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ACTOS Y LETRAS
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Año VI / Vol. 24 / enero a marzo de 2022
Epílogo* Monseñor Carlos Manuel de Céspedes y García-Menocal
«POST MORTEM»
El 3 de marzo, después de un demorado viaje de ocho días desde La Habana, José María Casal y su esposa llegaron a San Agustín, con las cartas y el dinero para el Padre Varela. El buque Isabel había encontrado mal tiempo frente a Savannah y había continuado viaje a Charleston, más al norte. Para sus propósitos, poco importaba el retraso, ya que el Padre había fallecido desde el día 18. Casal supo la noticia de la muerte, tan pronto llegó, por boca de quien lo atendió en el hotelito de la antigua y pequeñica ciudad floridana, quien le dijo que el Padre había fallecido el día 25 y lo habían sepultado el 26; al menos, así lo recordó Casal y lo trasmitió a los amigos cubanos.
Apenas se repuso, fue Casal a visitar al Padre Aubril. Hablaron acerca del Padre y de las circunstancias de su muerte, diálogo en el que se fundamentó Casal para escribir su artículo La muerte de un justo, publicado —junto con discursos del Padre—en Matanzas en 1860. La versión de Casal coincide sustancialmente con la que ofrece [e]l Padre Sheridan, aunque la de este es más sobria y, por ende, en principio, más aceptable. Amén de que el Padre Sheridan fue testigo de todo y escribe al arzobispo de Nueva York inmediatamente después de los eventos, mientras que Casal no es testigo, sino auditor de la narración, y escribe su artículo sobre la muerte del Padre Varela siete años después de ocurrida. El episodio de la señora protestante o está narrado de manera diversa o se trata de otra señora protestante que también se acercó al lecho del moribundo. La narración del P. Sheridan ya ha sido transcrita (...). Así escribe Casal:
«Apenas había transcurrido media hora de esta memorable comunión que convirtió a algunos incrédulos, e hizo vacilar a muchos, se presentó una Señora protestante, de distinguida familia, llevando de la mano a dos niños hijos suyos. Arrodillóse con ellos cerca de la cama del anciano, y llorosa, y con el mayor respeto, “Padre Varela, le dijo, bendecid a mis hijos: os lo suplico!” Vuelve Varela hacia ella los ojos chispeantes de fervorosa caridad: huye de nuevo la muerte, y libra de su poder al justo: toma una de sus manos las manecillas de los inocentes y los bendijo: también bendijo a la madre y pidió a Dios que iluminara su espíritu. ¡Oh!, esta escena es indescriptible. Su impresión es sublime. Ella arroba el alma y la lleva hasta los cielos. Sólo el catolicismo puede ofrecerla: sólo el católico puede comprenderla: sólo su corazón puede explicársela. Todas las personas testigos de esta escena lloraron de ternura, y fortalecieron su fe. Al salir del aposento la Señora con sus niños, dijo muy conmovida, y llenos de lágrimas sus ojos: “¡Qué contenta estoy! Mis hijos serán felices: han sido bendecidos por el santo Varela”».
Después de la conversación en la casa cural anexa al templo parroquial, el Padre Aubril acompañó a Casal al cementerio del Tolomato. El terreno removido y algo levantado denunciaba la tumba reciente; en torno a la misma habían sembrado unos arbolitos todavía tiernos y, junto a ellos, habían colocado dos cruces toscas de madera. Después de orar un rato, Casal propuso al Padre Aubril levantar una capilla a nombre de los cubanos y colocar en ella los restos del Padre. El Padre asintió, contándole, además, a Casal que, desde su primera visita a San Agustín, el Padre echaba de menos una capilla en el cementerio y que sólo debido a la carencia de recursos había abandonado la idea. Casal propuso que se levantase en un pequeño terreno colindante con el cementerio que él adquiriría y con ello se ampliaba el cementerio. El Padre Aubril también asintió y allí mismo, antes de abandonar el camposanto, en una hoja de papel que extrajo de su cartera, Casal trazó un diseño de cómo creía que debería ser la capilla y cuáles serían sus dimensiones.
Casal consideró la posibilidad de exhumar el cadáver y trasladarlo a La Habana, pero el Padre Aubril le pidió que desistiese de la idea, pues el pueblo no lo permitiría. Pocos días después cuando ya Casal había abandonado, por el momento, la idea del traslado de los restos y había adquirido el terreno y se ocupaba con albañiles y artesanos del proyecto para la construcción de la capilla, corrió la voz por San Agustín de que había llegado alguien comisionado por los amigos cubanos del Padre para llevarse el cadáver. Trabajo costó calmar los ánimos, que no se tranquilizaron del todo hasta que no se supo claramente lo que se estaba haciendo.
Los amigos de Cuba fueron consultados por Casal y aprobaron el proyecto con una sola enmienda: el altar no sería el del proyecto, sino una imitación de la mesa del altar de la Catedral de La Habana, en donde Varela había sido ordenado sacerdote, y no sería encargado a Nueva York, sino que sería realizado en La Habana, por artífices cubanos y con caoba de la Isla.
El 22 de marzo de 1853, apenas un mes después del fallecimiento del Padre, tuvo lugar la colocación de la primera piedra de la capilla, ceremonia solemne a la que asistieron muchas personas de San Agustín y de sus alrededores, que partieron en cortejo desde la Catedral. Bajo la piedra angular se colocó una caja de madera encerrada en otra de metal con la autorización firmada por el párroco, Padre Edmund Aubril, y por John M. Montane, presidente de los trustees de la parroquia, así como una copia del texto de los dos discursos que fueron pronunciados: uno, por el propio Casal, y otro por el Padre Jeremiah F. O’Neill.
El Padre Jeremiah F. O’Neill era párroco de la única iglesia católica de Savannah, la de San Juan Bautista. Era irlandés y un repealer muy activo, o sea, miembro del movimiento irlandés Repeal (Revocación), apoyado por muchos norteamericanos, que luchaban porque fuese derogada la unión política entre la Gran Bretaña e Irlanda, consumada en 1801 con la abolición del Parlamento de Irlanda. Además, era un combatiente incansable por los derechos de los irlandeses que trabajaban en la construcción de los ferrocarriles en los Estados Unidos. Era amigo del Padre Varela desde hacía años, pues había estado en Nueva York promoviendo el movimiento Repeal en los tiempos en que el Padre era párroco de la Transfiguración, cuya feligresía—ya se ha consignado—era mayoritariamente irlandesa.
Los detalles de la ceremonia de bendición y colocación de la primera piedra de la capilla funeraria nos son conocidos por el folleto que se imprimió en Charleston: Ceremonies at the laying of the corner Stone of a Chapel in the Roman Catholic Cementery in the City of St. Agustine, Florida, dedicated to the memory of the Very Rev. Félix Varela, late Vicar General of New York. Charleston. Printed by Councell & Phinney, 119 East Bay. 1853.
Dos días después de la ceremonia, Casal regresó a La Habana. Inmediatamente integró un comité, del que eran miembros don José de la Luz y Caballero y el Padre Francisco Ruiz, para continuar con la parte del proyecto que correspondía a La Habana. Encargaron al taller de don Tomás Atteridge la construcción de un altar de caoba con la parte superior de mármol y gaveta para guardar los ornamentos, una cruz de palo de rosa con cantoneras de plata, candelabros y atriles de madera. La losa del sepulcro también se labró en La Habana con una inscripción que mantiene el error de la fecha de la muerte:
Al PADRE FELIX VARELA
LOS CUBANOS
Ob. Febrero 25 de 1853
Se labró también otra losa de mármol para que fuese colocada en una de las paredes de la capilla en la que se deja constancia de que la capilla fue erigida por cuenta de los cubanos para que en ella se conservasen los restos del Padre Varela. Los cubanos enviaron también una alfombra y una pintura de la Transfiguración. Cuando todo estuvo listo, con suma rapidez, se envió a San Agustín. La construcción de la capilla, estilo neoclásico, como un templete grecorromano, con cuatro columnas en la fachada y una cruz sencilla en el ángulo superior, ya estaba prácticamente terminada. El día 13 de abril de 1853 fueron trasladados los restos del Padre a su nuevo sepulcro y el Padre Aubril celebró la Misa. De la carta que escribió a Casal a La Habana son los siguientes párrafos:
«Esté V. Seguro de que nuestro buen Padre Varela jamás puede ser olvidado en San Agustín. Desde el día de San Hermenegildo, uno de los santos favoritos de los españoles, han tomado incremento el respeto y la veneración debidos a tan virtuoso sacerdote. En dicho día, 13 de abril de 1853, sus venerables restos fueron reconocidos por mí, y por los celadores de la iglesia, y conducidos en procesión solemne a la capilla edificada por algunos de sus agradecidos discípulos cubanos, y depositados bajo una losa de mármol, en que se lee su nombre. Ese día, a las nueve de la mañana, numerosos amigos de Varela llenaban la iglesia. Subí al púlpito, pronuncié una oración preparada al intento, y después se formó la procesión, que fue en extremo vistosa e imponente, y que se dirigió silenciosamente al cementerio, uno de los lugares más venerables del país, por haber sido el teatro sangriento en que, hace trescientos años, un santo misionero fue sacrificado al pie del altar en que había celebrado varias veces el santo sacrificio de la Misa para los salvajes mismos que lo asesinaron.
Bendije la capilla; y mientras la concurrencia estaba arrodillada afuera, y se extendía por el cementerio, se dijo una misa solemne, en el mismo bello altar que también costearon los antiguos discípulos del Padre Varela. Desde aquel memorable día, una comisión de cinco Señoras ha tomado a su cargo ir allí todos los lunes por la tarde, para rogar a Dios en aquella querida capilla por las almas de los difuntos, y muy en especial por la del Padre Varela.
¡Oh!, estoy seguro de que el buen Padre no será olvidado nunca en San Agustín; y espero que si algún día se conducen sus restos a Cuba, algunos se dejarán en esta capilla.»
Resulta sorprendente que el Padre Aubril reitere, precisamente en una carta a Casal, que fueron los antiguos discípulos del Padre quienes costearon las obras; Casal estaba muy al corriente de ello y el Padre Aubril lo sabía, pro así lo escribió, quizás para dejar constancia de que se había procedido de esa forma y que él, que era el párroco, conocía bien el asunto.
Mientras tanto, ¿qué sucedía en Nueva York? Cuando la carta del Padre Sheridan (...) llegó al arzobispo Hughes, ya éste había sabido la noticia por Juan Bautista Lasala, el viejo amigo del Padre, que se había enterado primero de lo que había sucedido en San Agustín. Es posible—pero sólo es una conjetura—que la fuente agustiniana de Lasala le haya escrito inmediatamente después de la noche del 18 de febrero, sin esperar hasta el día siguiente del funeral, o sea, hasta el día 26, como hizo el Padre Sheridan.
El 8 de marzo ya la prensa secular se hizo eco de la noticia. El New York Daily Times, de Henry J. Raymond, publicó una nota que incluye el siguiente párrafo:
«Su muerte será sinceramente lamentada en New York, en donde sirvió durante años como Párroco de la Iglesia de la Transfiguración, en donde el fue casi universalmente conocido como hombre de vida irreprochable, de gran celo y piedad y de carácter benevolente. Las bendiciones de los pobres reposarán siempre sobre su recuerdo».
El 10 de marzo, a las diez de la mañana, tuvo lugar una Misa Pontifical de Réquiem, celebrado por el arzobispo Hughes, en la antigua catedral de San Patricio, tal y como correspondía en el caso de la muerte de un Vicario General y de un párroco tan ejemplar como querido. En la Metropolitan Catholic Bookstore, sita en el n. 556 de Broadway, se puso en venta una litografía con el retrato del Padre. El Freeman’s Journal, en su edición del 12 de marzo, imprimió la tantas veces mencionada del Padre Sheridan, enmarcada en bordes negros. El mismo periódico, el día 19, publicó una versión bastante anplia de la vida del Padre, aparentemente elaborada por el propio Arzobispo con datos que le ofrecieron por escrito D. Juan B. De Lasala (7 de marzo de 1853) y D. Agustín José Morales (marzo de 1853, sin identificación el día), primo del Padre Varela, miembro del claustro de profesores de la New York Free Academy, conocida luego como College of the City of New York. En este obituario atribuido al Arzobispo se ponen de relieve las actividades de Varela en las Cortes, sus cualidades como filósofo, su heroísmo durante la epidemia del cólera en Nueva York, la caridad para con los pobres y la entrega de su capital personal para la provisión de las iglesias en Nueva York.
En 1870 la ciudad de San Agustín fue elevada a la categoría de sede diocesana. El primer obispo fue Mons. Agustín Verot, que había conocido al Padre Varela cuando, como él, asistía a los concilios de Baltimore como perito. Murió en 1870 y, a falta de mejor tumba en la diócesis, lo enterraron en la misma capilla del cementerio de Tolomato en donde reposaban los restos del Padre.
*El recuerdo de Varela permanecía vivo entre los cubanos más genuinos, pero la jerarquía eclesiástica y el clero de siglo XIX en Cuba, muy mayoritariamente español y enemigo de la independencia política de España, no se hacía eco de esta admiración, debido a las ideas políticas del Padre, aunque nunca se ignoró su condición de sacerdote ejemplar. Buen ejemplo da la concepción que los cubanos genuinos guardaban del Padre Felix Varela es la alta estimación que por él sentía Jose Martí, quien incluso peregrinó a su tumba y lo consideraba santo, canonizado por el pueblo cubano. No se pueden dejar de mencionar los numerosos trabajos sobre Varela de lo mejor de la intelectualidad cubana de la época: José María Casal, José de la Luz y Caballero, Francisco Calcaño, José Ignacio Rodríguez, Vidal Morales y Morales, etc. Aunque algunos estuvieran en desacuerdo con el Padre en la materia filosófica o política, todos coincidían en reconocer su ejemplaridad integral. Uno de los casos más evidentes y comentados de esta admiración discrepante es el ensayo Error Político de Don Félix Valera: Los Contemporáneos y La Posteridad, de D. Antonio Bachiller y Morales, publicado en la Revista Cubana, que dirigía D. Enrique José Varona, en el número de octubre de 1885.
Los «varelianos» de Cuba no habían desistido del propósito de traer los restos del Padre a Cuba. Se argumentaba que La Habana era su lugar natural y, además, que Mons. Verot había sido enterrado inconsultamente en un monumento funerario levantado por los cubanos para su compatriota, que no estaba bien cuidado, que los restos de Varela se podían confundir con los de Verot, etc. En 1891, a la sombra de la Sociedad Económica de Amigos del País, se formó una comisión que pudiese lograr el traslado. Estuvo integrada por Alfredo Zayas (después Presidente de la República), Manuel Valdés Rodríguez, Enrique José Varona, Ramón Meza, José Varela Zequeira, Raimundo Castro, Hilario Cisneros, Pedro A. Pérez y Silverio Jorrín. A pesar de la lista tan eminente, no se pudo llevar a efecto el proyecto. Las autoridades de la Iglesia en Cuba estuvieron ausentes de esta gestión frustrada.
Finalmente, ya constituida la Republica, los restos del Padre Varela fueron devueltos a Cuba. El 6 de noviembre de 1911, el obispo William J. Kenny, de San Agustín, permitió la exhumación y entregó los restos del Padre al Dr. Manuel Landa Gonzáles, Presidente de la Audiencia de Pinar del Río, y a D. Julio Rodríguez Embil, Cónsul de Cuba en Jacksonville. Fueron trasladados inmediatamente a La Habana, en donde se celebraron veladas académicas en el Ateneo, la Junta de Educación y la Sociedad Económica de Amigos de País, para terminar con la oración fúnebre en la Catedral y el acto académico en el Aula Magna de la Universidad el domingo 19 de noviembre a las diez y media de la mañana. El entonces Obispo de la Habana, Mons. Pedro González Estrada, fue invitado por el Rector de la Universidad, Dr. Leopoldo Berriel, pero se excusó en carta del 18 de noviembre:
«Siendo mañana, precisamente, día de precepto y tener que atender a la santa Misa, en la hora en que se efectuará la sesión solemne de referencia, ruego a su bondad se sirva excusar mi presencia».
Los restos quedaron depositados en la Universidad hasta que fue concluido el cenotafio de mármol blanco, también en el Aula Magna, en el que definitivamente fueron depositados en el marco de una solemne velada y homenaje que tuvo lugar el 22 de agosto de 1912. En la urna funeraria se grabó una inscripción en latín que, traducida al castellano, afirma:
AQUÍ DESCANSA FÉLIX VARELA
SACERDOTE SIN TACHA, EXIMIO FILÓSOFO,
EGREGIO EDUCADOR DE LA JUVENTUD,
PROGENITOR Y DEFENSOR DE LA LIBERTAD CUBANA
QUIEN VIVIENDO HONRÓ A LA PATRIA
Y A QUIEN MUERTO SUS CONCUIDADANOS
HONRAN EN ESTA ALMA UNIVERSIDAD EN EL DÍA
19 DE NOVIEMBRE DEL AÑO 1911,
La juventud estudiantil
en memoria de tan gran hombre.
Con posterioridad, al mismo tiempo que se incrementaban los estudios valerianos, algunos investigadores sembraron la duda acerca de la identidad de los restos que se guardaban en el cenotafio del Aula Magna: ¿eran realmente los del Padre Valera o eran del Obispo Verot? Fue construida una comisión interdisciplinar de alta capacitación técnica integrada por: Julio Morales Coello como presidente, Luis Felipe Le Roy, secretario, Carlos García Robiou, Esteban Valdés-Castillo Moreira y Elías Entralgo Vallina. Tenían el encargo de verificar la identidad de los restos con los recursos de la ciencia y la técnica contemporáneas. Es esta ocasión, la Iglesia católica—tan poco presente en todas las gestiones post mortem relacionadas con el Padre—sí estuvo muy atenta y presente, de manera muy especial en la persona del Cardenal Arzobispo de La Habana, Manuel Arteaga y Betancourt. A él le fueron entregados los restos, ahora debidamente identificados, el 17 de diciembre de 1954. El cardenal Arteaga reservó una porción muy pequeña de las reliquias del Padre (que se conservan en caja fuerte en el Arzobispado de La Habana) con la intención de poder disponer de ellas para su veneración el día en que el Padre fuese elevado a los altares. Era el deseo del cubano Cardenal y tenía la convicción de que algún día se cumpliría, aunque él no se contara ya entre los vivos. En ceremonia solemne colocó el cofre con los restos en el cenotafio inaugurado en 1912. El informe completo de la comisión fue entregado a la prensa el 20 de noviembre de 1955, 167º aniversario del nacimiento del Padre.
Ya desde la década de los cuarenta la Iglesia católica se había ido haciendo más explícitamente presente en la realidad nacional y este incremento trajo aparejada la manifestación creciente de aprecio por el Padre Varela. El Encuentro Nacional Eclesial (ENEC), celebrado en La Habana del 17 al 23 de febrero de 1986 y que ha sido considerado con sobradas razones como uno de los eventos que más han marcado el camino de la Iglesia en la Isla, tuvo lugar precisamente en esa fecha para que coincidiese con el 133º aniversario de la muerte del Padre Varela. Incluyó una visita de todos los participantes al Aula Magna como gesto de veneración y de reconocimiento al Padre. Uno de los acuerdos del ENEC fue pedir a los Obispos que iniciasen oficialmente su causa de beatificación. Diez años después, en 1996, en el ENEC II, se agilizaron los pasos finales de la etapa correspondiente a nuestro país en la investigaciones propias de la causa. Esta etapa fue concluida solemnemente el 15 de agosto, Solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora.
Del 17 al 20 de diciembre de 1997, bajo el patrocinio de la UNESCO y de la Casa de Altos Estudios «Don Fernando Ortiz» de la Universidad de La Habana, se celebró, en la misma Universidad, el Encuentro Internacional Félix Varela, con amplia participación internacional. La Iglesia católica también estuvo presente: la que está en Cuba y la Santa Sede, por medio de los actuales postuladores de la causa en Roma.
Un mes después, en la tarde del 23 de enero de 1998, durante su visita pastoral a Cuba, S.S. Juan Pablo II tuvo un encuentro con el mundo de la cultura en el Aula Magna de la Universidad. Antes de iniciar los discursos académicos, el Santo Padre se detuvo a orar en silencio frente al cenotafio que guarda los restos del Padre. A él se refirió ampliamente en su discurso. Sean algunos párrafos del mismo, o sea, la palabra autorizada del Papa, los que resuman, subrayen los elementos más importantes y pongan fin a esta aproximación biográfica del Padre Varela, en quien todos los cubanos reconocemos al padre de nuestra cultura y en quien los católicos, además, vemos uno de los testimonios más acabados de existencia cristiana y sacerdotal en nuestra Patria, que nos estimula en el seguimiento fiel y la gozosa imitación de Jesús de Nazaret, enraizados en la verdad de nuestra identidad nacional. Entre otras cosas, todas medulares, dijo S.S. Juan Pablo II en aquella tarde memorable para todos los cubanos:
«[…]Hijo preclaro de esta tierra es el Padre Félix Varela y Morales, considerado por muchos como piedra fundacional de la nacionalidad cubana. Él mismo es, en su persona, la mejor síntesis que podemos encontrar entre fe cristiana y cultura cubana. Sacerdote habanero ejemplar y patriota indiscutible, fue un pensador insigne que renovó en la Cuba de siglo XIX los métodos pedagógicos y los contenidos de la enseñanza filosófica, jurídica, científica y teológica. Maestro de generaciones de cubanos, enseñó que para asumir responsablemente la existencia lo primero que se debe aprender es el difícil arte de pensar correctamente y con cabeza propia. Él fue el primero que habló de independencia en estas tierras. Habló también de democracia, considerándola como el proyecto político mas armónico con la naturaleza humana, resaltando a la vez las exigencias que de ella se derivan. Entre esas exigencias destacaba dos: que haya personas educadas para la libertad y la responsabilidad, con un proyecto ético forjado en su interior, que asuman lo mejor de la herencia de la civilización y los perennes valores transcendentes, para ser así capaces de emprender tareas decisivas al servicio de la comunidad; y, en segundo lugar, que las relaciones humanas, así como el estilo de convivencia social, favorezcan los debidos espacios donde cada persona pueda, con el necesario respeto y solidaridad, desempeñar el papel histórico que le corresponde para dinamizar el Estado de Derecho, garantía esencial de toda convivencia humana que quiera considerarse democrática.
El Padre Varela era consciente de que, en su tiempo, la independencia era un ideal todavía inalcanzable; por ello se dedicó a formar personas, hombres de conciencia que no fueran soberbios con los débiles, ni débiles con los poderosos. Desde su exilio de New York, hizo uso de los medios que tenía a su alcance: la correspondencia personal, la prensa y la que podríamos considerar su obra cimera, las Cartas a Elpidio sobre la impiedad, la superstición y el fanatismo en sus relaciones con la sociedad, verdadero monumento de enseñanza moral, que constituye su precioso legado a la juventud cubana. Durante los últimos treinta años de su vida, apartado de su cátedra habanera, continuó enseñando desde lejos, generando de ese modo una escuela de pensamiento, un estilo de convivencia social y una actitud hacia la patria que deben iluminar, también hoy, a todos los cubanos.
Toda la vida del Padre Valera estuvo inspirada en una profunda espiritualidad cristiana. Ésta es su motivación más fuerte, la fuente de sus virtudes, la raíz de su compromiso con la Iglesia y con Cuba: buscar la gloria de Dios en todo. Eso lo llevó a creer en la fuerza de lo pequeño, en la eficacia de las semillas de la verdad, en la conveniencia de que los cambios se dieran con la debida gradualidad hacia las grandes y auténticas reformas. Cuando se encontraba al final de su camino, momentos antes de cerrar los ojos a la luz de este mundo y de abrirlos a la luz inextinguible, cumplió aquella promesa que siempre había hecho:
“Guiado por la antorcha de la fe, camino al sepulcro en cuyo borde espero, con la gracia divina, hacer, con el último suspiro, una protestación de mi firme creencia y un voto fervoroso por la prosperidad de mi patria” (Cartas a Elpidio, tomo I, carta 6, p. 182).
[…] Peregrino en una Nación como la suya, con la riqueza de una herencia mestiza y cristiana, confío que en el porvenir los cubanos alcancen una civilización de la justicia y de la solidaridad, de la libertad y de la verdad, una civilización del amor y de la paz que, como decía el Padre Varela, “sea la base del edificio de nuestra felicidad”. Para ello me permito poner de nuevo en las manos de la juventud cubana aquel legado, siempre necesario y siempre actual, que el Padre Varela encomendó a sus discípulos: “Diles que ellos son la dulce esperanza de la patria y que no hay patria sin virtud, ni virtud con impiedad.”»
*Tomado de Mons. Carlos Manuel de Céspedes, Pasión por Cuba y por la Iglesia. Aproximación biográfica al P. Félix Varela, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, MCMXCVIII.