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ACTOS Y LETRAS
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Patrias. Actos y Letras is a digital imprint of Communis
Año VI / Vol. 24 / enero a marzo de 2022
Del cuerpo a la comunidad: presencia y mirada de Jean-Luc Nancy
30 de septiembre de 2021
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Como parte de la serie de homenajes que Patrias. Actos y Letras ha venido rindiendo en varias de sus secciones a Jean-Luc Nancy, tras la muerte del filósofo el pasado 23 de agosto, se publica hoy en Entre líneas una selección compuesta por los artículos “El corazón intruso de Jean-Luc Nancy”, de Pedro B. Rey (La Nación, 2 de septiembre de 2021); “Jean-Luc Nancy, Abbas Kiarostami y Claire Denis”, de David Hudson (The Daily, The Criterion Collection, 25 de agosto de 2021), "Lo que pasaba bajo el sombrero de Jean-Luc Nancy", de Matías Serra Bradford (Clarín / Revista Ñ, 4 de septiembre de 2021) y “Ser uno con Jean-Luc Nancy”, de Valentin Husson (Zone critique, 20 de septiembre de 2021), así como por la traducción revisada de la sección "Exposición" [Expeausition] de Corpus, de Jean-Luc Nancy. La traducción de textos y citas en los textos traducidos y las notas son de Rolando Prats.
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El corazón intruso de Jean-Luc Nancy Pedro B. Rey
(Publicado originalmente en la edición en línea del diario argentino La Nación, el 2 de septiembre de 2021.)
Su interés por el cuerpo se profundizó por una razón personal. Nancy vivió los últimos treinta años con un corazón transplantado (fue el primero en ser sometido a esa intervención en Francia) y pasó por las difíciles consecuencias materiales y simbólicas de esa operación. “Mi corazón tiene veinte años menos que yo, y el resto de mi cuerpo tiene una docena (al menos) más que yo. De este modo, rejuvenecido y envejecido a la vez, ya no tengo edad propia y no tengo propiamente edad.”
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“¡Cómo me hizo trabajar!”, me dijo Jean-Luc Nancy hace varios años, después de responder lo último que me había quedado en el tintero. El intercambio había sido extenso, pero, salvo la jocosa impaciencia del final, el filósofo francés nunca dejó de responder con rapidez y bonhomía las preguntas que le mandaba a distancia de correo electrónico.
Por entonces acababa de publicarse entre nosotros El absoluto literario, su decisivo libro de 1978 sobre las ideas del círculo de Jena y el romanticismo alemán. Lo había escrito en colaboración con otro pensador atípico, Philippe Lacoue-Labarthe. Con él había conformado un tándem filosófico tan simbiótico que sus propias familias llegaron a vivir unos años en comunidad. Como si buscara dar ejemplo de la apertura al mundo que pregonaba, apreciaba los trabajos en colaboración. La paciencia ante aquella entrevista extensa fue otra prueba de esa vocación generosa.
Nancy murió [el pasado 23 de agosto], mucho después de lo que él mismo auguraba, sin dejar casi tema por tocar: del “fin del sentido” al “decir del mundo”, del arte al Holocausto, de lo comunitario al universo sensorial. Las dificultades del último año y medio no lo arredraron: tuvo tiempo de salir al cruce de su amigo Giorgio Agamben por su interpretación de la pandemia (el italiano consideró al Covid otra gripe más) y de publicar un texto de ecos nietzscheanos, Un virus demasiado humano.
El tema capital del pensamiento de Nancy, de todos modos, fue el cuerpo. “No ocupa un lugar central: ocupa todo”, me dijo cuando le pregunté por su importancia. El tocar, Jean-Luc Nancy se llamó un volumen tardío de Jacques Derrida (un viejo amigo que, como Lacoue-Labarthe, se fue antes que él) dedicado al sentido del tacto, que el padre de la deconstrucción creyó detectar como marca clave de su obra.
El interés por el cuerpo se profundizó por una razón personal. Nancy vivió los últimos treinta años con un corazón transplantado (fue el primero en ser sometido a esa intervención en Francia) y pasó por las difíciles consecuencias materiales y simbólicas de esa operación.
En El intruso —un libro brevísimo, casi un cuaderno de notas que Claire Denis se las ingenió para llevar al cine—, se interrogó sobre esa supervivencia y los dilemas que proponía. Su corazón, le reveló un médico, estaba programado para vivir solo cincuenta años. Morir a esa edad en otras épocas no tenía nada de escandaloso, reflexiona Nancy, sorprendido de que el corazón ajeno, ese “intruso” que le permite seguir en este mundo, pudiera ser tanto el de una mujer negra, el de un hombre joven o el de “un vasco”. Lo que cura es sin embargo también lo que lo afecta y lo vuelve extranjero de sí mismo: “Mi corazón tiene veinte años menos que yo, y el resto de mi cuerpo tiene una docena (al menos) más que yo. De este modo, rejuvenecido y envejecido a la vez, ya no tengo edad propia y no tengo propiamente edad.” A esos dos tiempos contradictorios, se suma un tercero, el de “los sucesivos avances, estancamientos y retrocesos ligados a la condición inmuno-fármaco-fisio-patológica” del trasplantado ante el posible rechazo del sistema inmunitario y el consecuente tratamiento (que en su caso derivará en un linfoma).
En un post scriptum al librito, casi quince años después de la intervención realizada a comienzos de los años noventa, dejó constancia de cómo combatía la fragilidad: “A veces temo la usura de tantos años de quimioterapia y de un corazón que trabaja en condiciones delicadas; otras, el tiempo pasado me parece, por el contrario, una garantía de regulación y de una larga travesía.”
La larga travesía de Nancy, que es la que se impuso, logró una filosófica y productiva velocidad de crucero hasta apagarse a los 81 años por una insuficiencia respiratoria. Solo entonces “el intruso” que llevaba dentro, ese órgano ajeno que era también lo que restaba vivo de otra persona ausente, anónima y colaborativa, dejó de latir con él.
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Jean-Luc Nancy, Abbas Kiarostami y Claire Denis David Hudson
(Publicado originalmente en The Daily, The Criterion Collection, el 25 de agosto de 2021. Traducido y adaptado del inglés por Rolando Prats.)
En Towards a Feminist Cinematic Ethics: Claire Denis, Emmanuel Levinas y Jean-Luc Nancy (2016), Kristin Lené Hole escribió que en la obra de la cineasta y de los dos filósofos "nuestro sentido de autosuficiencia y discreción se ve interrumpido de todas las maneras posibles por nuestra relación con los demás y con el mundo". En ese mismo tenor, tanto Nancy como Levinas piensan radicalmente la afirmación de Heidegger de que el ser (Dasein) es originalmente ser-con (Mitsein). Para Nancy, interpretar el origen y nuestro ser como siempre plural ha supuesto una deconstrucción del sujeto autónomo, con lo que la existencia se hace porosa, infectada de alteridad y, lo que es más importante, siempre compartida".
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En 1992, el filósofo francés Jean-Luc Nancy, fallecido el lunes [23 de agosto] a la edad de ochenta y un años, recibió un trasplante de corazón. Le siguieron complicaciones, cirugías y un cáncer linfático. Nancy reflexionó sobre su cuerpo y sus luchas en tres extensos ensayos, Corpus (Métailié, 1992) [Corpus, Arena Libros, 2018 (tercera edición)], L'intrus (Galilée, 2000) [El intruso, Amorrortu, 2006] y Noli me tangere (Bayard, 2003) [Noli me tangere, Trotta, 2013). Cuando el Metrograph de Nueva York reestrenó en abril L'intrus (2004) de Claire Denis, José Teodoro señaló que este "fascinante ensayo narrativo sobre la invasión y la inadaptación" era "una respuesta, más que una adaptación" de la obra de Nancy.
Aunque el cine no ocupaba un lugar central en el proyecto de Nancy, este amplió un ensayo sobre la película de Abbas Kiarostami Y la vida sigue (1992) en La evidencia del filme. El cine de Abbas Kiarostami [Errata Naturae, 2008], que incluye una conversación entre el filósofo y el cineasta. "Lo que Nancy se propone conseguir —escribió Laurent Kretzschmar en su reseña para Film-Philosophy— es definir una nueva esencia o forma del filme que siempre ha estado ahí, pero que sólo aparece ahora por sí misma en la obra de Kiarostami. La idea central de esa nueva esencia es que el cine es, básicamente, el arte de mirar el mundo. A fin de transformar esa nada sorprendente afirmación en una vía que conduzca a la renovación de la teoría del cine, Nancy utiliza dos conceptos. Uno es el concepto de mirada o modo de mirar ("regard" en francés); el otro es una concepción del mundo. Esos dos conceptos están inextricablemente ligados, ya que definir el cine como arte de la mirada es posible sólo comprendiendo la manera en que Nancy concibe el mundo."
A juicio de Kretzschmar, el libro se quedaba por debajo de sus propios objetivos, a lo que Nancy respondió que su intención no había sido "proporcionar una teoría del cine". En un artículo para The Wire en 2016, Moinak Biswas sostiene que lo que Nancy intentaba señalar era que "Kiarostami no buscaba principalmente una imagen o un signo, buscaba una mirada... Buscar una mirada, llegar a que el ojo se fije en lo que nos rodea, es para Nancy una fusión de la evidencia de que las cosas son y de que el cine es. Para Nancy se trata de una gran renovación de la agotada cultura de la imagen. Kiarostami deja de luchar con la representación, y en su lugar nos ofrece presencias, afirmaciones de un mundo".
A lo largo de los años, Nancy apareció en un buen número de documentales, como The Ister (2004), en el que los cineastas David Barison y Daniel Ross viajan por el Danubio y hacen reflexionar a un grupo de filósofos sobre una serie de conferencias que Martin Heidegger pronunció en 1942. Para algunos críticos, Vers Nancy (2001), de Claire Denis, cortometraje que gira en torno a la conversación que en un tren sostienen entre sí Nancy y una inmigrante francesa, es una suerte de prólogo de L'intrus. En la presentación de un número de Film-Philosophy dedicado a la obra de Nancy y Denis, Douglas Morrey escribe que ambos "han estado describiendo círculos inquietantes en torno a la obra del otro, comentando, admirando, adaptando, inspirándose en los escritos del uno y películas del otro para seguir sus propias e inimitables trayectorias en la filosofía y el cine, respectivamente". Morrey señala que "la figura del intruso" es "central en la relación entre Nancy y Denis" y que "podría, de hecho, proporcionar una figuración de esa relación, como si la filosofía de Nancy se hubiera entrometido en el cine de Denis, y viceversa".
En un artículo publicado en Frieze en 2010, Robert Barry trazó un mapa de las coincidencias temáticas entre las obras de Nancy y Denis: "El trauma del encuentro, el cuerpo extraño; la experiencia de uno mismo como ajeno; las lagunas y los límites de la comprensión mutua, y de la empatía; ese deslizamiento entre el cuerpo físico y el cuerpo social, ‘es ese, en cierto modo, el tema de todas mis películas’ —dice Denis—, pero su libro me ayudó a entender lo que era un corazón'. Desplácese el lector hasta el final de la página de Claire Denis en la Escuela Europea de Postgrado y encontrará vídeos de las conferencias que ella y Nancy dieron —en inglés— sobre L'intrus y 35 Shots of Rum (2008), de Denis, y Sympathy for the Devil (1968) de Jean-Luc Godard.
EnTowards a Feminist Cinematic Ethics: Claire Denis, Emmanuel Levinas y Jean-Luc Nancy (2016), Kristin Lené Hole escribió que en la obra de la cineasta y de los dos filósofos "nuestro sentido de autosuficiencia y discreción se ve interrumpido de todas las maneras posibles por nuestra relación con los demás y con el mundo". En ese mismo tenor, tanto Nancy como Levinas piensan radicalmente la afirmación de Heidegger de que el ser (Dasein) es originalmente ser-con (Mitsein). Para Nancy, interpretar el origen y nuestro ser como siempre plural ha supuesto una deconstrucción del sujeto autónomo, con lo que la existencia se hace porosa, infectada de alteridad y, lo que es más importante, siempre compartida".
Abbas Kiarostami
"Leí El intruso durante el rodaje de Trouble Every Day. Es un libro muy corto, lo leí de un día para otro. Nancy cuenta que en el hospital, cuando recibió el trasplante, eran principalmente hombres quienes recibían trasplantes (...) y que por lo general le pedían al cirujano: "Por supuesto, quiero un nuevo corazón para sobrevivir, pero no un corazón de mujer, por favor. Uno de hombre, un corazón masculino, no un corazón femenino, por favor". Más una exigencia extra: "Y no de un negro". Eso escribió Nancy. Entonces empecé a escribir el guión como si tratara de traducir su libro (...) Jean-Luc Nancy estuvo y sigue estando muy cerca de mí. Y me dijo: "Tú nunca hiciste una adaptación del libro. Adoptaste el libro. Son cosas diferentes."
Claire Denis, en la presentación de L'Intrus en el Metrograph (Nueva York)
"De una manera más ceñida y acentuada, se imponía en Y la vida sigue. ¿Dónde está la casa de mi amigo? la actualidad de una insistencia en el presente de su intención: ni ocupado en el pasado (...), ni intemporal; una fuerza singular imponía la certeza de su presión sobre la mirada: (...) el desplazamiento de un coche, el objetivo de la cámara que se mueve dentro de él y fuera de él: (...) Y así nos hacía escuchar: mirad (...), mirad en lugar de esperar peripecias y un desenlace, prestad atención a cada imagen por sí misma tanto como a su manera de sucederse una a la otra, enlazarse y desenlazarse."
Jean-Luc Nancy, La evidencia del filme
Claire Denis
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Lo que pasaba bajo el sombrero de Jean-Luc Nancy Matías Serra Bradford
(Publicado originalmente en la edición en línea de Clarín / Revista Ñ, el 4 de septiembre de 2021.)
En una bibliografía inadivinable que es un diálogo de ecos, una errancia sin otro domicilio fijo que Estrasburgo, Nancy rozaba las materias más variadas: el cuerpo, el arte, el romanticismo alemán, las ciudades, la comunidad, el nazismo, el dormir. Todas tratadas con idéntica calma, en una versatilidad que traza, precisamente, el encuadre de un espejo: “Toco todos los temas, y eso en principio no es algo bueno, pero lo hago porque todo me atrae, me intriga, me llama, me excita… Es también otra forma de diversificar y descomponer esa figura mía que se me escapa. Tal vez corro tras todos los fragmentos con los que podría volver a componer una figura ausente.”
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No es solamente para proteger u ocultar la calvicie, o para darle a la cabeza, literalmente, un ascenso: bajo ciertas condiciones, un sombrero puede hacer pensar mejor. Suministra fresco y sombra y quizá logra regular, asimismo, los descansos convenientes para que la maquinación craneana no se sature. El de Jean-Luc Nancy era de los elegantes, a veces oscuro y de ala tirando a ancha, a veces un panamá blanco, según las estaciones y las inminentes cegueras momentáneas.
Otro bestial filósofo francés, el omnipresente Gilles Deleuze, pertenecía a ese club de los sombrereros locos. También Derrida, pero no tanto, tan ocupado como estaba ese gnomo vivísimo de que lo vieran. Se tiene la sensación con ellos de que no podían ni querían parar de pensar; Nancy con una ansiedad aligerada, acaso al precio de resultar menos revolucionario, aunque en ciertos aspectos no menos radical.
De mirada suave pero no reblandecida, Nancy no tenía el aire o el tono contrariado, nervioso o soberbio más bien generalizado entre intelectuales franceses de la segunda mitad del siglo XX. Sí la pasión gala de contradecir, de escribir para desmentir a otros, predecesores o contemporáneos, o para infiltrarse entre líneas en el estilo de un pionero admirado y reinventarse celebrándolo. Se sometía con gusto a la intoxicación mutua que recomienda la historia de la filosofía. “Es otra voz la que habla a través de la nuestra cuando verdaderamente decimos algo”, comentó en el documental Vers Nancy, dirigido por Claire Denis.
Hace diez años, en el pequeño y precioso librito titulado, justamente, ¿Qué significa partir? [Capital Intelectual, 2016] se anticipaba estoica y hasta alentadoramente al momento que ocurrió el pasado 2[3] de agosto: "Somos hombres porque estamos a punto de partir... Es en este impulso, en la obligación de la partida, porque no podemos hacerlo de otra forma, y asumiendo este riesgo, en la apuesta de la partida, que podemos vivir una vida que valga la pena."
Se busca el retrato fidedigno de una vida en la imagen (y, las más torpes de las veces, en las ideas), pero en un filósofo, como en un novelista, es su estilo el que concede más secretos. Es improbable que haya atributo más cercano al autorretrato que el estilo. Una foto es una lotería; el estilo fija un modo de ser (aunque sea de los que fluyen). Al respecto, Nancy tendía trampas, porque el suyo variaba notablemente, de lo prístino a lo pastoso, presentando en el camino un perfil menos simple de asir, más facetado. (Dos de sus virtudes teóricas y literarias sostenían esta práctica: la demarcación y el acomplamiento.)
Nancy no ponía reparos para ser fotografiado o filmado, no por obedecer a un plan coqueto, sino para facilitarse atajos hacia una vulnerabilidad mayor, maneras públicas de ponerse a prueba. En una ocasión opinó que detalles del aspecto de Descartes “hablan en el texto… dicen algo en su interior”. En no importa qué formato, de Nancy cualquier retrato –asunto nuclear en su obra– apenas comienza a susurrar algo sobre él.
Para este aficionado a la polinización entre filosofía y arte (Nancy fue otro de los mirones que refrendaron la facilidad de la filosofía para entrar en el arte, más allá de la calidad de éste), incluso los libros que leyó después de la infancia “han sido para mí siempre libros ilustrados o imaginativos, en el sentido de que hacen emerger, como quien dice a la superficie del agua, rasgos, tonalidades, colores. Además, son indisociables de las imágenes de sus autores”.
En Sobre el comercio de los pensamientos [La Marca Editora, 2014], la lectura se vuelve otra forma del retratismo: “Leer consiste en discernir el carácter propio del libro; y, de manera recíproca, un libro consiste en modelar y en modular un carácter.” Pero, como su escritor y su lector, un libro ofrece “un carácter sepultado, acaso inhallable, no oculto sino más bien disperso, huidizo, no reconocible… Cada uno desea representarse a sí mismo como un bloque de runas, o bien como un estuche lleno de monedas raras”.
Cuando en Señales sensibles [Akal, 2020] Nancy cita a Schoenberg, puede ratificarse que confiaba en el rasgo revelador, en la tentadora falacia biográfica: “Si supiéramos cómo Mahler se anudaba la corbata, aprenderíamos más que en tres años de contrapunto en el Conservatorio.”
A propósito de su inagotable obsesión, sobre los retratos de Cartier-Bresson comentó: “Alguien: su aspecto, su presencia, su expresión, su mirada. Éste es el enigma que un nombre propio atrapa y que una imagen expone. Se trata de ese misterio que, idéntico a cualquier misterio, no se explica sino por él mismo, o que, en realidad, no se explica, sino que por sí mismo se esclarece. Misterio que es su propia luz y su propia visibilidad.” Frente a una de las fotos de Cartier-Bresson, de Simone de Beauvoir, quiso ir más lejos: “Su mirada parece arrastrar todo el rostro, llevarlo hacia una altitud de la que no sabemos quizá lo que puede suponer o lo que puede encerrar.”
En ese mismo libro, La partición de las artes [Pre-Textos, 2013], más adelante Nancy se pone más desafiante, como si todo retrato demandara una ausencia, preferentemente definitiva: “El presente es perjudicial para la presencia: la arruina, se la lleva, con el mismo movimiento por el que la trae.”
Cabe preguntarse qué trasluce de sus escritos en las fotos del propio Nancy, qué prolongan, y qué de su persona palpita en las líneas impresas. En La mirada del retrato [Amorrortu, 2006] redondea algunas intuiciones: “¿Dónde tiene el sujeto mismo su verdad y su efectividad? En ningún lugar más que en el retrato.” Y no pierde oportunidad de invertir el lente: “Antes que cualquier cosa, el retrato mira: no hace más que eso, y en eso se concentra, se envía y se pierde.” Es lo que hace la foto de un filósofo que viene de morir: se queda mirándonos (exigiéndonos).
Es en Señales sensibles que el asunto da un rodeo —merced a la abnegada generosidad de dejarse guiar por otros— y lo recoloca en su centro: “Si trabajé sobre el retrato, cada vez ha sido por un motivo contingente, procedente del exterior, de otra persona. Mi retrato empieza por ahí, por esa permeabilidad o receptividad a las circunstancias. Incluso la filosofía, en cuanto disciplina y vía de estudios, me vino sugerida por mi profesor de último año de secundaria.”
Fue cuando murió su mayor cómplice, Philippe Lacoue-Labarthe, con quien escribió sincopadamente varias obras en colaboración, que Nancy supo estar a la altura de un retrato con todas las letras: “A ti que has entrado en la única presencia para ti dotada de estabilidad, en ese estado y esa estela donde descifrabas la peligrosa inmovilidad de aquello que se pretende identificado: la figura cernida, erigida.”
Para subrayar enseguida “la imposible conformidad del héroe consigo mismo”, y rematar con un encomio acerca de la discreción y la autoexigencia invencibles de Lacoue: “A ti que asumiste el compromiso, el único, al que te consagraba una fuerza oscura, el de ocultar tu imagen en tu sombra.” Es que Nancy había sabido interpretar y serle fiel al amable ruego de Lacoue-Labarthe, en Phrase [Christian Bourgois Editeur, 2000] de ser “capaces de respetar lo impronunciable”.
No por nada Derrida le consagró un libro entero a Nancy y lo declaró “aquel a quien llamo, para mis adentros, el más grande pensador del tacto”. Justo Derrida, que no había casi tema que no quisiera tocar; su obra podría cifrarse en la expresión “el dedo en la llaga”. (La arrogancia del maestro —de quien Nancy decía que era el filósofo de “lo indecible”— tenía para con sus discípulos dilectos la destreza de deconstruirse en gestos de espléndida magnanimidad.)
Mientras tanto, la frase de Nancy “mi rostro invisible, como lo es siempre para mí” tenía detrás “la ajenidad de mi identidad propia”, confesada en El intruso, crónica de un antes y un después: vivió 30 años más gracias a un corazón trasplantado, extranjero, desconocido (Nancy nunca quiso saber si era de un hombre o una mujer).
A deshoras, el cine de Kiarostami le permitió distraer hacia otro punto la manía de observar: “Fotografía robada al vuelo, instantánea robada como tal vez lo sea toda fotografía, toda imagen de una película: ¿acaso cierta forma de robo es la condición de don de la mirada?”. En La ciudad a lo lejos [Manantial, 2014], el libro donde se largó a escribir (narrativamente hablando) sostiene que Los Angeles “no es grata, y no se acomoda a la mirada ni al andar”.
En una bibliografía inadivinable que es un diálogo de ecos, una errancia sin otro domicilio fijo que Estrasburgo, Nancy rozaba las materias más variadas: el cuerpo, el arte, el romanticismo alemán, las ciudades, la comunidad, el nazismo, el dormir. Todas tratadas con idéntica calma, en una versatilidad que traza, precisamente, el encuadre de un espejo: “Toco todos los temas, y eso en principio no es algo bueno, pero lo hago porque todo me atrae, me intriga, me llama, me excita… Es también otra forma de diversificar y descomponer esa figura mía que se me escapa. Tal vez corro tras todos los fragmentos con los que podría volver a componer una figura ausente.”
Aquel a quien no se le volaba el sombrero es ahora el que voló de la escena sin aviso. Deja como memento no un perchero repleto sino una obra colmada de insinuaciones; no sería raro que sus sombreros lo siguieran, igual que perros fieles a un coche fúnebre.
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Ser uno con Jean-Luc Nancy Valentin Husson
(Publicado originalmente en Zone critique, el 20 de septiembre de 2021. Traducido y adaptado del francés por Rolando Prats.)
El cuerpo, que la filosofía ha mayormente menospreciado a lo largo su historia, asimilándolo a una cárcel del alma, a algo condenable por deseante y por ser sede de todas las tentaciones, fue así revalorizado por Nancy, por el hecho mismo de que toda existencia es siempre encarnada. Toda vida se extiende en un cuerpo. Así, pues, la comunidad no es simplemente un concepto abstracto, sino el modo en que los cuerpos viven juntos y se comparten compartiendo un mismo horizonte, que es el de crear lo común, el sentido compartido en común, es decir, del "vivir juntos", como diríamos hoy. Podríamos decir, pues, que la comunidad toma forma en el sentido que ella misma crea.
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Ha muerto Jean-Luc Nancy, sin ninguna duda uno de los últimos grandes filósofos de este mundo, quizás el último, no en el sentido de quien concluye una secuencia, sino en el sentido del más joven, de quien hacía filosofía con la mayor alegría y frescura. Nacido en Burdeos en 1940, comenzó a dar clases en Estrasburgo en 1967, junto a Philippe Lacoue-Labarthe, quien se convertiría en su amigo y cómplice durante casi 40 años. No se va a ir de esa ciudad, ni siquiera después de haber concluido su carrera académica en 2004. Había llegado a la capital alsaciana para emprender estudios de teología tras pasar las pruebas del concurso de oposición en filosofía. Muy pronto abandonaría esos estudios sin perder por ello su interés por la religión y, en particular, por el cristianismo.
Todo el pensamiento de J.-L. Nancy se sitúa en esa línea de cresta, en que la filosofía se da a pensar la pérdida de aliento y el desmantelamiento de los valores cristianos que, en lo fundamental, habían estructurado el mundo hasta el siglo XIX. Desde entonces, el sentido del mundo —así se titula una de las obras más importantes de Nancy—, nos decía a menudo, anda "patas arriba". En la estela de Nietzsche, la obra de Nancy reposa en una honda meditación sobre el nihilismo. En un mundo que hoy se asienta en la devaluación de todo y del propio ser humano, J.-L. Nancy nos invita a pensar el sentido de un mundo alejado de todas las ideologías y de los grandes relatos que han podido formar su régimen de sentido. Si la vida no vale nada, nada vale entonces ser vivido, podría decirse, en suma, junto con Nancy. Es en el seno de la vida común, de la comunidad, del ser-en-común, donde para Nancy despuntaba un renacer del sentido. Expuestos los unos a los otros, la comunidad tiene sentido, hace que circule el sentido, desde el arte, el amor, la ciencia, la política. El sentido del mundo es, desde ese momento, sentido común, sentido de lo común. El sentido no es más que el modo en que nos relacionamos con los demás, el modo en que la existencia humana es, de entrada, convivencia y reparto. Si el Estado, el Partido, las Iglesias daban sentido a la vida, la retirada de lo político, tanto como la de la religión, abre las puertas a un sentido que provendría de nosotros, entre nosotros, y no uno que colgara por sobre nuestra existencia.
Semejante sentido común proviene, en primer lugar, de lo que en propiedad compartimos. Ahora bien, "nada es más común que el polvo común en que nos convertiremos”. El sentido común y, por tanto, el sentido de lo común que así funda, proviene del hecho de que somos mortales. Algo que comprendemos a la perfección, siquiera sea echando una mirada а los acontecimientos actuales: lo que ha organizado nuestras vidas desde hace un año y medio reside precisamente en esa preocupación común por nuestras existencias frágiles y expuestas a un virus mortal. La pandemia de COVID-19 nos ha hecho sentir que nos unía un destino común; a saber, nuestra común finitud. Ojalá que también nos ayude a salir de la catástrofe ecológica en la que nos encontramos, habiendo comprendido todos que nuestra vida común está amenazada, no sólo la de nosotros los humanos, sino también la de los seres vivos no humanos. Sólo la creación de un nuevo sentido común, alejado del nihilismo mercantil de los Estados de supervivencia obsedidos por sus intereses privados, puede salvarnos de la prematura desaparición de la Tierra. Semejante salvación se podrá producir sólo si entendemos que, más allá de nuestras identidades particulares (culturales, nacionales, etc.), el sentido del mundo es el sentido de nuestra vida común. En ello compartimos una misma suerte: la de nuestro final común que podemos evitar en común.
Un pensamiento de la comunidad
Por lo demás, ese cuerpo político, o ese cuerpo de socialidad, está anclado en el cuerpo de cada uno. El tema del cuerpo irrumpió en la filosofía de Nancy por conducto de un hecho biográfico. Concretamente, en 1992 el filósofo de Estrasburgo fue sometido a un trasplante de corazón que dejó una profunda huella en su pensamiento, y a partir del cual escribió un famoso libro, El intruso (del que Claire Denis hizo una adaptación libre para el cine[1]). Ese cuerpo, que la filosofía ha mayormente menospreciado a lo largo su historia, asimilándolo a una prisión del alma, condenable por que desea y por que es sede de todas las tentaciones, fue así revalorizado por Nancy, por el hecho mismo de que toda existencia es siempre encarnada. Toda vida se extiende en un cuerpo. Así, pues, la comunidad no es simplemente un concepto abstracto, sino el modo en que los cuerpos viven juntos y se comparten compartiendo un mismo horizonte, que es el de crear lo común, el sentido compartido en común, es decir, del "vivir juntos", como diríamos hoy. Podríamos decir, pues, que la comunidad toma forma en el sentido que ella misma crea. Es bien sabido, por ejemplo, que la más pequeña de las comunidades, la pareja, reinventa continuamente el sentido de su amor, de su vida compartida. Lo mismo ocurre con el resto de los mortales. Cada vida es una con la vida común, cada vida se encarna en ella, y cuanto más y mejor lo hace, tanto más consistencia tiene, y más sentido tiene. Es así como Nancy responde al nihilismo: salir de la devaluación de todos los valores, salir del sinsentido y de la inmundicia, es algo que podrá hacerse sólo desde la invención de un común, de un mundo que no sea el de la economía capitalista donde todo tiene valor sólo en la medida en que pueda devaluarse o venderse (eso que llamamos la bolsa, el marketing, las rebajas o el Black Friday) y donde el individuo se tiene por nulo (¿no eran los Chalecos Amarillos, en ese sentido, la imagen de un común que buscaba compartir un sentido que no fuera el sinsentido del capitalismo, y ello en todas partes, en las avenidas, las rotondas?).
Una filosofía de contacto
Lejos de tratarse de un común en desuso o desmantelado, la comunidad tal como la pensaba Nancy era quizás la comunidad del "trastorno de los sentidos" (Rimbaud), la del tacto y el contacto. No está de más recordarlo en un momento en que la "falta de contacto" ha contaminado todas nuestras vidas: puritanismo de los sitios de citas en los que la seducción se hace a distancia y a través de pantallas interpuestas (pensemos en Tinder); una sociedad higiénica en la que el hidroalcohol en gel, el saludo puño contra puño y otros gestos de protección sustituirán pronto a los abrazos de franca camaradería; y en la que la propia economía nos hace ahora soltar el dinero a través de pagos "sin contacto". Bien lejos de todo eso, pues, Nancy fue ciertamente, según dijo Derrida en el libro que le dedicara, titulado El tocar, Jean-Luc Nancy [Amorrortu, 2011], "el más grande pensador del tacto desde Aristóteles", es decir, también el más grande pensador del contacto, del tacto, de la franqueza y de la rectitud de las relaciones humanas, ahí donde la existencia adquiere todo el color de su sentido cuando es "tocada", como se suele decir, conmovida, electrizada por los encuentros a que da lugar. De ese modo, la existencia está siempre expuesta al otro[2] [Nancy, Corpus, Arena Libros, 2003]; nunca hecha un ovillo, nunca enclaustrada en una identidad demasiado destructiva en cuanto se convierte en una reivindicación "identitaria". A cuyo respecto cabe recordar otra sublime idea de Jean-Luc Nancy, la de que la existencia es toda ella "sexistencia": vida sexuada, es decir, destinada a ser tocada (pasión amorosa, alegría de la amistad, placer estético, entusiasmo político, etc.), en cualquier modo y manera, por (el) otro (el amado o la amada, el amigo o la amiga, el camarada o la camarada, una obra o un(a) artista, incluso un descubrimiento científico).
Al "ya nada vale nada", o al "antes era mejor", Nancy habrá opuesto siempre la alegría de una vida en común, creativa y recreativa (cf. Jean-Luc Nancy, La creación del mundo o la mundialización, Paidós, 2003), inventora de sentido que lucha contra el sinsentido de la época, reemplazando la ausencia de Dios por la presencia de nuestras vidas compartidas, sustituyendo el goce consumista por el deseo de estar juntos, y el placer de experimentar una vida en la que la diferencia es una no-indiferencia hacia el otro, una puesta en común, y en la que, por tanto, todo lo que nos separa simplemente nos permite exclamar, a la manera de Paul Celan, el poeta que Nancy amaba: "nos separamos abrazados".
Notas
[1] Vers Nancy (2002), cortometraje de Claire Denis, incluido en la compilación Ten Minutes Older: The Cello, estrenada ese mismo año.
[2] En el original en francés del artículo de Husson se utiliza aquí expeausée en vez del habitual exposée (es decir, "expuesta") —que serían homófonos en francés—, en referencia al neologismo de Nancy expeausition, por el que se introduce la palabra peau ("piel") en exposition ("exposición") y se insinúa, desde la propia morfología del vocablo y la imagen de la piel del cuerpo humano, la idea de que "la exposición [del cuerpo] es el ser mismo (léase: el existir)", de que "[e]l cuerpo es el ser[estar]-expuesto del ser", de que "[l]a 'exposición' [del cuerpo] no significa que la intimidad se extraiga de su repliegue y se saque, se ponga a la vista", sino que "la expresión es, ella misma, intimidad y repliegue" (Jean-Luc Nancy, Corpus (trad. Patricio Bulnes), Arena Libros, 2003, p. 28, traducción modificada). Se ha de notar, sin embargo, que en Corpus se emplea el neologismo expeausition una sola vez, en el título de la sección de la que venimos de citar. En la traducción al inglés, en ese caso, se mantiene el francés expeausition, pero se añade entre paréntesis "Skin-Showing", con lo cual el traductor tal vez haga dejación de lo sagaz reserva que él mismo declara en la nota introductoria a, la por demás, exquisita traducción del translúcido y a la vez arduo texto de Nancy: "There are no 'translator's notes' to this volume. Since every sentence by Jean-Luc Nancy, however elastic or surprising, follows the train of its argument with all due justice and rigor, the translation can only succeed or fail to reflect this. Has the experiment actually worked? Given the exceptional richness and density of the title essay-bound on occasion to baffle the formulations of the most ingenious translator-the original French is here presented on the facing pages. Thus the reader can see what the translation has tried to capture." ("El presente volumen no contiene 'notas del traductor'. Puesto que cada frase de Jean-Luc Nancy, por elástica o sorprendente que sea, sigue el hilo de su argumentación con toda la justicia y el rigor debidos, la traducción sólo puede acertar o fallar en su intención de reflejarlo. ¿Ha funcionado realmente el experimento? Dadas las excepcionales riqueza y densidad del ensayo que da título al libro —capaz en ocasiones de desconcertar las formulaciones del traductor más ingenioso—, el original francés se presenta aquí en la página de al lado. Así, el lector podrá ver lo que la traducción ha intentado captar.") (Jean-Luc Nancy, Corpus (trad. Richard A. Rand), Nueva York, Fordham University Press, 2008, p. ix).
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Del cuerpo que se va, que se queda en su sitio, intacto, abandonado Jean-Luc Nancy
Tomado de Jean-Luc Nancy, Corpus (trad. Patricio Bulnes), Arena Libros, 2003, pp. 27-31 (“Exposición”[1]). Rolando Prats ha retitulado el pasaje de Corpus que aquí se reproduce y ha modificado, en varios puntos neurálgicos o decisivos, la puntuación, la sintaxis y el entramado lexical de la traducción, en cotejo con el original en francés y con su traducción al español y inglés[2], sin que por ello se desdiga de la general pertinencia o soberanía de la traducción de Bulnes.
El cuerpo que se va se lleva su espaciamiento, se lleva a sí mismo como espaciamiento y, de alguna manera, se pone a buen recaudo y se repliega en él —pero al mismo tiempo, deja ese mismo espaciamiento “detrás de sí” —como se dice—, es decir, en su sitio, y ese sitio sigue siendo el suyo, absolutamente intacto y absolutamente abandonado, a la vez. Hoc est enim absentia corporis et tamen corpus ipse.
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Los cuerpos siempre a punto de partir, en la inminencia de un movimiento, de una caída, de una separación, de una dislocación. (Es eso precisamente toda partida, hasta la más simple: ese instante en que ese cuerpo ya no está ahí, aquí mismo donde estaba. Ese instante en que deja sitio a la sola brecha del espaciamiento que el propio cuerpo es. El cuerpo que se va se lleva su espaciamiento, se lleva a sí mismo como espaciamiento y, de alguna manera, se pone a buen recaudo, se repliega en sí mismo —pero, al mismo tiempo, deja ese mismo espaciamiento “detrás de sí” —como se dice—, es decir, en su sitio, y ese sitio sigue siendo el suyo, absolutamente intacto y absolutamente abandonado, a la vez. Hoc est enim absentia corporis et tamen corpus ipse[3].)
Ese espaciamiento, esa partida, es su propia intimidad, es la extremidad de su repliegue (o, si se quiere, de su distinción o de su singularidad, si no de su subjetividad). El cuerpo es sí mismo en la partida, en cuanto comienza a partir, en cuanto se separa aquí mismo del aquí. La intimidad del cuerpo expone la aseidad[4] pura como la separación y la partida que esta es. La aseidad —el en sí mismo, el por sí mismo del Sujeto— no existe sino como separación y partida de ese en —(de ese en sí mismo) que es el lugar, la instancia propia de su presencia, de su autenticidad, de su sentido. El en sí mismo en tanto que partida, he ahí lo que se expone.
La “exposición” no significa que la intimidad se extraiga de su repliegue y se saque, se ponga a la vista. El cuerpo sería en ese caso una exposición de “sí”, como si fuera una traducción, una interpretación, una puesta en escena. Por el contrario, la exposición significa que la expresión es, ella misma, intimidad y repliegue. El en sí mismo ni se traduce ni se encarna en la exposición, es —en la exposición— lo que es: ese vertiginoso repliegue de sí que es necesario para abrir lo infinito del repliegue hasta sí. El cuerpo es esa partida de sí, hacia sí.
Expuesto, por tanto: pero no es la puesta a la vista de lo que, para empezar, hubo de estar oculto, encerrado. Aquí, la exposición es el ser mismo (aquello que se denomina el existir). O todavía mejor: si el ser, en cuanto sujeto, tiene por esencia la autoposición, aquí la autoposición es ella misma, en tanto tal, por esencia y por estructura, la expresión. Auto = ex = cuerpo. El cuerpo es el ser[estar]-expuesto del ser.
De ahí que la exposición esté lejos de no tener lugar sino como extensión de una superficie. Esa extensión expone, ella misma, otras —y, por ejemplo, esa modalidad del partes extra partes que es el singular desensamblaje de los “cinco sentidos”. Un cuerpo no es cuerpo sintiente sino en esa separación, esa partición de los sentidos que no es ni el fenómeno ni el residuo de una “auto-estesia”[5] profunda, sino que, por el contrario, constituye toda la propiedad del cuerpo estético, esa simple tautología.
Una sobre la otra, dentro de la otra, capaz de la otra, se exponen así todas las estéticas de las que el cuerpo es el ensamblaje discreto, múltiple, rebosante. Sus miembros —falos y céfalos—, sus partes —células, membranas, tejidos, excrecencias, parásitos—, sus tegumentos, sus sudores, sus facciones, sus colores, todos sus colores locales (nada se acabará con el racismo mientras se le oponga una fraternidad genérica de los hombres, en lugar de devolverle, afirmada, confirmada, la dis-locación de nuestras razas y de nuestros rasgos, negros, amarillos, blancos, crespos, ñatos, bembones, romos, velludos, grasientos, achinados, chatos, roncos, chupados, prognados, aguileños, arrugados, almizclados…). Por todas partes de un cuerpo a otro, de un lugar a otro, de lugares en que los cuerpos están en zonas y puntos del cuerpo, por todas partes el caprichoso desensamblaje de lo que constituiría la asunción de un cuerpo. Por todas partes una descomposición, que no se cierra sobre un sí puro y no expuesto (la muerte), sino que se propaga hasta en la postrera putrefacción, sí, que se propaga incluso ahí —insoportable como es— una inverosímil libertad material, que no deja sitio a ningún continuum de tintes, de brillos, de tonos, de líneas, que no es, por el contrario, sino la fractura diseminada, renovada sin fin del inicial ensamblaje/desacoplamiento de células por las cuales viene a nacer “un cuerpo”.
De esa fractura, de esa partida de los cuerpos en todos los cuerpos, todos los cuerpos forman parte, y la libertad material —la materia como libertad— no es la de un gesto, todavía menos la de una acción voluntaria, sin ser tampoco la de dos tonalidades de mica, la de millones de conchas disímiles y la de la extensión indefinida de un principium individuationis tal que los propios individuos no dejan de in-dividuarse, cada vez más diferentes de sí mismos, cada vez por tanto más semejantes y más sustituibles entre sí, jamás sin embargo reducidos a substancias, a no ser que la substancia, antes de sostener nada, ni a sí, ni a otro, venga a exponerse aquí: en el mundo.
(Es menester admitirlo: si la “naturaleza” ha ser pensada como la exposición de los cuerpos, toda la “filosofía de la naturaleza” está por rehacerse.)
(Es decir: la libertad.)
Notas
[1] Véase la nota 2 supra.
[2] Véanse las referencias a ambas ediciones supra.
[3] “Porque esta es la ausencia del cuerpo y, sin embargo, el cuerpo mismo."
[4] Según el diccionario de la Real Academia Española, aseidad (del lat. a se, o 'por sí mismo', y el sufijo -idad) es “]a]tributo de Dios, por el cual existe por sí mismo o por necesidad de su propia naturaleza.” Se dice, por extensión, de todo ser que posea o al que se le reconozca semejante atributo.
[5] Sufijo de origen griego que se utiliza en la formación de sustantivos para indicar diversos grados de ‘sensibilidad’, como en el caso de anestesia e hiperestesia.