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Agua en canasta (III) Omar Pérez 

 

Selección y edición: Rolando Prats

 

Patrias se alegra de publicar en sus páginas una selección de pasajes del libro de prosas inédito Agua en canasta, de Omar Pérez López (La Habana, 1964) poeta, ensayista, crítico literario y traductor. Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén (2010), otorgado por la Fundación homónima y la Editorial Letras Cubanas a su obra Crítica de la razón puta. Entre otros libros, Omar ha publicado los poemarios Algo de lo sagrado (1996), ¿Oíste hablar del gato de pelea? (1999), Canciones y letanías (2002), Lingua Franca (2009) y Filantrópica (2015), el libro de ensayos La perseverancia de un hombre oscuro (2000), que le valió el Premio Nacional de la Crítica, Y la muerte no tendrá dominio (traducción al español de poemas de Dylan Thomas) (2007) y Lo que es. Poetas de la lengua neerlandesa (2014).

 

 

La señal de nuestra era

Si en algo pueden estar de acuerdo los científicos, filósofos y maestros espirituales es en que la percepción humana ha cambiado muy poco, desde el sacrificio de ese a quien llamamos Jesús hasta estos días.  Es más, ha cambiado muy poco desde que Sócrates fuera democráticamente condenado a muerte y Pitágoras, según se dice, linchado por una turba de fanáticos.

 

Desde que en tiempos imprecisos y remotos Zaratustra fuera asesinado, de acuerdo con la tradición, mientras oraba ante el  altar, hasta que Martin Luther King fuera baleado mientras predicaba ante la multitud, una sola diferencia: no poseemos  imágenes de primera mano del asesinato de ninguno de los antiguos santos y profetas;  podemos, en cambio, observar los últimos instantes del pastor y luchador por los derechos civiles de los norteamericanos. Y podemos observarlos en la televisión.

 

Qué tal si lo dijéramos de otro modo. El paisaje mental humano no se modificó sustancialmente durante los dos mil quinientos años que siguieron al despertar de Budha, mientras contemplaba el astro de la mañana bajo el frondoso árbol de la iluminación. Desde que Lao Tsé entregara el legado poético del Tao Te King a un guardia fronterizo y huyera hacia la eternidad cabalgando un buey o desde que Confucio ordenara en libros y usanzas la sabiduría de los dioses, semidioses e inmortales de la China, ¿cuánto de nuestra relación concreta con el universo se ha visto radicalmente modificado?

 

Nada. Seguimos siendo cazadores, recolectores, agricultores,  vendedores y revendedores. Sin embargo, cuando  aquel atleta de la astronáutica, Neil Armstrong, mezclando los sueños de Washington y Verne puso pie y banderilla en la luna, en típico marcaje territorial, todos lo vimos y podemos seguir viéndolo. En la televisión.

 

Esa es la señal de nuestra era; nada ni nadie ha cambiado tanto nuestras relaciones con la realidad, con las verdades y falsedades que en ella aguardan, como la televisión. ¿Ha sido para bien o para peor?

 

Aprovecho, antes de intentar responder esa pregunta, para afirmar que ese es el punto que inicia nuestra era. Aunque haya predicadores cristianos en la televisión (sobre todo en los Estados Unidos), aunque las torres repetidoras de la república  cubana conduzcan la misa de fin de año en el Vaticano, o los ceremoniales en torno a Cachita, hay que decir que la televisión no se hizo para Cristo ni  la Cristiandad. Ella fue entronizada con distintos fines cuya consecución diaria caracteriza nuestra época como inequívocamente no cristiana, no religiosa ni moral. Nadie se opone ya a que Dios exista, siempre y cuando podamos verlo por televisión.

 

Casi lo mismo podría decirse acerca de la situación en el área geográfica medio-oriental  donde ese dios, y otros, nacieron. Muy pocas personas en el mundo hoy hacen algo porque la matanza cese, pero todos tenemos el derecho de disfrutar esa y otras matanzas, por la televisión. Como  se dice en aquella canción de Rubén Blades acerca de los desaparecidos,

                                

                                                       Estaban dando la telenovela

                                                       por eso nadie miró pa’fuera.

 

¿Cuál es, pues, el objetivo de la televisión? Desde su mismo inicio, uno ha sido el fin del omnipresente y omnisciente aparato: modelar las mentes de los seres humanos según una ley que contradice, por cierto, todas las expresadas en los libros sagrados de antes de nuestra era: la ley de la violencia. Serás mejor que todos los demás en la medida en que poseas más que los demás y deberás hacer todo lo que esté a tu alcance para lograrlo: matarás, robarás  y codiciarás. Y, no faltaría más, también mentirás, o, para decirlo a la usanza tradicional, prestarás falso testimonio o invocarás en vano el nombre de tu señor.

 

Este “señor” puede tener varios nombres: puede ser llamado democracia, progreso, desarrollo, inversión extranjera, poder (con innumerables epítetos: popular, financiero, adquisitivo, militar…) y su existencia estará corroborada, más que por ninguna otra instancia  religiosa, política o jurídica, por el argumento televisivo: malo o bueno que sea, lo que existe, existe porque se refleja en una pantalla y esto, desde luego, incluye al monitor de la computadora y a lo que sea que reproduzcan los DVD; lo que allí no aparece, no tiene muchas probabilidades de existir.

 

La televisión (que se ha revelado como el más sutil de los métodos disciplinarios pues vamos ante su altar “por nuestra propia voluntad”)  ha de ser considerada, ante todo, un medio educativo al servicio de aquello que Tolstoi llamó “la esclavitud moderna”. Son sus pasos:

1. Preparar la mente para la violencia desde la infancia más temprana. En otras palabras, acrecentar en los niños el umbral de aceptación de la violencia.

2. Habituar  la mente desde la niñez a la competencia, la agresividad, la importancia personal, la  necesidad imperiosa de triunfar y la indignidad de la derrota. Que llega a ser considerada peor que la muerte.

3. Inculcar nociones de superior e inferior, líder y subordinado. En fin,  de un mundo dividido en individuos ejemplares e individuos miméticos.

4. Formar  la mente, de acuerdo con el canal del entretenimiento o diversión, al hábito de las compensaciones por el esfuerzo realizado. Una mente que se ha tensado en el propósito de vencer, recibirá a cambio toda suerte de fruslerías mentales para relajarse.

 

¿Soluciones? Aparte de colocar ese contenedor de basura que ya el televisor es junto a su homónimo de la esquina, se me ocurre una sola. Convertir la televisión de sector especializado, ya sea privado o estatal, bajo el dominio profesional de una capa de técnicos y  tecnócratas, en entidad pública para el depósito y trámite de mensajes, como la oficina de correos. A nada más noble podría aspirar el invento.

 

 

La libertad de ignorar

Confieso mi desmemoria; atribuía la idea de la “libertad de ignorar” a ese sabio, casi ignorado en su tierra, que es José de la Luz y Caballero. Sin embargo, al pretender confirmar esa autoría, he aquí que no encuentro la frase en sus Aforismos. Tal vez lo que me ocurre está relacionado con el tema,  pues el no poder atribuir a alguien una idea no nos impide abordarla.

Cuando se habla, entonces, de la libertad de ignorar, no nos referimos al derecho a ser ignorante. Más bien se alude a aquel momento en el cual ya no es necesario saber más, en el cual la posibilidad de no acumular mayor conocimiento, complementa, precisamente, la posibilidad de seguir  conociendo.  Fernando Pessoa, quien dedicara buena parte de su obra a edificar un saber del no saber,  refiere en un poema (cuyo título, por cierto, es Liberdade) que

                                                     

                                                      El sol dora

                                                      Sin literatura.

                                                      El  río corre, bien o mal,

                                                      Sin edición original.

Para terminar diciendo que Jesús Cristo “no sabía nada de finanzas. Ni consta que tuviese biblioteca”. El propio Cristo que ha dicho que hay que ser “como niños” para comprender y amar verdaderamente.  ¿Cómo se lleva a cabo esta operación? ¿Qué posibilidades  tenemos los adultos, primero, de ser, para luego ser como los niños?

 

Hace algunos días pude observar a un grupo de niños que cantaban y bailaban, intensamente, reproduciendo reguetones. Los adultos que allí estábamos compartíamos la fiesta, algunos de manera íntima, otros abiertamente. Recuerdo en especial a una señora que observaba el corro con una sonrisa de beatitud, contemplando la representación como arrobada. La recuerdo porque estoy segura de que esa señora jamás disfrutaría de un reguetón. Y no la culpo.

 

Los niños hacían lo que hacían, hacen lo que hacen, de manera fresca, vital y desprejuiciada. No hay en ese goce demasiadas nociones de bueno-malo, bajo-elevado, culto-grosero, popular-refinado, etc. ¿Cuánto de esa frescura ignorante se va perdiendo a medida que adquieren conocimientos “imprescindibles para la vida”? ¿Y cuántos de esos conocimientos son en verdad necesarios? De niña habría hecho casi cualquier cosa porque me conmutaran alguna de las ciencias; si no la matemática, al menos, la química o la física, pesadas disciplinas que, tal como se enseñan en las escuelas, suelen tener poca relación con la vida cotidiana. Y si algo no guarda relación directa con la vida cotidiana, ¿Qué valor puede tener para un niño o para un adulto?

 

El adulto, o lo adulto, ha dejado atrás la adolescencia y puede considerarse perfecto en su evolución. Tal consideración semántica es, desde luego, ilusoria. Cuando se habla, por ejemplo, de una lengua adulta, no hay que suponer que esta no se va a seguir alimentando de la vida que representa y sin embargo, debemos darla por hecha y suficiente para comunicar. Algo semejante ocurre con el conocimiento del mundo que nos rodea: puede crecer hasta el infinito y, al mismo tiempo, aquí y ahora, nos basta para vivir y proteger la vida. Somos libres de ignorar en la medida en que lo que ya sabemos nos es suficiente para ser y estar en el mundo.

 

Por lo tanto habría que preguntar cuál es el papel del nuevo saber, específicamente del saber que se pone sobre el papel o,  como sucede ahora de manera arrolladora, que circula en los eBooks  y sitios virtuales. En principio, podría pensarse que es el mismo, con papel o sin él, que jugaba ya hace miles de años. Pero si el conocimiento no vale para alcanzar la paz, para derrotar la miseria y desordenar el orden de la injusticia, no será el momento de silenciar el coro fascinante de la información y decidir que ya sabemos lo suficiente. Suficiente para detener el mundo y hacerlo girar en sentido contrario a la Ley del Provecho, que es la suprema ley que nos rige, más allá de ideologías y sistemas políticos y económicos  y que, por supuesto, dicta los avances de la tecnología.

 

Sabemos que nuestra realidad no es armónica, poseemos  una suma de inteligencias, equivalente a 7.000 millones de cerebros, más que suficiente para modificar esa realidad. Y no lo hacemos; hay aquí entonces un non plus ultra del conocimiento que está en relación directa con una miseria de la práctica, con una indigencia de la determinación a parar y modificar el rumbo, a todas luces, errado. Y uno de los errores claves es, justamente, el que las palabras y conceptos sustituyan las realidades y hallazgos que designan.

 

Y habiendo llegado hasta aquí, me detengo en el modo negativo del texto, pues toda crítica es una negación y me adelanto en eso que los especialistas llaman la manera propositiva. Y propongo:

 

Uno, una moratoria a la producción y acumulación de nuevos conocimientos.

Dos, sobre la base de lo que ya se conoce y con la participación de esos 7.000 millones de cerebros antes mencionados, y no solo de las privilegiadas mentes de los políticos, economistas y otros expertos en no resolver problemas, realizar unos Juegos Olímpicos de Soluciones en los cuales los participantes compitan en ofrecer remedio definitivo a la violencia y a la monstruosa desigualdad. El premio, vale aclararlo, sería la puesta en práctica de las soluciones, no recibir atávicas e indecentes medallas de oro. Al final, estoy convencida, todos saldremos, por fin, vencedores.

 

 

La tranquilidad

 

Afuera hay ruido y una blanda llovizna. Dentro, un grupo de ancianos espera para cobrar su jubilación. El banco, amplio salón iluminado con taquillas alineadas a lo largo de una barra de granito.

 

Una señora entra, pide el último, se sienta, como suspiro exhala:

 

“Qué tranquilidad”.

 

¿Es el aire acondicionado o la luz fría lo que hace del banco un lugar tranquilo? Son casi las ocho, el lugar está relativamente vacío y silencioso. ¿Será eso?

 

En voz baja conversan las señoras:

 

“Mi marido está postrado”. “Yo me jubilé por peritaje después de 35 años de trabajo”. “¿Habrá alguien para las cajas?” “Es la misma cola”. “Hoy es día de jubilados”.

 

Estas conversaciones no quebrantan la armonía. La armonía de los que esperan. Un nuevo día para los ancianos; quizás todos mediten en qué gastar sus pequeños sueldos invernales. Del invierno de la vida, se entiende. Se les paga por ello al final de sus cuatro estaciones. No diré que de supervivencia, ese es otro tema. Aquí, sentada en el banco, entre jubilados que esperan, me pregunto qué es el silencio.

 

Decir que no existe el silencio absoluto es hacerle poca justicia al tema. No es tema que se agote en generalidades, ideas vagas o estadísticas. No es posible medirlo. Los decibeles sirven para otra cosa. ¿Cuáles son los decibeles del silencio? ¿Cuál es la medida de la tranquilidad?

 

Será que hablar en voz baja equivale a un silencio. Y la penumbra, ¿es la conversación en voz baja de la luz? Pero estamos en el banco, no es hora de hacer poesías sino de preguntarse cuánto vale la tranquilidad.

 

Tiene un valor; aunque no esté en la tabla de cambios monetarios, porque no tiene un precio. Entonces, ¿el valor no es relativo al precio, o viceversa? ¿Acaso se necesitan el uno al otro? No son familia. ¿O sí? El precio puede ser hijo de la unión orgiástica del valor y el interés.

¿Y la necesidad? Si la tranquilidad tiene algún valor, es porque es necesaria. Y si es necesaria generará interés. Pero no quiero practicar silogismos; justo aquí en la cola de un banco, será propicio practicar más bien la contemplación. Quiere decir, observar sin hacer.

 

“Total”, dice la señora de al lado. “No vale la pena pre-ocuparse”.

 

El novelista diría que aquí puede contemplarse la naturaleza humana; el  economista, la marcha de las finanzas. Cada quien contempla lo suyo.

 

“Dentro de poco esto se llena”.

 

“Y la que se forma”.

 

¿Me voy antes de que se forme lo que anuncian las señoras? Una muy concreta nebulosa de ruidos, miradas tensas, confusión. “Ay, a los viejitos se les olvida dónde van en la cola”. “Y aquí todo el mundo tiene algo que hacer”.  Se ve venir el razonamiento, con frecuencia escuchado en los policlínicos y las notarías, “aquí no se viene por placer”. ¿Adónde se va por placer, por el placer de la tranquilidad? ¿A las iglesias? ¿Al mar? ¿Al cielo?

 

¿O espero? Me gusta la tranquilidad que existe en los lugares antes de colmarse, como en un teatro antes de la función. Se me ocurre entonces pensar en el valor económico de la tranquilidad; no hay que importarla ni se la puede exportar. No precisa de inversiones extranjeras ni de programas de austeridad obligada. La austeridad, cuando es obligatoria,  termina por generar un quemante desasosiego. Qué distinta la austeridad que el individuo encuentra en sí mismo en acuerdo con lo que le rodea. De ahí que para construir tranquilidad basten materiales locales. Y ya es mi turno.

 

Al salir, en la avenida, se camina como entre inmensas ruedas. Como esas en las que Chaplin se pierde en Tiempos modernos. El tufo que despide esta fábrica de felicidad se pierde entre los árboles. ¿Recuerdan a Chaplin con la mazorca de maíz entre los dientes? La fábrica produce felicidad a ritmos cada vez más veloces y a mayores precios.

 

La premura conduce a los conductores a pasar por alto el hecho de que a los peatones los conduce la misma premura, hijos de la misma especie y de la misma prisa. Parece que así nos ayudamos a olvidar que no somos otra cosa que animales y terminamos siendo animales apresurados.

 

¿Qué hay de aquella idea, atribuida a un poeta latino, de apresurarse lentamente? Hay ahí una fruición dedicada a cada paso. Hasta detenerse y contemplar. Nos. Me. Que la observación desinteresada es una actividad que genera paz, es un hecho comprobado en sí mismo. Corroborado por lo que genera el sinfín de la actividad interesada. Precisamente lo contrario. ¿Habrá que ser un sabio, un Cristo, un Buda, para darse cuenta de ello? O hasta el último de los viejitos y viejitas que esperan en la cola de un banco,  ya lo saben? Como lo saben esos niños que, a la misma hora, se aburren en su pupitre.

 

Como lo saben los gatos, los perros y las aves. Y, en fin, ¿quién que es no lo sabe? Y, ¿cómo es que sabiendo todos que ese es el mayor de nuestros bienes, se busca y promueve lo contrario? No lo sé y me tranquiliza saber que la respuesta está en cada uno de nosotros.

 

 

Sacrificios humanos

Al igual que el asesinato común, el sacrificio prevé no solo un arma y un cuerpo, cuerpo del delito, sino también un motivo. Quien no tiene y mata para obtener o para propiciar una adquisición podría aspirar a una motivación lógica, si bien ilegítima. Mas quien ya tiene, y mucho, sacrificando a sus semejantes para alcanzar más, se aleja del área de la razón conocida. Su motivación es, ni más ni menos, oscura, probablemente hasta para sí mismo.

 

De nada vale señalar un “ansia de poder hegemónico” cuando la hegemonía es tan abrumadora como para permitir al agente optar entre la gracia y la crueldad; esta forma de la locura que algunos llaman “alta política”, que de elevada tiene solo el hecho de ser ejecutada de arriba hacia abajo, está basada inevitablemente en los sacrificios humanos.

 

Decía Bertrand Russell que tres cosas sucedieron al nacimiento de la propiedad privada: la sujeción de las mujeres, la imposición de la voluntad colectiva en el individuo y la creciente capacidad de este para sacrificar su presente al futuro. Quién sabe si este, el más oneroso de los sacrificios, sea la base que sustenta todos los demás.

 

Aquellos que lamentamos (pues mucho más no podemos hacer) la aniquilación sistemática de otros seres vivos, con frecuencia pasamos por ser soñadores de inclinaciones “románticas” e “idealistas”, personas cuya inmadurez respecto a la necesaria crudeza de la “vida real”, nos impele a participar en ella de forma débil y poco práctica. Al no comprender los precios y  costos del desarrollo llegamos a parecer también subdesarrollados mentales. Criaturas anticuadas y proclives al sentimentalismo.

 

Cuando se trata de los sacrificios humanos, tras inquirir por lo que tienen de práctico, hay que señalar además que es un acto revelador de ese tipo de fragilidad caracterológica que necesita disfrazarse de pragmatismo para poder asumir el peso moral de los llamados daños colaterales.

 

No queda, a estas alturas, más que preguntarse si lo colateral no será el centro mismo de la actividad destructora, si matar por el solo hecho de hacerlo no será el verdadero objetivo. A menos que creamos que las hecatombes y holocaustos de la modernidad quieren propiciar, al modo arcaico, la intervención de entidades superiores. ¿Cuáles?

 

En su clásico Pensamiento y religión en el México antiguo, Laurette Séjourné se permite cuestionar la naturaleza religiosa de las prácticas sacrificiales aztecas, destinadas a preservar la energía solar encarnada por Huitzilopochtli, deidad guerrera y, en tanto tal, dadora de la vida a través de la muerte pero, sobre todo, de una vida para la muerte.  “Pero si nos negamos a considerar como naturales”, dice la Séjourné, “costumbres que, cualesquiera que sean el lugar y el momento, no pueden ser más que monstruosas, discerniremos pronto que se trata en realidad de un estado totalitario cuya existencia estaba basada en el desprecio total de la persona humana”.

 

Tal es la condición actual de la civilización antropocéntrica que entroniza al hombre para poderlo sacrificar más fácilmente. ¿Cómo es que quien a posteriori se muestre consternado por las masacres aztecas (calculadas en 20.000 individuos anuales) sacará cuentas de lo que ocurre en el México de hoy? ¿A quién se ofrendan estas víctimas?

 

Si tenemos a veces la sensación de vivir en el pasado es porque el presente se ha hecho, como Kafka advertía, perpetuo Juicio Final. Por cierto, los minutos finales de Monsieur Verdoux nos muestran a Chaplin sometido a juicio por asesinato; en su alegato que no sirve para salvarlo de la guillotina, deduce que si quien mata a cinco o seis es un criminal y quien mata a cinco mil es un héroe se debe a que en nuestra época “la cantidad ennoblece”.

 

Sin dudas que, en su paroxismo, el tema y lema de que la cantidad ennoblece es elemento constitutivo de nuestra actuación a nivel planetario. Planetario por ahora, pues ya se planea transportarla a otros puntos del sistema solar. Cierto es que en Marte, o en la Luna, no parece haber nada ni nadie a quien aniquilar, pero podemos exportar nuestras propias víctimas. Mientras que el Producto Interno Bruto de la Tierra siga aumentando, no hay motivo de angustia: la mortífera brutalidad del progreso superará toda expectativa, incluso las más optimistas.

 

Entonces, volviendo al tema de las ofrendas humanas, de los cientos de mujeres asesinadas cada año en América Central, las decenas de niños acribillados en el Medio Oriente, los millares de suicidas y todo tipo de kamikazes y duelistas que se inmolan cada día ante los desvencijados altares de la política, la religión o  el honor, volvemos a preguntar cuán sobrehumanas son ahora las entidades que reclaman tamaño concurso de sangre, semejante gasto de vida.

 

¿Son ultraterrenas como Huitzilopochtli, ponen a prueba nuestra lealtad instándonos a matar desde una nube o una zarza ardiendo, o nos hablan llanamente como aquel general Sheridan quien, en 1868, propusiera el aforismo “el único indio bueno es un indio muerto”? Ese mismo año, Thomas Alva Edison patentó su primera invención: era un aparato eléctrico para contar votos. Dos años después, John D. Rockefeller, bautista devoto y mecenas de la cultura mundial, fundaba la Standard Oil.

 

Y todavía hay quienes desean saber si detrás de esos panteones que son los consorcios gubernativo-empresariales, se ocultan entes aun más formidables y de perspicacia casi infinita. En ese tema me declaro agnóstica, quiere decir que me conformo con saber menos aun de lo que ya se sabe.    

 

 

¿Qué es el silencio?

He visto en una exposición (Caligramas, de Yornel Martínez) una imagen provocadora: una lluvia de palabras, ese es el título de la serigrafía, cae oblicua sobre una sombrilla formada con la palabra “silencio”. Esta imagen ha hecho que me pregunte si el silencio es precisamente eso, un paraguas que nos protege del vendaval de ideas, conceptos, categorías que a veces parece asaltarnos desde todas partes. Sobre todo, claro está, desde arriba.

 

Evitando proferir aquí nuevas categorías, me digo que el silencio es quizás, de todas las cosas, la más difícil de definir. Y esto no solo porque su propia naturaleza nos invite, en principio, a callar (aunque pueda suceder todo lo contrario y gritemos) sino por su marcada condición relativa. ¿Silencio absoluto? Es un decir, a mayor quietud más se acrecientan los sonidos menores: la respiración, el latir del corazón, incluso los pensamientos parecen ensordecedores.

 

Desde luego que así como puede fabricarse el agua pura o el oxígeno puro, también puede producirse un silencio completamente incontaminado, silencio para rellenar, como el de los estudios de grabación. Pero no es de eso de lo que quisiéramos hablar, sino de aquel

                                        

                                                       Silencio de mi aldea

                                                       que solo quiebran las serenatas

 

en la milonga de Gardel y Lepera, que parece evocar mundos remotos que, sin embargo, todavía existen. Lo creamos o no, lo queramos o no. Es obvio que este mundo de la quietud florece en unos sitios y momentos más que en otros, es obvio que

                                                      En el fondo de la noche

                                                      tiembla el árbol del silencio.

como dice el español Gabriel Celaya y que es preferido ese instante en el que “ya están durmiendo los nardos y las azucenas” según esa joya de la canción puertorriqueña. Y, no obstante, cuántas variantes, incluso contradictorias.

 

Si es previsible el silencio del camposanto o el no menos formidable que reina en el interior de los aviones, qué curioso el minuto de silencio en el estadio abarrotado, seguido por inexorables minutos de escándalo; el silencio antes de irrumpir la sinfonía; el que exhala un instrumento musical cuando nadie lo toca; el silencio de la lectura que parece preceder o prefigurar al de la escritura; el silencio en medio de una conversación, y luego se dice que “ha pasado un ángel”.

 

Por otra parte, qué hay de esos silencios paradójicos, como el que flota en el interior de las tormentas, el silencio que corresponde al rumor de las cópulas, o cuando en un taxi colectivo (enmudecida esa caja de sonidos industriales que no por gusto llaman “reproductora”) seis humanos van apretujados sin mirarse ni decir palabra; cada uno dialogando con sus propios pensamientos. Y, regresando al tema, ¿hay silencio en el pensar? Pero no, el pensamiento es el fenómeno más bullicioso del universo, una verdadera cadena productiva de consideraciones, y quien dijo que “en el principio fue” ¿habrá querido decir el pensamiento? Y en ese momento, sobre las aguas de un mundo amniótico, ¿no reinaría algún tipo de silencio, interrumpido por el cantar del logos?

 

Cuántos milenios han transcurrido desde entonces y el hombre no ha dejado de sentir temor al vacío y por ende al silencio, pretendiendo suprimirlos, o al menos decorarlos, con toda clase de gigantescos esfuerzos. Un claro ejemplo de esa titánica tarea es el llamado que lanzan los medios de difusión a “erradicar las zonas de silencio” refiriéndose a aquellos enclaves de la tranquilidad adonde no han llegado aún las señales evangelizadoras de la radio y la televisión. ¿Será el silencio una enfermedad que, como la malaria o el cólera, impide la triunfal representación del desarrollo?

 

Es natural, preferiría decir lógico, que ante la avalancha trepidante del progreso, el silencio parezca una franja despreciable, algo así como la mala yerba junto al campo roturado, como el aborigen que tuvo el mal concepto de nacer al paso de la ya planificada carretera, con sus pintorescas torres de alta tensión. Se trata, en fin, de un subproducto, el aserrín y la limalla de nuestra fábrica de felicidad. De ahí que las regulaciones para la llamada “contaminación sonora” no corran mejor, sino peor suerte que otras regulaciones encaminadas a aminorar, dígase disfrazar las constantes poluciones.

Y sin embargo son en tal medida el silencio y la quietud materia prima y base de cualquier creación que es impensable cómo podríamos crecer sin ellos, e incomprensible el esfuerzo de crear sin tenerlos en cuenta, sin amarlos ni protegerlos, o siquiera estudiarlos. Porque hay en ese vacío de objetividad tanta riqueza. Y si el lenguaje no es a fin de cuentas otra cosa que símbolo, y si, para colmo, ese lenguaje dice que el que calla otorga, vuelvo a preguntarme ¿qué es el silencio?  

 

 

 

Historia(s) del periodismo

 

                                                          Amemos las actualidades,

                                                          porque nunca estaremos como estamos

                                                                                              

                                                                    César Vallejo

 

Sin olvidar la eficacia noticiosa de la  transmisión oral, esa que la modernidad bautizaría como “teléfono francés” o “radio bemba”, esta historia se impondrá a sí misma el límite de la noticia escrita, redactada de buena o mala manera, con buena o peor fe. Tampoco hablemos de relatos dibujados, pictografiados en tabletas babilónicas, códices aztecas o jeroglíficos egipcios, si bien ahí aparecen ya elementos periódicamente recogidos que refieren tradiciones, mitos y vaticinios: figuritas que hablan en silencio, y prefiguran a las que hoy en día, desde los más variados soportes tecnológicos, hablan a más no poder, sin decir nada.

 

Solo el nacimiento, simbólico claro está, del texto noticioso nos interese ahora, aunque la noticia deba ser inexacta. Podríamos comenzar diciendo que en época de césares, se preparaban las acta diurna populi romani, usualmente a cargo de preteridos inmigrantes griegos, quienes fijaban en ellas sucesos de citadina importancia ocurridos en el circo, el teatro o el seno de familias más o menos ilustres sacudidas por nacimientos, adulterios, decesos y otros eventos naturales.

 

El siglo XV veneciano –como ven entre una y otra noticia hay un vacío de siglos: es el Medioevo, poco dado a difundir conocimientos, y sí a acumularlos– fue testigo de la aparición de los avvisi, reportes tomados de mercaderes, peregrinos y soldados que, tras ser compilados en escuetos folios, se vendían a los príncipes de la guerra, la religión o el comercio deseosos de conocer lo que acontecía más allá de sus, entonces, exiguas fronteras.

 

Imagínense ahora a Luigi Berlusconi comprando el periódico para enterarse de lo que sucede. Los que hoy “son noticia” en los grandes titulares de portada, lo son también porque la producen y la venden a los interesados. En el mundo de los cavalieri de los mass media, la frase “hacer la noticia” tiene una sabrosa ambigüedad.

 

La feria de Frankfurt, semestral en el siglo XVI, no era el enclave literario que conocemos; fue, no obstante, la sede elegida por Michel von Aitzing para comercializar sus folletos noticiosos con el presupuesto teórico, y comercial de que “si a la gente no le interesa saber lo que va a ocurrir en su mundo, ¿por qué siempre se ha hablado de la curiosidad humana?” Esta idea del emprendedor austríaco perseguiría desde sus inicios al periodismo, que no ha de limitarse a reflejar lo que ocurre sino también pretender el vaticinio, cuando no la profecía. Valga decir que, en la época de von Aitzings, no se  arriesgaban aún profecías meteorológicas, se publicaban los reportes del tiempo en dirección retrospectiva: no la lluvia que va a caer sino la que cayó ayer, antes de ayer y antes de antier.

 

Cumplir con las funciones de reflejar y predecir le granjeó al periodismo, desde muy pronto, la suspicacia de los poderosos, fueran papas o emperadores. Cuando en 1638 accedió finalmente Carlos I a permitir periódicos, lo hizo a condición de que las noticias fueran de otros países; menos benevolente fue el Duque de Sajonia-Weimar, quien se negó a autorizar noticiarios afirmando rotundamente que no quería súbditos pensadores. ¿Y quién los quiere?

 

Paradójicamente, la producción y trasiego de informaciones, al recrear un mundo de las pequeñas cosas cotidianas, puede contribuir a velar otras áreas de la realidad: ya en el XIX, el periodista Villessement se condolía de que

 

                   “Un perro que se ahoga en Paris despierta más interés que un mundo que se hunde a lo lejos”.

 

Viceversa: la pormenorizada contemplación de holocaustos que aún parecen remotos porque tienen lugar en Gaza o Ruanda, hace que olvidemos a un sinfín de criaturas que, a nuestro lado, perecen sofocadas en el día a día. Al anterior se añade otro dilema: ¿los sucesos generan el órgano o el órgano los sucesos? Semejante a la folklórica aporía del huevo y la gallina, la cuestión está latente, por solo citar un caso, en el uso y abuso de las estadísticas.

 

La estratagema de las “ciencias estadísticas” se muestra cuando pretenden analizar estados de opinión, previamente manipulados por los medios, como si estos fueran la realidad, para luego manipular la realidad utilizando estados de opinión; es normal que todo esto le parezca una jerigonza: de eso justamente se trata.

 

Se convence para vender, luego se vende para convencer. Una cadena que va de la guerra al champú para perros. Recuerdan al Ciudadano Kane, la magistral semblanza que hiciera Orson Welles del caudillo del San Francisco Examiner, William Randolph Hearst. Hearst, uno de los forjadores de la llamada guerra hispano-cubano-norteamericana, tuvo un ancestro despótico, e ilustrado, en Federico II de Prusia quien, en sus Cartas de un testigo ocular, no solo falsificaba datos sino también firmas para los artículos que redactaba, sin excluir al Papa; en una ocasión propagó la llegada de una tormenta de granizo para distraer la mirada de sus súbditos-lectores. En honor a este gacetillero monarca, Voltaire improvisó esta cuarteta:

                             

                                                             Este mortal profana los talentos diversos

                                                             Comete los crímenes, canta las virtudes                                   

                                                             Bárbaro en acción, filósofo en verso

                                                             Encanta a sus víctimas, las multitudes.

 

El propio Voltaire, curiosamente, era contrario a la prensa, la juzgaba vehículo efímero y desprovisto de profundidad. Si bien, de Swift a Ortega y Gasset, de Martí a Padura, el periodismo ha podido contar con los hombres de letras, los propiamente dichos, fue Balzac, acucioso reportero de la Comedia Humana, quien afirmó,

                              “Si la prensa no existiera, habría que no inventarla”. Voilá…

 

Estas paradojas, sin embargo, contradicciones y enigmas, nos han acompañado la existencia, de Watergate a Wikileaks, y también han contribuido a conformarla, casi siempre, con una nota de urgencia; como esta que, con Insurgente.Org, llega de España para reportar la agresión sufrida en estos últimos tiempos por aquellos colegas empeñados en cubrir manifestaciones sociales, documentando además situaciones “de violencia policial”.

 

Es, si se quiere, lógico y hasta natural que las autoridades, en defensa del caos que ellas mismas generan, culpabilicen a quienes las observan y denuncian por “desórdenes y desacato”. En la Península, donde por cierto alcanzara categoría de dictum popular la frase “miente más que la Gaceta”, circuló allá por el 1735, un precario periódico madrileño, de corte satírico, llamado El Duende.  Allí se publicó esta con la cual homenajeamos al periodismo y despedimos esta columna,

                                                             Yo soy de la corte

                                                             un crítico duende

                                                             que todos lo miran

                                                             y nadie lo entiende.

 

 

Bienvenidos a Marte

El contubernio de Jules Verne y George Melies dio a luz el desembarco en la Luna, un gran paso de avance para Disney y la televisión, no necesariamente para el resto de la raza humana.

 

En muchas de las historias de Verne se plantea un compromiso, “temático”, con la ciencia; aun cuando para el propio autor y sus lectores, el verdadero descubrimiento científico es la aventura.

 

Algo así sucede con el planeado y anunciado viaje a Marte, una telenovela cuyos protagonistas van apareciendo como en un casting: el billonario emprendedor, el genial publicista, algún que otro científico, por ajuste al tema. De lejos, en la algarabía, se escucha la voz de Bradbury:

                           

                                                          “Nunca llegaremos a Marte”.

 

Planeta, nombre de un dios de la guerra, día de la semana. Tres en uno; de este punto del sistema solar al nuestro, en el sistema solar de la mente, han llegado y llegan a la Tierra millones de invasores, virus, misiles, radiaciones, secuestradores. Según este credo donde ciencia ficción y religión se mezclan, casi todos los dioses son propiamente “de la guerra”. Muy pocos  se dedican activamente a la paz, algunos son neutrales, quiere decir que colaboran con quien les convenga.

 

Como motor del desarrollo, el conflicto genera una creencia colectiva de la que no escapan ni siquiera los científicos, por no hablar de los religiosos. Dicho sea: a más conflicto, mayor desarrollo. Luego, este nuevo viaje a Marte –a diferencia de los anteriores, televisado en vivo– puede leerse como un rito a un dios pagano, sí, y también muy popular.

 

El Marte de Bradbury tiene un poco de Utopía y mucho de Nueva Atlántida; una civilización al mismo tiempo arcaica y ultramoderna, un mundo incomprensible en el que los primeros exploradores pronto se comportarán como ya lo hicieron ante las ruinas mayas e incas. Es decir que las antiguas piedras tendrán que rivalizar con latas de coca cola y páginas del New York Times. Uno de estos personajes de las Crónicas marcianas recuerda la visita que, de niño, hiciera a México en compañía de sus padres y hermana. El desprecio que su familia sentía por los locales y su cultura, se le presenta de nuevo al aterrizar, mejor dicho, amartizar en su misión de descubrimiento.

 

Este personaje, por cierto, abandona al grupo de exploradores, se pierde en la ciudad vacía (todos los locales han muerto de varicela, importada por los terrestres como daño colateral), aprende a leer la lengua autóctona, se informa de esas creencias y vuelve para matar a sus antiguos compañeros, convertido en el primer guerrillero, o terrorista, de la Edad Marciana Moderna.

 

Vale la pena aclarar que, siguiendo una darwiniana lógica de precios, la colonia va a estar integrada por selectos especímenes de la credit card aristocracy, capaces de pagar los 500.000 dólares del pasaje; estas vez no será la avalancha de pobres y perseguidos la primera en tocar las orillas de la Tierra, perdón, el Marte prometido.

Que “allá arriba” no van a montar fábricas de bombas sino invernaderos es obvio, no se trata aún de eso. Y tampoco venga algún ingenuo a inquirir por qué no se destina toda esa plata (36.000 millones de dólares cuesta el proyecto) a resolver dos o tres problemas básicos en el planeta de origen, en vez de emplearla en generar problemas en el planeta de destino: un modo de pensar semejante, tan poco cosmopolita, va a contradecir la creencia en el sagrado derecho a emigrar, a hacer turismo e incluso a transmigrar. Reservaciones por internet. 

 

 

 

No debemos discriminar al mercado negro

 

En los tiempos que corren, a menos que se quiera correr el riesgo de ser acusado de alguna suerte de racismo a medio camino entre la economía política y la sicología de masas, no sería correcto discriminar el mercado negro. A fin de cuentas este mercado provee una serie, si no infinita al menos numerosa, de productos (e incluso servicios) que el discreto mercado oficial, al cual por mero contraste cromático llamaríamos blanco, no logra proporcionar.

 

Es más, es hecho comprobado que, en gracioso tributo a la tolerancia y la diversidad, ambos mercados (el negro y el blanco) pueden coexistir sin desmedro. Acudamos si no al mercado de la avenida Carlos III, habanera versión de bolsillo de las ultramodernas moles mercantiles. Frente a la ferretería estatal (blanca) pululan vendedores (negros) que ofertan los mismos productos a precios ligeramente menores. ¿Por qué menores? No hay en ello ni asomo de discriminación; tal vez sea que a estos expendedores les ha resultado más económico adquirir dichos productos y, con la correspondiente generosidad, los venden también más baratos.

 

Se da el caso también de que el timbiriche que se encuentra a un costado de la célebre ferretería  La Copa, en el barrio de Miramar, pueda brindar productos desaparecidos ya de las vitrinas del interior, cuyos dependientes, sin asomo de resentimiento, nos indicarán el camino correcto para nuestras gestiones. ¿No es esto muestra del espíritu amplio y democrático que reina en nuestras calles?

 

Tampoco conviene discriminar el humo negro con que fumigan la capital los millares de pintorescos autos privados de alquiler que hacen arder petróleo venezolano en motores soviéticos con chasis norteamericano. ¡Todo un canto a la unidad plurinacional! más allá de diferencias sistémicas e ideológicas, e incluso, más allá del tiempo. En cambio, el humo blanco de los cigarrillos asciende en descrédito continuo y a él se culpa por todo tipo de afecciones pulmonares; no así al humo negro que contribuye a resolver nuestros problemas de transporte y evita que tengamos que caminar o andar en bicicleta con el consiguiente desgaste para nuestras vías respiratorias. Es así que hoy se ve a muchas personas saludables tomar uno de esos taxis fumífugos para avanzar solo un par de cuadras en evidente homenaje a la sagrada labor que realizan estos adalides del incipiente ambientalismo criollo: en dichos taxis, hay que aclararlo, está prohibido fumar.

 

Volviendo a la cuestión del mercado negro, deberíamos dirimir si es tiempo de aplicarle también el noble apelativo de afrocubano: nada más equívoco, podría pensarse que nos referimos a la tienda del yerbero o vendedor de artículos religiosos cuando, en realidad, cubre todas las áreas: materiales de construcción, cosméticos, medicinas, piezas de repuesto, alimentos, cirugías estéticas, documentos legales de vario tipo, obras de arte, uniformes escolares, instalaciones telefónicas, en fin, un verdadero arcoíris.

 

¿Ajiaco? Más bien sancocho extendido y enriquecido por esa institución invencible que es la inventiva popular: ¿recuerdan aquellas catequesis acerca de la estructura y la superestructura? Cuando en el habla callejera se afirma de un producto –ya sea bien de consumo, herramienta de trabajo o materia prima– que no aparece “ni en los centros espirituales”, ¿cómo ubicarlo entonces según las ciencias económicas y sociales? En el mercado negro estará o no pero este sigue siendo el punto referencial non plus ultra de la solución microeconómica (de la macroeconómica no vamos a hablar pues sobrepasa cualquier capacidad de mediunidad); como rasgo indeleble de nuestro mestizaje, en el mercado negro hallaremos el cemento blanco, las armas y carnes blancas, el azúcar y el arroz blanco, blanca leche en polvo, hojas y sábanas blancas, elefantes blancos, aunque sean de porcelana, formas relativamente organizadas de trata de blancas (más bien mulatas de las provincias orientales) y hasta modos, quién sabe cuán avanzados, de blanqueado de dinero.

 

Estas formas trans-económicas –Dios bendiga a Fernando Ortiz– y trans-morales –pues la moral oficial y la callejera se entrelazan en uniones delirantes–, esta feria de las categorías que hace temblar los cerebelos de especialistas y detectives, este teatro bufo de operaciones financieras, esta carambola donde se mezclan la ley del karma y la de la relatividad que es el mercado negro, tiene ya carta blanca en nuestra sociedad. Es hora de admitirlo: los gurús de las neo-soluciones económicas (ni tan nuevas ni tan soluciones) y los revendedores callejeros de productos “originales” (¿originales de dónde?) tienen tanto en común que uno presiente que bien pronto acabarán poniéndose de acuerdo.

(Continuará)

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