcripción. Las insuficiencias, lagunas y cabos sueltos con los que quedan esmaltadas estas observaciones son el efecto de un habla demasiado suelta... (Jean-Luc Nancy)
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Notas
[1] J.-L. Nancy, Le Sens du monde, op. cit.
[2] Véase Aldo Schiavone, Ius. L'invention du droit en Occident, París, Belin, 2009.
[3] Véase Jan Assmann, Moïse l'Égyptien, París, Flammarion, 2003.
[4] Friedrich Nietzsche, Antéchrist, suivi de Ecce Homo, París, Gallimard, 1990.
[5] Paul Veyne, Quand notre monde est devenu chrétien, París, Le livre de poche, 2010.
[6] Jean-Marie Domenach, Le retour du tragique, París, Le Seuil, 1967.
[7] Maurice Blanchot, La communauté inavouable, París, Minuit, 1996.
[8] Reeditado en forma de libro, M. Blanchot, Les Intellectuels en question. Ébauche d'une réflexion, París, Farrago, 2001.
[9] Véase J.-L. Nancy, "Le neutre, la neutralisation du neutre", Cahiers Maurice Blanchot, 2011, no. 1.
[10] La Communauté désoeuvrée, op. cit.
[11] Uri Eisenzweig, Naissance littéraire du fascisme, París, Le Seuil, 2013. Véase la reseña de Alice Béja en ese número, p. 229.
[12] Véase Jacques Derrida, De l'esprit. Heidegger et la question, París, Galilée, 1987; reeditado con el título Heidegger et la question. De l'esprit et autres essais, en 2010.
[13] Véase Michel de Certeau, La fable mystique, París, Gallimard, t. 2, 2013.
[14] J.-L. Nancy, Noli me tangere. Essai sur la levée du corps, Montrouge, Bayard, 2003 (reeditado en 2013).
[15] Jacques Derrida, Le toucher. Jean-Luc Nancy, París, Galilée, 1998.
[16] J.-L. Nancy y Aurélien Barrau, Dans quel monde vivons-nous ?, París, Galilée, 2011.