Sitio pobre en construcción permanente
ACTOS Y LETRAS
En línea desde el 11 de abril de 2016
Patrias. Actos y Letras is a digital imprint of Communis
Año VI / Vol. 24 / enero a marzo de 2022
Revolución sí, cualquier otra cosa no
Esta entrevista tuvo su origen en un mensaje de correo electrónico que el periodista cubano Abraham Jiménez Enoa, Director de la revista independiente de periodismo narrativo El Estornudo (www.revistaelestornudo.com), me envió el pasado 6 de septiembre de 2017. En su mensaje, Abraham me preguntaba si podría responder a algunas preguntas para un reportaje que se proponía escribir sobre la repatriación a partir del testimonio de varios repatriados. Recuerdo no haberle preguntado a Abraham ni para qué medio me entrevistaría ni quiénes eran o serían sus otros interlocutores. Le respondí que sí, además de por el interés intrínseco del asunto, porque sospechaba que la mía iba a ser una voz tan discordante y sola como necesaria—“minoritaria”, en este caso, sería no solo un eufemismo, sino, peor, una ilusión demasiado sesgada en beneficio propio.
Conocí a Abraham Jiménez una noche de jueves de octubre, ya extraviada, de 2016, en que, como todavía me ocurre, entre desorientado y curioso, alguien me llevó a la para mí demasiado sudorosa Peña del Diablo Tun Tun que en la Casa de la Música de Miramar anima y protagoniza el trovador (¿de nuevo tipo?) Ray Fernández. De esa noche de verano tardío apenas recuerdo tres cosas, lo cual va dejando de ser poco: 1) que Ray Fernández, con sus canciones e interpretaciones—imposible para mí distinguir entre lo suyo y lo prestado, salvo en los ejemplos abrumadoramente obvios—, sus gestos y sus palabras, y sobre todo su diálogo e interacción con los asistentes, era ya otra Cuba a la que yo no pertenecía ni por nostalgia (nunca había escuchado su nombre ni podía explicarme cómo de lo que yo recordaba se había ido a parar a esto que ahora apenas podía descifrar, en sus antecedentes e intenciones, su contexto y su sentido), esa Cuba tan propia, en cualquier época y lugar, de quienes se vanaglorian, con juvenil decadencia, de rozar la verdad, como si importara menos entrar en ella, verle la cara, decir su nombre, superarla, que disfrazarla de insinuaciones, travestir los bordes en centro, los efectos en causas; 2) que en la molotera alguien me sacó el iPhone que tan despreocupada, extranjeramente llevaba yo en un bolsillo trasero; 3) que alguien, seguramente Paula Canal, me presentó a Abraham, con quien de entrada me resultó cómodo hablar, pues no andaba haciendo ningún esfuerzo por congraciarse o caer bien—sus ojos te observan con una neutralidad curiosa y amable—, y con quien entonces intercambié mis primeras palabras y a quien ya, esa primera vez, le dije que me interesaría entrevistarlo para Patrias. Actos y Letras sobre El Estornudo. El entrevistado terminé siendo yo.
Primer encuentro aquel, breve, al que siguieron, hasta el mensaje de correo electrónico antes citado, otros igualmente breves y fugaces, casuales, sin que la conversación, iniciada por mí algo intempestivamente —¿quién se querría repatriar en cámara lenta, después de 22 años y a un país que ya se te fue, que se te sigue yendo vertiginosamente, que te quieren quitar quienes están dispuestos a pagar cualquier precio para convertirlo en cualquier otra cosa?— aquella noche de octubre del 16, ni continuara ni progresara en ninguna dirección previsible.
Hasta que una mañana de finales de noviembre de 2017 me senté con Abraham, a solas, en la terraza del Café D La Esquina, en Paseo y Quinta, en La Habana. Entonces Abraham me dijo que mis respuestas desbordaban (excedían) el tenor y el alcance del reportaje que estaba escribiendo y que poco o nada tenían que ver con las experiencias y expectativas de los otros entrevistados, jugadores todos, como ahora puede verse, al sálvese quien pueda, o, de otro modo, a la vida como es. Lo cual, claro está, no era un reproche de Abraham, sino un acto, suyo, de ejemplar objetividad y hasta deferencia. Quedamos en que el texto íntegro de la entrevista se publicaría en Patrias. Actos y Letras una vez que se publicara su reportaje. La publicación de “Los repatriados de Cuba: por qué miles de emigrantes están volviendo a la isla”, el reportaje de Abraham Jiménez, hoy, en El Estornudo y BBC Mundo, confirma tanto las reservas de Abraham con respecto a la inclusión de mi “caso” y mis respuestas en su reportaje, como la necesidad o conveniencia, o, esperemos, la utilidad pública, de publicar íntegramente mis respuestas a las preguntas de Abraham como parte de la intermitente conversación que sostuvimos él y yo entre septiembre y noviembre de 2017. Abraham cumplió con su parte del acuerdo. Cumplo yo ahora con la mía.
Coda: Al capitalismo no se puede “jugar” impunemente. Basta participar de ese juego, el más totalitario de todos, por muy hábil que uno se crea para torcer o aprovechar sus reglas con fines presuntamente contrarios a los medios en liza, para que las propias reglas del juego corrompan cualquiera de sus posibles resultados. Jugar al capitalismo y esperar salir con la raíz y el horizonte ilesos es como meter las manos en el fango y esperar sacarlas limpias. Socialismo sí. Revolución sí. En Cuba no ha habido ni podrá haber uno sin la otra, otra sin el uno. Como no podrá haber Cuba sin el uno ni la otra. Revolución sí. Revolución. (Rolando Prats)
Otra revolución más grande que quienes la hagan, que la que ya hizo Rolando Prats con Abraham Jiménez Enoa
Abraham Jiménez: ¿Fue más difícil irse o regresar?
Rolando Prats: El 23 de mayo de 1994 salí por segunda y última vez de Cuba, vía Brasilia y de ahí a Miami—en ambos lugares participé en eventos institucionales a los que se me había invitado—, con la vista puesta en una beca de estudios que se me había concedido en Francia. Volví por primera vez a La Habana 22 años después, el 25 de abril de 2016. Quise volver, de visita, muchísimo antes, a finales de los 90, una vez resuelto el limbo migratorio al que me habían llevado dos deseos entonces irreconciliables, seguir estudiando en París sin comprometer mi condición de ciudadano cubano con residencia permanente en Cuba, pero se me negó la visa de entrada en el país, todavía entonces necesaria. Fue entonces que, de alguna manera, empecé a irme, derrotado, de Cuba, a re-ordenar mis prioridades, a re-inventarme, a reconocer y aceptar otro destino y hasta otra lengua. Por necesidad más que por elección. Hubo momentos en que, durante esos largos años, pasaban meses sin que yo leyera o alguien me diera una noticia sobre Cuba, donde por demás también me encontraba yo en una suerte de limbo político, laboral, institucional y social aquel día de mayo del 94 en que tomé un taxi para el aeropuerto sin mayor claridad o certeza que la de que regresaría a Cuba en un año, una vez terminados mis estudios en París. En todo caso, o en este caso, irse de Cuba es una frase engañosa e inexacta—pues cómo irse de un lugar que llevas dentro, a cuestas, como una maldición o una bendición o una nostalgia insoluble o una promesa incumplida. Nostalgia y promesa de lo que se fue o se creyó que se era o iba a ser en su país, aquel país que Cuba era, políticamente, imaginariamente, más que del propio país en tanto realidad física, cultural y humana presuntamente intemporal—tal país eterno, por lo demás, no existe. Cómo irse de un lugar que de algún modo también eres, pues Cuba, esta Cuba, es lo que es y como lo es por cada uno de nosotros y, por lo tanto, también por mí. Ese irse o, más bien, ese ausentarse, ese quedarse por ahí dando vueltas, no fue ni una decisión puntual ni un proceso lineal ni una elección premeditada, ni tampoco fue un devenir exento de angustias, de sentimientos de culpa por la deserción, la traición, el incumplimiento que irme de Cuba para mí entrañaba y que me acompañarán hasta la muerte. Ese darse cuenta de haberse quedado por demasiado tiempo fuera de casa y haber perdido las llaves fue un proceso largo y en zigzag, cuya cadena de decisiones respondió a accidentes e imprevistos y a necesidades y urgencias prácticas del momento: concluir estos estudios de maestría, vivir con esa mujer de la que estaba enamorado, aprovechar aquellas oportunidades, institucionales o por mi propia cuenta, y que tal vez no volverían a presentárseme, de dedicarme a lo que siempre más me ha interesado: la indagación y la re-escritura, continuándolo y renovándolo desde sí, de un espíritu y un legado, el nuestro, incluso en otras lenguas, más que a ningún plan, y mucho menos a ningún deseo largamente sedimentado de irme, en su sentido lato, de Cuba. Se va de Cuba quien lo hace deseando no volver jamás. Y son casi siempre esos que desean irse a toda costa quienes terminan en el gueto en que cohabitan, promiscuamente, resentimiento y provincianismo. Regresar, el acto de regresar, al menos por primera vez en 22 años, no fue difícil, por ansiado y, por razones obvias, por planificado con cierta antelación, aunque también fue un impulso preñado de temores y dudas.
AJ: ¿Cómo transcurrió entonces ese ausentarse sin irse, ese quedarse por ahí dando vueltas?
RP: Mis referencias más inmediatas de lo que entretanto había pasado y seguía pasando en Cuba eran amigos cubanos de La Habana, Nueva York o México, París o Barcelona, que iban y venían y me hablaban de un estado no ya solo de deterioro material y moral, sino también de agotamiento de toda posibilidad de renovación del proyecto. Una catástrofe, un estado de cosas irreversible, terminal. Me hablaban casi con la malsana fruición de quienes veían en mi posible, y tan pospuesto, regreso a Cuba una oportunidad de ver validados, también en mí y en la para ellos previsible reacción de espanto que yo tendría ante aquel desastre, sus opiniones y puntos de vista, contrarios o abiertamente hostiles a los míos, y hacerme pagar con decepción y amargura (quién sabe si hasta con vergüenza) mis inaceptables, inconcebibles ilusiones. Los que están “de regreso ya de todo”, o se lo creen, los decepcionados profesionales, ni conciben ni soportan la posibilidad de que alguien esté en camino todavía. No solo los ofende, o en realidad no los ofende: les preocupa, porque los conmina a dudar, siquiera en su propio fuero, de su nueva profesión de fe, casi siempre tan vociferante y tan drástica: exorcismo más que maduración. Temía regresar a un país que, como lo vivo y añoro y necesito para poder rescatar, resucitar, esa idea o sentido bajtinianos de unicidad y cumplimiento, existiera solo en dos lugares: mi memoria y la memoria del país. Como en realidad solo existe: en mi memoria y su memoria, la memoria histórica del país, y ni siquiera del país real, sino del imaginado por sus mejores espíritus, no en realidades físicas o culturales o humanas que me son, y de algún modo, siempre me han sido naturales y propias y al mismo tiempo ajenas, impermeables, pues tengo una relación agónicamente incómoda, refractaria, incluso externa, como de extranjero de nacimiento, con una amplia zona de lo que habitualmente se considera cultura popular cubana, o lo popular cubano, cultura o idiosincrasia que en buena parte no es sino sublimación de precarios mecanismos, o rituales, de resistencia, sí, pero sobre todo de adaptación (con todo lo que de re-legitimación y reificación ello entraña) a la explotación y el subdesarrollo, o mero mimetismo servil y mojigato, no de emancipación, ni siquiera de superación de ese subdesarrollo, esa pequeñez tan tenaz que nos corroe el alma. Poco, y con mayor frecuencia nada, de esa cultura popular, al menos como se entiende en su sentido más chato, pedestre, y hoy cada vez más comercial con fines de su consumo por los turistas (y turista es no solo quien va y se pasa una semana en Varadero o en algún cayo y apenas ve otra cosa; turista es también quien va a Cuba, bajo cualquier programa, y no hace otra cosa que confirmar sus prejuicios y clichés sobre Cuba como una especie de desastre alegre, de fiesta semi-orgiástica entre las ruinas), poco, y cada vez menos, de esa cultura popular en la que tanto cultura como pueblo tienen cada vez más de injerto o poda que de raíz viva me seduce o acompaña o me imanta de manera fatal, irresistible, congénita. Nada. Ni la música ni el baile ni la cocina ni el presunto sentido del humor que tanto se le celebra, y se celebra a sí mismo, ni la dicción y menos todavía esa vulgaridad escatológica¸ que pasa por humor o gracia, tan consustancial a un segmento demasiado amplio de nuestro ser nacional para considerarlo marginal. En ese sentido, regresar ha sido más difícil, mucho más difícil y traumático, pues, mientras estuve ausente, Cuba, mi Cuba, permaneció ausente también ella, ella misma—imaginaria ya de tan imaginada— de sí misma, o de esta otra Cuba, y ahora que he vuelto, siento que la que se ha ido, la que se me ha ido ha sido Cuba. O por lo menos la Cuba que imaginó José Martí: libre pero no libertina, criolla pero ecuménica, fervorosa pero laica, ni dogmática ni supersticiosa, democrática pero equilibrada—palabra clave del ideario de José Martí, quien murió creyendo que con la independencia de una isla en el Caribe, porción tan relativamente pequeña de geografía, espíritu e historia que para él tenía tanto derechos como deberes de humanidad, se podría asegurar, nada más y nada menos, que el equilibrio del mundo—, justa pero no menesterosa, excepcional pero universal. Y también yo tengo, por infinitesimal que sea, parte de responsabilidad en ello.
AJ: ¿Por qué entonces regresar?
RP: Cuando la funcionaria de inmigración que abrió mi expediente de repatriación en mayo de 2016 me preguntó por qué me quería repatriar, respondí, sin que en ese momento se me ocurriera que podría estar siendo grandilocuente, que lo hacía por el deseo y la necesidad de reincorporarme plenamente a la vida del país, lo cual, ahora mismo, se me antoja a la vez empresa casi imposible y quijotesca, megalómana. La vida del país se me aparece ahora como algo tan fragmentado, tan paradójico y desarticulado, tan opaco que, para poder participar activamente en ella con el objetivo, que es el único que me anima, de contribuir, por muy poco que sea (ya tengo cierta edad y mi capital político y social, intelectual y simbólico, por no hablar del financiero—y ni siquiera sé si cabe hablar en términos financieros en este caso—, es tan escuálido que sería pretencioso querer (re)construir nada a partir de él) a la renovación en la continuidad del proyecto revolucionario, no de cualquier proyecto revolucionario, sino del de esta revolución, la del primero de enero de mil novecientos cincuenta y nueve, la de la Generación del Centenario y las generaciones revolucionarias que se sucedieron, que las hubo, y estas, todavía si no con la legitimidad, el prestigio y la capacidad de convocatoria y movilización incuestionables que alguna vez tuvo la generación del Moncada, y por mucho tiempo, sí al menos en el poder—poder que, de perderse, no se recuperará jamás, y perderlo, dejárselo quitar, sería un crimen de lesa excepcionalidad; para yo poder empezar a participar en esa vida con ese objetivo tendría que empezar por vivirla y tratar entonces de aceptarla y comprenderla primero, de interpretarla o juzgarla después, de influir en ella siquiera participando de la configuración de espacios, prácticas y discursos estratégicamente coherentes y alineados con ese proyecto revolucionario, o todo eso, como ocurre en las vidas reales, desordenada y simultáneamente, ya con derechos, literales y figurados, de ciudadanía. Para eso se creó, por ejemplo, Patrias. Actos y Letras (patrias-actosyletras.com), para contribuir, por muy pequeña o marginal que sea esa contribución, a seguir actualizando ese legado, esa posibilidad. Cuba me interesa solo desde esa perspectiva, en esa dimensión, con ese objetivo. Políticamente. Revolucionariamente. Utópicamente.
AJ: Es decir, Cuba te interesa menos por ser tu país de origen o el país que realmente es, aquí y ahora, que por ser ese país que todavía puedes imaginar desde esa perspectiva utópica de la que hablas.
RP: No me interesa vivir en Cuba por el mero placer de volver a vivir en lo familiar y lo conocido, y en lo que te reconoce como propio, aun con reservas. En mi caso tal placer, al menos en un plano puramente hedónico o existencial, ni me seduce ni me visita. Al menos no en esta Cuba, tan afanada en el ejercicio de la supervivencia por cuenta propia y de restauración del pasado capitalista, bajo diversas figuras: desde la revalidación, parcial, pero transparente, de figuras o aspectos o prácticas olvidados o preteridos o suprimidos supuestamente de manera injusta, o ilegítima, hasta la absolución y la reinstalación vergonzantes de ese pasado y de sus símbolos (que es lo que creo que está sucediendo; por ejemplo, con la restauración del Capitolio y su reconversión en sede institucional del Parlamento cubano) ante el fracaso del presente insostenible en que terminó convirtiéndose el futuro. Esta otra Cuba, estos otros cubanos, tan fascinados ahora con la propiedad privada (con lo privado) y el dinero. Restauración del pasado (incluso bajo la figura de la modernización) que al parecer para muchos es la única alternativa no solo deseable sino también posible. No me interesa vivir en esa Cuba solo por sentimentalismo o apego a ciertas costumbres, ciertos hábitos, ciertas familiaridades. Como nunca me interesó hacer carrera fuera de Cuba, en la academia o los medios o en ningún otro lugar, haciendo dejación, ni siquiera en privado, de mis principios y afiliaciones y opiniones políticas, tan poco de moda en estos tiempos. Siempre fui comunista, aun en mis momentos de mayor desacuerdo y frustración, de mayor crispación y desesperanza, y de mayor distanciamiento y extrañamiento afectivo con respecto a la práctica gubernamental de la Revolución, y lo sigo siendo. Nunca milité ni en la Juventud ni en el Partido, entre otras cosas porque nunca nadie se me acercó a proponérmelo y porque era obvio que quienes habrían podido hacerlo me consideraban demasiado desviado para ello. Sé que se sobran quienes consideran semejante posición o perspectiva un disparate, si no una ignominia, sobre todo entre la mayoría de quienes fueron mis compañeros en Cuba y, luego, fuera de Cuba, hasta que esas comunidades terminaron desintegrándose bajo el peso de sus contradicciones insolubles, pues a fin de cuentas no hay para mí amistad sincera o sostenible, no puede haberla, donde primero, y después, y al final, no hay también y sobre todo complicidades políticas. Y es que para mí la supervivencia de la Revolución y de su proyecto es asunto de vida o muerte, si hasta ahora no literalmente, en lo físico, si en lo ético, sí en lo que da sentido y lo sostiene. Veo con náusea, pero cada vez con menos tristeza y mayor libertad (como dice un buen amigo mío, a medio camino entre ese patriotismo menos consciente y volitivo que natural, y ese anticomunismo inercial de quienes se cansan de pensar cuando las cosas se ponen duras: la verdad es siempre una buena noticia), veo cada vez con más distancia y desafección a tantos ex compañeros de viaje o de ruta, muchos de ellos también viejos amigos, tan dispuestos a pasar la página, a pasar a otra cosa, a cualquier otra cosa, con tal de seguir viviendo y sobre todo medrando, a cualquier precio, como tantos durante tantos años hicieron con la revolución que hoy tanto detestan y han declarado muerta desde hace tanto tiempo. Lo único de Cuba que me interesa es la Revolución, esta revolución, no otra, en su posibilidad de renovación y profundización, incluso de radicalización—aunque la dirección tenga que ser otra porque son otros, y muy diferentes, los actores y sus circunstancias, las posibilidades y las expectativas, y no solo en Cuba; también el mundo se ha empequeñecido, desutopizado— en la continuidad de su proyecto de creación de la propia Cuba, pues Cuba, sin la Revolución, sin esta revolución, que para mí es suma y promesa, realización concreta y posibilidad infinita, Cuba volvería a ser un país sin destino propio, sin voluntad propia, una mera república mimética y, de nuevo, al mismo tiempo pasmada y podrida, como lo fue su República y como lo es hoy esa especie de restauración tentativa y a media voz que está teniendo lugar entre liturgias agotadas y herejías ineptas, incoherentes, otro país geopolíticamente prescindible, de corrupción y choteo. Sin la Revolución, Cuba a mí se me convertiría en otro país extranjero. Para salvar la posibilidad, o crearla, de ser uno de los que, de un modo u otro, en una medida u otra, pudiese impedir eso —y la Revolución, o lo que quede de ella, y de su proyecto, están hoy en su momento más vulnerable por haber perdido la batalla, o esa es la impresión que constantemente tengo en Cuba, en el alma de las nuevas mayorías—, para eso, y por eso, regresé y decidí repatriarme (realidad jurídica consumada a finales del 16).
AJ: ¿Cómo has vivido hasta ahora tu repatriación?
RP: Hasta ahora el saldo personal ha sido devastador: al menos entre quienes conocía de antes y se quedaron en Cuba, por fatalidad (los más) o por elección (los menos), por no hablar de los más jóvenes que he conocido desde que regresé por primera vez en abril del 16, la regla parece ser, por un lado, la fatiga, el descentramiento, la desmovilización, el cinismo, y, lo que es peor, la mediocrización de los horizontes y las referencias, y por el otro, una suerte de hiperquinesia de francotirador en busca de blancos, de expectativas desenfocadas—lo mismo apocadamente bajas que presumidamente excesivas— y una suerte de amnesia auto-inducida, como si nunca hubiesen tenido otra vida en Cuba, otras seguridades, otras prioridades, otras expectativas, como si todos fuesen víctimas de todo y responsables de nada. La Cuba imaginada por José Martí, y que, pésele a quien le pese, y les pesa a muchos, solo ha encarnado en la práctica liberadora y ecuménica de la Revolución cubana, se ve cada vez más relegada por esa mentalidad de barracón en la que no pocos encuentran su única Cuba. Sospecho, y espero, que siga existiendo, malherida pero orgullosa y dispuesta a dar la pelea, esa Cuba imaginada (y que, como nunca antes, se acercó a su posibilidad y su propia imagen tras la revolución de 1959), pero el propio hecho de que sea cada vez menos visible es ya una (mala) señal de los tiempos.
AJ: ¿Cómo es la vida fuera de Cuba?
RP: Se trata de una pregunta tan general que puede responderse de dos maneras: desde una perspectiva igual de abarcadora o desde la experiencia personal. Trataré de situarme entre ambas. La experiencia esencial de lo humano en las sociedades capitalistas, y en el mundo de hoy todas, en un grado u otro, ya lo son o están en camino de [volver a] serlo, sigue siendo la alienación del individuo de su propia totalidad, es decir, la cosificación de su ser en el tener. Esto sigue siendo universalmente válido lo mismo para la Inglaterra del XVIII que para la Suecia del XXI, y hablo de Suecia porque es el ejemplo típico, tan manido y raído ya que hay algo de ridículo en tomarse nada de eso tan en serio, siquiera como hipótesis de trabajo, de quienes todavía imaginan o esperan que el capitalismo se reforme, pacífica, voluntaria y racionalmente a sí mismo hasta desaparecer o diluirse, cambiar de esencia, superarse a sí mismo, en una sociedad al mismo tiempo libre, próspera, cada vez más eficiente, justa, humana y pacífica. Como si no fuese, a estas alturas, obvio que el capitalismo ha demostrado una enorme capacidad para reformarse a sí mismo, y seguir comprando tiempo—pero sobre todo comprando conciencia—, sin convertirse en otra cosa. O al menos en ninguna otra cosa en la que el capital no siga siendo dueño del trabajo, en la que quien te pague, siempre menos que el valor de lo que realmente produces, no siga teniendo la última palabra sobre la propia viabilidad de tu existencia. Alienación a estas alturas tan bien estructurada y tan funcional, tan bien vestida (y vendida) y tan maquillada y tan empíricamente convincente—los que tienen, mucho o algo, incluso poco, viven mejor, al menos en términos de consumo, ya prácticamente en cualquier otra parte del primer y segundo mundos que en Cuba, por muy precario que sea todo estado de solvencia y seguridad directamente proporcional a los ingresos o la fortuna, siempre provisionales, de que se disponga— que se ha vuelto aceptable e invisible y, a estas alturas, me atrevería a decir invencible. Para cada necesidad, o para cada necesidad inventada con fines de lucro, una respuesta rápida, variablemente asequible y satisfactoria; para cada ilusión, incluida la ilusión de autonomía y autenticidad, un anuncio publicitario sobre la posibilidad, al alcance de tu mano, es decir, de tu bolsillo, de convertir en realidad tus sueños, cuanto más privados y estrictamente individuales—sin el menor asomo ni insinuación de que otro sistema, otro modo de vida, otra vida, otra forma de vivir, otra civilización, es posible—, tanto mejor. En el reino de la oferta y la demanda todo parece natural, y como el mercado, en tanto mecanismo universal de funcionamiento más eficaz de todas las cosas, en apariencia a prueba de crisis terminal, lo penetra todo, de la educación a las artes (cada vez menos distinguibles—en su insaciable deseo de expandir su audiencia y aumentar sus ganancias—del mero entretenimiento), del deporte o la cultura física a la alimentación o la sexualidad, de la política electoral y la administración pública a la religión institucionalizada y las prácticas de auto-ayuda, de la medicina a la guerra, cualquier alternativa, cualquier propuesta de alternativa a esa vida total y absolutamente regida (y empobrecida) por la ley de la oferta y la demanda se desestima y descarta de antemano como sinsentido ingenuo o criminal. La victoria del sistema ha sido abrumadora, aplastante, tal vez definitiva, y lo ha logrado ocultando, cada vez más sutil y seductoramente, la violencia de los fines (la sumisión total del individuo a la necesidad no solo de querer sino de necesitar cada vez más) tras la tersura y el encanto de los medios para consumarlos. La alternativa a todo eso, como pretenden quienes se hacen los tontos al acusar de tontos a quienes no quieren aceptar como natural lo que de hecho es inhumanidad y artificio, no es por supuesto la pobreza en la justicia (aunque haya siempre más dignidad en la pobreza justa que en la riqueza injusta e innecesaria), sino un orden social que alcance o haga posible lo que hasta ahora no ha logrado ninguno: crear al unísono riqueza y justicia, libertad y solidaridad, realidad y sentido. Sentido, no meramente deseo. Y ninguna sociedad hoy en el mundo, rica o pobre, avanzada o atrasada, produce suficiente sentido para contrarrestar el malestar cada vez mayor de esta existencia cada vez más cómoda para cada vez un mayor número de personas pero inquietantemente vacía. La familia podrá seguir siendo la unidad básica—y en el capitalismo la familia es la primera pequeña empresa privada—, pero jamás podrá ser el horizonte final que te impulse, gozosamente, hacia lo desconocido.
AJ: ¿Qué diferencia y qué semejanza hay entre la Cuba que dejaste y la de hoy?
RP: Hablemos de las diferencias. Pues las semejanzas o son obvias—Cuba sigue siendo un país estructural, porfiadamente subdesarrollado, y si los sueños de ayer, de industrialización, modernización de la agricultura y diversificación de las exportaciones, se frustraron, las realidades y el realismo de hoy (realismo es casi siempre eufemismo por empequeñecimiento, si no derrota) tampoco nos permitirán ver más allá de nuestras propias narices— o me parecen menores o secundarias. En 1994, en pleno Período Especial, cuando sin saberlo ni proponérmelo emprendí un viaje del que no volví sino 22 años después, todavía existía en Cuba la posibilidad de que el país saliera de aquella, su más devastadora crisis, más independiente y dueño de sus propias posibilidades y de su propia imaginación (de su imaginario político) que nunca. Todavía la Revolución era el referente universal de toda posición, toda conducta, toda perspectiva, todo pronunciamiento, a favor o en contra. Todavía el liderazgo del país podía convocar, desde la historia y la imagen de los destinos proclamados, pero también desde sus obras, a quienes perdía o había perdido de otro modo, y volvía a recuperar, en la precaria y confusa cotidianidad de las cosas. Todavía había miedo porque todavía las palabras y los actos, y hasta los gestos, podían tener un peso que inclinara la balanza de un lado o de otro, siquiera en la imaginación de gobernantes y gobernados. Todavía el Estado tenía una presencia y una autoridad y un aura en todos los ámbitos, todos los discursos, todas las prácticas. Todavía no se había roto no solo el contrato sino ni siquiera el cordón emocional entre la sociedad y el Estado. Legitimidad y consenso mayoritario se presuponían y reciprocaban. Todavía existía una intelectualidad que aspiraba a algo más que publicaciones, exposiciones, premios, becas, viajes al extranjero, ambigüedades lucrativas o convenientes, visibilidad, que no hablaba de sí misma y de sus prácticas, individuales o colectivas, como si la Revolución no hubiese existido, y qué revolución y contra qué demonios (empezando por los del propio ser nacional y la humillante herencia de una independencia pasmada, una república bufa y una insolencia provinciana que apenas logra(ba) resarcir el complejo de inferioridad ante los nuevos amos) y en qué imposibles circunstancias, como si Cuba fuese ya hoy Puerto Rico o Haití o, en el mejor de los casos, República Dominicana: un país no solo pobre y subdesarrollado, sino inviable, tanto política como económicamente, sin el aval y el apoyo de los Estados Unidos, como si Cuba fuese otro país más, en el que se ha sucedido un gobierno corrupto o ineficaz tras otro, en que el poder, como una suerte de maldición, ha seguido y seguirá corrompiendo a los afortunados u oportunistas que de él se amparan. Como si en Cuba no hubiese habido un antes y un después. O, lo que es peor y lo que es el colmo del cinismo y la deshonestidad intelectual, como si aquellas causas (y la Madre de Todas las Causas, en Cuba, ha sido desde hace más de dos siglos, nuestra nefasta vecindad con los Estados Unidos) no hubiesen traído estos efectos. Hoy, al menos desde fuera y a primera vista—pues mi repatriación sigue siendo una experiencia en extremo marginal y periférica, un estéril ejercicio de insistencia en lo inasible—, el miedo, aquel miedo todavía productor de sentido, ha dado paso a la fragmentación y la atomización de lo social en prácticas y discursos de un ramplón espíritu de restauración del pasado que regresa, no como fantasma o cadáver resucitado, sino como figura, banal pero seductora, de lo eterno humano.
AJ: ¿Qué salida ves entonces para Cuba?
RP: Cuba, esta Cuba, si no quiere perderse en este azaroso juego de restauraciones y reciclajes —y personalmente no soy nada optimista al respecto—, de empequeñecimiento voluntario (como en las permutas de aquellos tiempos en que alguien, casi siempre una persona mayor, alguna viuda o los padres de hijos que ya se habían enrumbado por su propio camino, ponía un anuncio diciendo que se quería reducir), de regreso, o desvío, a una república de generales y promotores (ni siquiera de doctores), tendrá que hacer de nuevo no solo una revolución más grande que quienes la hagan, sino incluso más grande que la que ya hizo. Desde la revolución que ya hizo y con ella. Por ella. En tanto Cuba y su Revolución, la de hace más de cien años, son ya la misma cosa.