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¿En qué tiempo vivir? (II) Jacques Rancière (En conversación con Eric Hazan)

 

 

31 de julio de 2021

 

 

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Tomado de Jacques Rancière, En quel temps vivons nous ? Conversation avec Eric Hazan (París, La Fabrique éditions, 2017, pp. 32-73). Traducido del francés por Rolando Prats. Existe en español una traducción anterior, ¿En qué tiempo vivimos? Conversación con Eric Hazan (trad. Javier Bassas Vila), Madrid, Ediciones Casus Belli (Pensamiento Atiempo), 2019, de la que el texto que sigue —por razones que van de lo idiomático a lo auto-referencial— se aparta ostensiblemente. El título con que se publica ahora esta nueva versión es de Rolando Prats. Se han seleccionado y reelaborado, según lo creyó conveniente el traductor para la mejor comprensión puntual del texto de la conversación de Rancière con Hazan, algunas de las notas del original en francés, de la edición española de Casus Belli y de la traducción al inglés del mismo texto, What Times Are We Living In? A Conversation with Eric Hazan (trad. Steven Corcoran), Cambridge (UK) & Medford, MA (USA), Polity, 2021. La primera parte de esta nueva traducción puede leerse aquí.

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Usted afirma muy acertadamente que lo esencial es poner fin a la idea de la dominación como un enorme y coherente sistema; que esa dominación opera, al contrario, por medio de una combinación de elementos y configuraciones heterogéneas. De aceptarse esa idea, ¿qué se haría de la descripción tan generalizada de un “estado actual del mundo”, según la cual el mundo estaría como recubierto por una gran nube negra —contaminación del aire y terrorismo, derivas autoritarias en el este de Europa, masacres en el Cercano Oriente, elección de Trump, auge del Frente Nacional en Francia…? ¿No deberíamos desconfiar de esa visión globalizante? ¿No se tratará más bien de una construcción formada por configuraciones heterogéneas y, no obstante, convergentes? En cuanto a la pregunta “¿cómo se ha llegado hasta aquí?”... ¿Quién es el sujeto de ese “se ha llegado”? ¿Y dónde está ese “aquí”? Es decir, ¿no deberíamos rechazar el efecto de la globalización en el pensamiento, dejar de amalgamar situaciones diferentes en un gran “macerado” derrotista?

 

 

Retengamos, de todo este asunto, la relación entre cuatro términos por la que debemos interrogarnos: global y diferenciado, macerado y derrotismo. Y empecemos por este último: el “derrotismo” no es “el efecto de la globalización sobre el pensamiento”. El derrotismo no es sino el efecto de la derrota y, más precisamente, el efecto de medio siglo de derrotas, de combates y de esperanzas. A principios de 1960, a raíz de la emergencia del Tercer Mundo, la conferencia de Bandung, la Revolución cubana, los movimientos de descolonización en África, el desarrollo de un nacionalismo laico y modernista en los países árabes y musulmanes, se creía que estaba en marcha un amplio movimiento hacia un mundo más libre y más igualitario. A finales de esa misma década, también recibió un nuevo impulso el movimiento revolucionario en Occidente y en América Latina. Más tarde, a finales de los ochenta, nacieron nuevas esperanzas tras la desintegración del imperio soviético. Por último, más recientemente, tuvo lugar el formidable acontecimiento de la primavera árabe.

 

Todos esos combates se perdieron, a todas esas esperanzas no sucedió sino la decepción. En su lugar, hubimos de asistir a la “revolución conservadora” de la Thatcher y de Reagan, la lenta erosión de todas las conquistas sociales y el fracaso de los movimientos obreros en Occidente, las diversas derivas de los antiguos países comunistas, las dictaduras y los gobiernos corruptos en África y, de algún modo, por doquier en el mundo, las guerras étnicas en la antigua Yugoslavia, el ascenso del islamismo radical en Oriente Medio, el de las fuerzas reaccionarias y racistas prácticamente por todas partes en Occidente. A menos que adoptemos la posición pueril que consiste en decir que todas esas derrotas resultaron ser algo maravilloso, puesto que barrieron todas las ilusiones ante la realidad desnuda de la dominación, tenemos que partir de ahí: el primer problema, hoy en día, no consiste en tratar de ir más lejos hacia adelante, sino en ir a contracorriente del movimiento dominante.

 

Ante este inventario, el “macerado” no deja de prestar sus servicios. El macerado es ese movimiento de totalización que atribuye todas esas derrotas a una misma causa primera, que ve en todos los desastres contemporáneos una única y misma catástrofe, las múltiples formas de manifestación de un carácter fundamental que define el tipo de mundo al que pertenecemos. Una catástrofe metafísica que denominaremos acosmismo, dominación de la técnica, crisis de lo simbólico y demás. Esas diversas formulaciones de la “catástrofe” contemporánea tienen un origen común, a saber, el pensamiento de Heidegger, ya sea directamente o a través de relevos privilegiados (Hannah Arendt, Levinas o Lacan), o bien incluso por absorción de teorizaciones venidas de otros lugares, como la crítica situacionista del “espectáculo”, que originalmente se nutrió de Feuerbach o de Marx, pero que rápidamente se convirtió en simple ilustración de la gran crítica del mundo tecnificado en que el orden simbólico se ha derrumbado en las marismas de lo imaginario. Podríamos tratar de desembarazarnos de todo ello y decir que esa visión totalizante es la de un espectador situado en el exterior, pero con ello estaríamos olvidando un punto fundamental: es el actor, más que el espectador, quien necesita una visión totalizante. Y la “gran nube negra” no es un arranque de depresión de un solo día, es la forma de transformación del tipo específico de totalización que había sostenido los combates, las esperanzas y, en última instancia, el triunfalismo de ayer.

 

Es ese tipo específico de anudamiento el que el marxismo había establecido entre dos tipos de totalidad: la que conviene a la acción y la que viene determinada por la ciencia. La política siempre requiere de una cierta globalidad: necesita un recorte global de la situación, una percepción de conjunto y un afecto global. Es cierto que esa globalidad que recorta un escenario, una situación, unos actores y unas acciones, es muy diferente de una visión global del mundo y de un diagnóstico global. Esa globalidad procede más bien por rarefacción. Lo propio de la acción, en general, es reducir los factores de una situación, cortar la red infinita de dependencias por las cuales tal acción se inscribe en una realidad global, a fin de constituir el espacio de una subjetivación. La afirmación política de un derecho, de una igualdad o de una solidaridad no se preocupa por averiguar si el orden global de una sociedad o de un mundo es compatible con esa afirmación. En cierto sentido, la globalidad de la acción que recorta el escenario y reduce los factores se opone a la globalidad de la ciencia que liga todo fenómeno particular a la totalidad de un sistema de causas y efectos. El problema es que, en la edad moderna, la emergencia de las ciencias sociales ha producido una confusión tendencial entre las dos globalidades. Se ha decretado que toda acción política depende de una ciencia de la historia o de la sociedad, la cual determina las condiciones que harían posible esa acción, sus actores, su terreno y sus oportunidades de acción. Si hay una diferencia entre la “política de los antiguos” y una “política de los modernos”, esa diferencia no radica en la manida oposición entre el primado antiguo de lo colectivo y el primado moderno del individuo y de sus libertades. Esa diferencia radica en la exigencia moderna —esa exigencia metapolítica— de que la política se deduzca de una ciencia de la sociedad y de las fuerzas que la ponen en movimiento. Sin duda, esa exigencia nunca encuentra una satisfacción real. La ciencia tiene el doble defecto de tallar una figura demasiado grande para la acción y de perderse en demasiados detalles que la paralizan. Sin embargo, a falta de servir realmente de guía de la acción política, durante mucho tiempo la ciencia marxista proveyó a sus espacios de subjetivación ciertos esquemas temporales, mapas de territorios para la acción, formas de interpretación, un registro de afectos y esquemas de coordinación entre la interpretación de las situaciones, la delimitación de las acciones y el mantenimiento de los afectos. La ciencia marxista delimitó, pues, un equilibrio entre las dos formas de globalidad. Fue ese equilibrio, precisamente, lo que se perdió en esa sucesión de derrotas que no sólo lo fueron de los luchadores y sus esperanzas, sino también de las formas de articulación entre percepción, interpretación y acción. No existe ya un saber de la acción que se legitime en una ciencia de la sociedad. Los comentarios marxistas rigurosos que, cada día, en las redes sociales, nos enseñan a ver en toda situación el efecto de la dominación mundial del capital ofrecen una respuesta para todo, pero esa “respuesta para todo” no construye ningún espacio de concordancia entre percepción, pensamiento, afecto y acción.

 

De ahí que el pensamiento post-heideggeriano sobre la gran catástrofe haya ocupado más o menos ese lugar, pues semejante pensamiento tiene al menos la ventaja de definir un paisaje y un afecto global que permiten construir la visibilidad y el sentimiento del horror global, al que se puede entonces oponer una forma de salvación que aparece, así, como su otro absoluto. Esa salvación es quizá una enésima crítica del humanismo, el antropocentrismo y el cartesianismo, que asume la defensa de la tierra, de Gaia o del planeta en lugar de la defensa de quienes luchan por la libertad humana o la igualdad entre los seres humanos. Podría ser esa la reafirmación de un comunismo como pura idea platónica, liberada de la ciencia marxista de la historia y del análisis de las relaciones de fuerza mundiales realizado por una vanguardia. Ahora bien, esa salvación no puede pensarse sin tener como trasfondo esa “gran nube negra”. A pesar de todo, hay algo que Badiou, Žižek y el Comité Invisible comparten con Finkielkraut, Houellebecq o Sloterdijk: y es esa descripción básica del nihilismo de un mundo contemporáneo al “servicio de los bienes” y de los hechizos democráticos del narcisismo mercantil. Huelga decir que cada uno de ellos lo mira desde perspectivas muy diferentes y extraen conclusiones claramente opuestas. Pero todos comparten esa visión heideggeriana de un mundo decadente que llama a un vuelco radical y que ha ocupado el lugar de la visión marxista de una revolución que libere las potencialidades ya formadas por el progreso del mundo.

 

Para responder al efecto de ese nubarrón no podemos decir simplemente que debemos desembrollar los elementos de la situación y tratarlos por separado. Y ello porque el problema consiste, precisamente, en saber cómo se entiende esa diferenciación, cuál es el sujeto que la lleva a cabo y en nombre de qué criterio. Diferenciación que, en este caso, no significa solamente salir del “gran macerado derrotista”, sino salir del tipo de subjetividad cuyo producto fundamental es precisamente ese macerado: el mismo tipo de subjetividad que equiparaba la acción política con el tiempo de un proceso global y que determinaba, en función de ello, los modos de articulación y de jerarquización entre elementos. Ahora bien, de hecho ese desembrollo existe y produce el tipo de militantismo que hoy prevalece hoy, ese que se hace cargo de una circunstancia específica —una forma de dominación, un tipo de injusticia— en un marco en que los elementos de la situación se dan claramente, son perfectamente distinguibles, y en que se sabe por qué se está luchando, para quién y con quién: para defender el derecho de los pobres que van a ser desalojados de sus casas o de los campesinos a quienes se quiere expulsar de su tierra, para luchar contra un proyecto que amenaza el equilibrio ecológico, o darles acogida a quienes han tenido que huir de su país, o impedir que los devuelvan a sus lugares de origen, proporcionales medios para que se integren ahí adonde hayan llegado, ofrecerles medios de expresión a quienes no los tengan, permitir que una u otra categoría de seres humanos discriminada por una u otra razón —sexo, origen, capacidad física— imponga una regla de igualdad, y miles de otras luchas de ese tipo. Lo que caracteriza a todas esas luchas no es simplemente, como se suele decir, su inscripción en lo particular, sino el hecho de cuestionar los esquemas tradicionales de unión entre lo particular y lo universal. La universalidad de una exigencia se afirma directamente en cada terreno presuntamente parcial sin pasar por esas formas de universalidad que antaño integraban —o pretendían integrar— un objetivo particular en una lucha general. Ese tipo de luchas puede encontrarse, sin duda, en movilizaciones que responden a ofensivas de carácter global (el contrato de primer empleo o la ley del trabajo en Francia, las exigencias de la Troika en Grecia...). Sus actores se han congregado en plazas de Madrid, Estambul, Nueva York o Atenas, donde los movimientos han reunido a personas provenientes de una u otra forma específica de movilización —por los derechos de las mujeres, el derecho a la vivienda, el medio ambiente, los medios de comunicación alternativos, el antirracismo u otras causas. Sin embargo, esa suma no desembocaba en un colectivo que integrase las luchas parciales en un combate global. Era más bien la ocupación misma, como oposición entre espacios y tiempos, lo que constituía un estar-juntos en común, sin universalizar las luchas parciales y sin dejar, en cambio, de reafirmar el rechazo global de un mundo global que las atravesaba a todas. En esos agrupamientos ocurre básicamente lo mismo que en las luchas específicas. Singularización de las luchas y agrupamientos de los actores se efectúan al margen de la idea de una fusión orientada por una visión de la historia y del futuro. Son, de algún modo, maneras de construir lo común y una manera de estar en común que se afirman en cada circunstancia más que una manera de actuar que coordine acciones y sintetice sus sentidos. Hay ahí, tal vez, un giro ético de la política más profundo y más radical que el que analicé y denuncié hace veinte años.

 

Ello afecta, asimismo, la cuestión del sujeto que podría determinar de quién se trata y dónde. Hoy nos costaría identificar el discurso de una subjetividad activa que sintetice la experiencia de esas diferentes maneras de construir lo común. Los movimientos recientes dieron lugar a muchos discursos, pero esa diversidad misma excluía la forma de un discurso que captara el sentido global del movimiento en una secuencia histórica. El se de la propia interrogante a la que hacía usted alusión en su pregunta —“¿cómo se ha llegado hasta aquí?”— en cierto sentido conlleva el reconocimiento de que no existe un nosotros que cargue con la memoria de todo lo que nos ha ocurrido desde la época de las grandes esperanzas de los años 60; que pueda sacar las cuentas de esos años, inscribir ese saldo en la dinámica de las luchas recientes y extraer de ahí unas reglas para la acción. Lo que hay son saldos singulares, cartas a “nuestros amigos”, llamados “a la juventud”. Existe, en particular, esa constelación de individuos a la que pertenezco y que, desde la experiencia de este último medio siglo, les hablan a los jóvenes que desean encontrar en esa historia las mismas razones para la esperanza que a menudo los propios actores de esa historia ya perdieron. Hubo un tiempo en que Badiou afirmaba que se podía hablar de política sólo como militante, es decir, desde el interior de una organización. En la actualidad Badiou hace intervenciones públicas sobre política en las que no se reclama sino de sí mismo y no se dirige sino a oyentes o lectores efectivos y, al mismo tiempo, indeterminados. Esta observación no implica ningún reproche, simplemente subraya un desplazamiento real. Nuestra voz no es hoy la de un movimiento, pues no nos quedan sino discursos singulares que intentan pensar la potencia común implícita en los momentos singulares, mantenerlos en lo actual y mantener abierto el espacio de su composibilidad.

El primer problema, hoy en día, no consiste en tratar de ir más lejos hacia delante, sino en ir a contracorriente del movimiento dominante (...) Los movimientos recientes dieron lugar a muchos discursos, pero esa diversidad misma excluía la forma de un discurso que captara el sentido global del movimiento en una secuencia histórica. Preguntarse "¿cómo se ha llegado hasta aquí?” de algún modo conlleva el reconocimiento de que no existe un nosotros que cargue con la memoria de todo lo que nos ha ocurrido desde la época de las grandes esperanzas de los años 60; que pueda sacar las cuentas de esos años, inscribir ese saldo en la dinámica de las luchas recientes y de ahí extraer unas reglas para la acción. Lo que hay son saldos singulares, cartas a “nuestros amigos”, llamados “a la juventud”.

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Manifestación de Nuit debout, Place de la République, París, primavera de 2016.

© Stéphane Lagoutte

 

Desde que las manifestaciones en masa no son ya convocadas por los partidos ni los sindicatos, sino por innumerables micro-colectivos, las grandes banderolas y las consignas de las vanguardias se han visto sustituidas por un sinfín de pancartas en las que cada uno ha empeñado sus propias palabras y, eventualmente, hasta sus propios dibujos. Cuando la ocupación se desplazó de las fábricas a la calle, su aspecto de reconfiguración del espacio y del tiempo común se disoció de la forma con la hasta entonces se había identificado, a saber, la toma del poder por el colectivo obrero sobre la máquina productiva. Así se explica el lugar que han llegado a ocupar gente de teatro y performers, no como artistas al servicio del pueblo, sino como inventores de gestos y dramaturgias de distanciamiento.

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Permítame efectuar un ligero desplazamiento de perspectiva. Los discursos singulares de los que usted habla, incluso si no logran —o no intentan— imprimir al movimiento un sentido global ni situarlo en una secuencia histórica, ¿acaso no constituyen una novedad importante? Podría pensarse que la revolución estética que usted ha descrito tan claramente, la que tuvo lugar a mediados del siglo XIX y vio emerger la modernidad crítica, se vincula con los acontecimientos propiamente revolucionarios de 1848 y con sus efectos —desastre comparable con lo que ocurrió tras las esperanzas de los años 1960. De aceptarse ese paralelismo, ¿no sería lógico esperar una nueva revolución estética, que repudie tanto el pensamiento post-heideggeriano como la hegemonía cultural progresista? ¿Una nueva revolución surgida del movimiento de la primavera de 2016, con sus asambleas estériles y sus manifestaciones inéditas y alegres? En efecto, será difícil volver a establecer la relación entre la cultura y una política tan desarticulada, tan desprovista de todo proyecto —puesto que no estamos asistiendo a un reparto de lo sensible, sino a su fragmentación, lo cual es expresión de una gran riqueza y, al mismo tiempo, de una gran impotencia. ¿Qué formas adoptaría una ofensiva cultural que no aspirara a la hegemonía —pues yo diría que podemos detectar, aquí y allá, algunos síntomas de esa ofensiva? ¿Volvería a ser la literatura su terreno, o bien lo sería el cine o el universo digital o el teatro?

 

 

Debemos, de entrada, ponernos de acuerdo sobre lo que llamamos “revolución estética”. El proceso que he designado por ese nombre es un proceso muy largo del que he subrayado, principalmente, dos aspectos esenciales: por una parte, el arte se volvió autónomo como esfera de experiencia sensible y abolió las fronteras que separaban los temas y las maneras de hacer de las Bellas Artes respecto del mundo de la experiencia cotidiana; por otra, la cuestión de la transformación de la experiencia sensible, y no sólo de las instituciones y de las leyes, se instaló en el centro mismo del pensamiento y de la práctica revolucionaria. La revolución estética, en ese caso, establece un vínculo entre fenómenos cuyo sentido global es común, pero cuyas formas concretas, terrenos de efectividad y resultados suelen permanecer separados. Se introducen en el mundo del arte temas, personajes y situaciones prosaicas, o formas llamadas populares, acompañados de las revoluciones formales de las artes que de ello resultan. Pero también se introducen entre los hombres y las mujeres del pueblo ciertas formas de percepción y de sensibilidad y aspiraciones tomadas de la llamada cultura aristocrática. Se constituye un mundo autónomo de discursos, formas y acciones separados de sus usos sociales tradicionales, pero también se forman nuevas subjetividades militantes y se constituyen programas que destinan el arte no ya a la creación de obras, sino a la transformación de los marcos de la vida material en todos sus aspectos.

 

El anclaje de la revolución social pensada por Marx en la revolución estética se revela claramente en el único texto de cierta elaboración que Marx dedicó a la idea del comunismo, a saber, el tercero de los Manuscritos de 1844, en que el comunismo se define como la humanización de los sentidos humanos. Comunismo es el estado en que el ejercicio de los sentidos humanos es, para todos, su propio fin; en que tal ejercicio no está sometido a la vulgaridad de las necesidades, vulgaridad que, de hecho, es consecuencia de la propiedad. Más allá de su inmediata referencia a Feuerbach, vemos cómo esa definición depende de la revolución teórica formulada por Kant y Schiller. Fue Kant quien vio en el juicio estético un modo de aprehensión de la experiencia sensible en la que, por derecho, todos participan, pues esa experiencia se muestra indiferente a lo que haga de toda forma sensible algo útil para alguna finalidad y que pertenezca a algún propietario. Fue Schiller quien, de esa afirmación de una capacidad humana compartida, extrajo el principio de una igualdad concebida en términos de experiencia sensible y no ya de instituciones y leyes. He señalado en varias ocasiones que la revolución “humana” que el joven Marx oponía a la revolución política retomaba el núcleo mismo de la idea schilleriana de la educación estética del hombre, al vincular la libertad y la igualdad sensibles a la abolición no sólo de la división del trabajo, sino a la separación misma entre los fines de una actividad y sus medios. La revolución atañe al mundo percibido y sensible, a los gestos de cada día y a la manera en que los seres se relacionan los unos con los otros; la revolución implica que esos gestos y esas relaciones tengan su fin en sí mismos y no ya en una utilidad exterior. Tal es el núcleo estético de la idea marxista del comunismo y de la revolución.

 

Sabemos que ese principio estético no dejó de enfrentarse a la razón instrumental de las vanguardias, de la edificación de las “bases” del socialismo, de la disciplina revolucionaria, etc. Sabemos que en la revolución soviética se dio al traste con ese principio y, junto con él, a largo plazo, con la propia revolución. Desde la derrota de los artistas soviéticos de la generación revolucionaria, podemos decir que la revolución estética se convirtió en algo parecido a la gran reserva de posibilidades incumplidas pero siempre factibles de volver a ser actualizadas. Pensemos, por ejemplo, en la manera en que el surrealismo recogió, en sus palabras, imágenes y ficciones, la herencia de la ciudad insurreccional y fue capaz de transmitirla hasta que entró en escena la nueva generación insurgente de los años 1960. Pensemos, asimismo, en la manera en que las nuevas sensibilidades revolucionarias de esos años contribuyeron a nutrir no sólo formas de arte, sino formas de sensibilidad y maneras de hacer comunidad al margen de la vida “política” oficial.

 

Algunos sociólogos han querido oponer una dudosa “crítica artística”, siempre pronta a convertirse en “nuevo espíritu del capitalismo”, a la buena crítica social de siempre. Pero la crítica social nació en el terreno mismo de la revolución estética. Nació como rechazo de la separación que condena a unos al mundo de la utilidad y consagra a otros al mundo de los goces desinteresados. Y si en las últimas décadas las formas “estéticas” del rechazo al orden dominante han adquirido la importancia que conocemos, ello se debe a que la “crítica social”, tal y como esos sociólogos la entienden, se vio huérfana al mismo tiempo de vanguardia, de programas y de tropas. Asimismo, las formas de la radicalidad política adquirieron ese aspecto de distanciamiento estético respecto de las lógicas instrumentales. Desde que las manifestaciones en masa han dejado de ser convocadas por los partidos y los sindicatos, y lo son en cambio por innumerables micro-colectivos, las grandes banderolas y las consignas de las vanguardias se han visto sustituidas por un sinfín de pancartas en las que cada uno ha empeñado sus propias palabras y, eventualmente, hasta sus propios dibujos. Cuando la ocupación se desplazó de las fábricas a la calle, su aspecto de reconfiguración del espacio y del tiempo común se disoció de la forma en la que hasta entoncesse había identificado, a saber, la toma del poder por el colectivo obrero sobre la máquina productiva. Así se explica el lugar que han llegado a ocupar gente de teatro y performers, no como artistas al servicio del pueblo, sino como inventores de gestos y dramaturgias de distanciamiento. Desde el momento en que aparecieron revistas y editoriales independizadas de toda legitimidad vanguardista, vimos cómo se había consolidado una nueva solidaridad entre la radicalidad política y el esmero por las palabras, los gestos y las imágenes, que lo es también por la tipografía y la maquetación: se rechaza así disociar formas y contenidos, el aspecto de las palabras en la página y las proposiciones de que son portadoras; se rechaza separar el sentido decidible de una imagen y su afecto indemostrable. Fuimos testigos de la polémica que suscitó recientemente la exposición “Soulèvements”[13], a la que se le reprochó haber separado las formas de la insurrección de su contenido. Reproche que carece de todo peso si lo que pretende es simplemente restablecer, contra una desviación “estetizante”, una jerarquía que afirme el primado del contenido sobre la forma. Reproche que sólo es válido si se lo considera en ambos sentidos y si se entiende que el fondo “estético” de la política de emancipación es, precisamente, la indistinción entre el fin y los medios. De hecho, es ese principio de indistinción el que rompe con las formas tradicionales de la política de extrema izquierda, es decir, con sus maneras de poner ciertas formas —política electoral, acción reivindicativa, producción artística u otras— al servicio de fines revolucionarios más o menos lejanos. Ello implica, de hecho, una relación de vecindad entre escena política radical y escena artística que provee tanto a la una como a la otra nuevos recursos: por un lado, los recursos nuevos aportados a la acción política por las invenciones de lo performático, de giros lingüísticos, de las nuevas encarnaciones dadas a las palabras y a las ficciones de ayer, pero también por los poderes movilizadores de la imagen inmediatamente propagada; por otro, los gestos y las imágenes de esa acción dispuestos y combinados de otra manera en los lugares del arte, lugares que dependen, como ya sabemos, de instituciones estatales y poderes financieros contra los que combate esa misma acción.

 

Si existe una especificidad de nuestro presente, se encuentra en ese modo de vecindad indeciso entre el militantismo político, la atención a las transformaciones de la vida y un mundo del arte que está marcado por el cruce entre tipos de expresión y por el montaje de sus elementos más que por las dinámicas propias de las artes constituidas. Me cuesta creer que exista una literatura, un teatro o un cine que, por sí solos, sean expresión de sensibilidades nuevas y mensajeros del futuro. Lo que hoy hace que se acerquen el arte y la política es el hecho de interesarse más por las palabras y las imágenes, por los movimientos, los tiempos y los espacios y por las combinaciones diversas y móviles de esos elementos (performance, puesta en escena, instalación, exposición, etc.) que por una renovación interna de las artes constituidas. Podríamos ir incluso más lejos y decir que hoy uno de los rasgos dominantes del arte es el establecimiento de vínculos transversales entre prácticas habitualmente separadas. No es solamente el hecho de que el artista tienda a convertirse en una especie de politécnico que ensambla materiales, técnicas y modos de representación heterogéneos, sino que a menudo también se plantea como objeto específico trabajar con las palabras, las imágenes, los sonidos o los gestos comunes que atraviesan las fronteras entre actividades artísticas y actividades prosaicas. Esa búsqueda de comunidad entre prácticas y mundos, mediante la cual prosigue hoy la revolución estética, es algo mucho más profundo que cualquier performance que responda a consignas burocráticas empeñadas en hacer que el arte trabaje para “reconstituir” el vínculo social destruido. El vínculo social nunca está ausente. Toda la cuestión radica en saber de qué vínculo se trata. En arte, como en política, lo común se da hoy como algo que está por construirse con materiales y formas heterogéneos, y no como la afirmación de recursos propios de unidades constituidas, trátese de clases sociales, organizaciones especializadas o artes definidas. Esa forma de vecindad entre los procesos políticos o artísticos de composición de lo común acarrea ciertas confusiones de las que saca mayor provecho el arte que la acción colectiva, pero la crítica del “esteticismo” que pretende denunciar tales confusiones no produce ninguna invención política. La invención hic et nunc de formas de lo común que se distancien de las formas dominantes sigue siendo hoy el centro de las prácticas y de las ideas de emancipación. Y, hoy como ayer, la emancipación es una manera de vivir en el mundo del enemigo en la posición ambigua de quien lucha contra el orden dominante, pero es capaz también de construir en ese mismo mundo un lugar aparte en que evadir ese orden.

 

 

 

Se puede estar de acuerdo —y es mi caso— con lo esencial de esa respuesta y, en particular, con la última frase (“hoy como ayer, la emancipación es una manera de vivir en el mundo del enemigo”...). Sin embargo, podríamos preguntarnos por qué se observa tan poco ímpetu —por no hablar de una muy común depresión— entre quienes consagran su tiempo y su energía a la construcción de lo común bajo una u otra de sus formas. Adelanto una hipótesis: si aceptamos la regla del juego capitalista (mercado + ganancia), entonces todos los esfuerzos acaban estrellándose contra un muro. Incluso si se logra derrumbar un primer valladar —un ministro, un patrón, una ley, un tribunal—, uno se topa después con una pared de acero en laque pareciera que alguien hubiese escrito: “Como se habrán dado cuenta, es imposible.” Y no es algo de lo que alegrarse. En esas condiciones, ¿no debería emprenderse la lucha en dos frentes que se ensamblen de manera tal que, por momentos, sean indiscernibles? Por una parte, elaborar, cada cual donde se encuentre, “una manera otra de habitar el mundo sensible en común”; y por otra, a pesar de la falta de modelo, a pesar de la obsolescencia de las referencias históricas, actuar para cambiar no la regla, sino el juego mismo —es decir, preparar una insurrección de un tipo nuevo que no tenga como objetivo cambiar las instituciones ni ejercer el poder de otra manera, sino establecer coaliciones de poderes colectivos heterogéneos, fundadas entre otras cosas en el movimiento que usted describe en el ámbito del arte para echar abajo la pared de acero y evacuar los escombros.

 

 

Convengamos en el hecho de que la construcción hic et nunc de formas igualitarias de lo común no puede disociarse de la lucha contra las formas que estructuran el mundo de la dominación. Ocurre, simplemente, que son varias las maneras de pensar esa indisociabilidad. Y esa idea de dos frentes, con la jerarquía de tareas que le es implícita, probablemente no sea la mejor manera de formular las cosas. A partir de ahí, en cualquier caso, se plantean dos problemas: el problema de la topografía de la dominación y el del sentido que se da a la palabra insurrección.

 

Su pregunta sugiere, en efecto, cierta topografía: existen diferentes muros exteriores a los que uno se enfrenta y contra los que, eventualmente, se logran victorias parciales, y detrás se encuentra la fortaleza central del poder capitalista. De hecho, esa descripción provoca un sentimiento de depresión. Sabemos cómo cierto marxismo se convirtió en el propagador privilegiado de ese tipo de sentimiento de la siguiente manera: nada sirve de nada hasta que no se conquiste la fortaleza inconquistable. En la práctica, esa especie de rigor teórico viene de buen grado acompañada de un oportunismo bastante rastrero en lo que toca a ciertas formas del poder estatal duro encarnado en un jefe carismático, como el “socialismo del siglo XXI” de Hugo Chávez. Y también sabemos cómo esa visión del poder capitalista central comporta, además, la resignación o la complacencia respecto de otras formas de opresión —estatales, militares, étnicas, sexuales, religiosas u otras— que de hecho se ven legitimadas como consecuencias periféricas de esa dominación central, y ello de tal modo que esos mismos poderes opresores se ven calificados, según el estado de ánimo de la hora, ya de simples agentes de la dominación capitalista y colonial, ya de formas de resistencia a esa dominación.

 

La imagen de la fortaleza capitalista es doblemente engañosa. Por una parte, asigna a la explotación económica el papel de causa primera de la que dependerían todas las demás formas de opresión, las cuales desaparecerían, de golpe, de suprimirse esa causa. Ahora bien, esa dependencia causal jamás ha sido corroborada. Que los poderes estatales hayan servido y sirvan todavía en nuestros países a los intereses de los capitalistas no implica, de ninguna manera, esa relación de jerarquía causal entre las formas de opresión. Las dos grandes revoluciones anticapitalistas del siglo XX se vieron marcadas no por la decadencia de los poderes opresivos del Estado, sino, al contrario, por su desmesurado aumento. Y ambas desembocaron en otra forma de explotación del trabajo vivo, ya que, de hecho, la forma capitalista en modo alguno es la única forma de explotación económica. La actualidad nos muestra, además, cómo las diversas formas de opresión pueden combinarse, oponerse o sustituirse entre sí. Recordemos cómo las revoluciones tunecina y egipcia contra un poder estatal que se daba al saqueo de la riqueza nacional pudieron beneficiarse del apoyo del ejército o de las autoridades religiosas antes de que estos se volviesen contra ellas. Por supuesto, es más cómodo decir que todo viene a ser lo mismo, que detrás está siempre el mismo poder del Capital mundial que manipula, etc., etc., etc. Se sabe que, de noche, todos los gatos son pardos, pero también hay gente que lucha para salir de la noche.

 

Por otro lado, la imagen de la muralla comete el error de localizar al enemigo número uno en su lugar “propio”, un lugar central al que habría que acceder después de haber atravesado todos los valladares, envoltorios y espejismos. El poder capitalista no es, sin embargo, algo que se mantenga al acecho tras los muros de los poderes del Estado. Por una parte, los poderes estatales y económicos están actualmente más entrelazados que nunca. Y, sobre todo, el capitalismo es más que un poder, es un mundo, y es el mundo en cuyo seno vivimos. No es hoy en día la muralla que los explotados deberían derrumbar para tomar posesión del producto de su trabajo. Es el aire que respiramos y la red que nos vincula. Es el poder que “da” trabajo a los proletarios chinos, camboyanos y de otros países para que produzcan mercancías a bajo precio que, por un lado, ofrecen a los asalariados, desempleados y semidesempleados del mundo occidental los medios de mantener su nivel de vida y, por el otro, generan ganancias distribuibles —a través de los fondos de pensión— en forma de pensiones para los desfavorecidos en los Estados Unidos o — a través de las finanzas del Estado — en forma de ingreso mínimo de inserción (RMI) o ingreso de solidaridad activa (RSA)[14] o de indemnizaciones por desempleo de que viven actualmente, en nuestro país, no pocos enemigos del capitalismo. No estamos frente al capitalismo, sino en su mundo, un mundo en el que el centro está por todas partes y no está en ninguna, lo cual no significa que no haya nada que hacer, sino que la figura del “cara a cara” jamás llega a constituirse. Incluso si el trabajo material y la extracción directa de la plusvalía todavía desempeñan en nuestras sociedades un papel más importante de lo que se dice, actualmente resulta muy difícil concebir la lucha anticapitalista como combate frontal entre los productores de la plusvalía y sus acaparadores. La lucha anticapitalista tiende a fundirse en un combate más difuso contra las diferentes formas según las cuales la lógica capitalista requiere nuestros cuerpos y nuestros pensamientos, transforma nuestro medio ambiente y nuestros modos de vida. Por lo que hoy en día resulta asimismo muy difícil distinguir entre la lucha presuntamente central y objetiva contra la fortaleza del capital y la emancipación respecto de los modos de comunidad que dicho capital construye y de las formas de subjetividad que requiere.

 

Es lo que también hace difícil comprender ese nuevo tipo de insurrección del que usted habla. La insurrección parece invocarse, sobre todo, como sustituto de la imposibilidad de pensar una forma central de enfrentamiento entre los privilegiados y los desposeídos. Pero es significativo que, en la formulación que usted propone, su novedad se caracterice por sus fines, es decir, por la anticipación de lo que ocurriría después de la insurrección, sin que se precise nada sobre su forma misma. Sin embargo, parece que sí debemos plantearnos la cuestión de lo que hoy entendemos por insurrección. Aunque, a decir verdad, esa cuestión se ha planteado siempre. Tomemos la época clásica del pensamiento de la insurrección en Francia, que fue el siglo XIX, y veremos que la palabra abarca procesos extremadamente diferentes. La insurrección es, en un primer sentido, el alzamiento imprevisto de grupos humanos contra una u otra forma de injusticia, un alzamiento que adquiere diversas formas: ocupación de la calle, ataque de objetivos simbólicos, erección de barricadas que simbolizan una secesión del pueblo más que una guerra contra el poder. La insurrección también es un enfrentamiento que opone fracciones de una fuerza político-militar que es la del pueblo en armas: junio de 1848 en París no es sólo la insurrección obrera, también es la oposición de la fracción popular de la Guardia Nacional contra su burguesía dominante. En la Comuna de París, la insurrección es la Guardia Nacional popular opuesta al poder de Versalles y su ejército. En un tercer sentido, la insurrección es el golpe por el que una fracción revolucionaria profesional intenta tomar los centros de poder del Estado. Entre esos tres componentes no se ha producido nunca una síntesis estable. Conocemos las críticas de Blanqui contra esos obreros de junio de 1848, reunidos al azar de las calles, “emparedados” en sus barrios e impidiendo así, por sus barricadas, la posibilidad de actuar como un ejército organizado para asaltar el poder central. Tampoco olvidemos que la insurrección de junio de 1848 sí que tuvo lugar, mientras que la insurrección planificada por la ciencia de los revolucionarios profesionales, Blanqui y Barbes, en mayo de 1839, no ocurrió, fue un golpe abortado, y que el mismo Blanqui no supo controlar la situación el día de mayo de 1848 en que una manifestación popular invadió la Asamblea Nacional y lo nombró miembro de un gobierno revolucionario insurreccional.

 

El marxismo llegó a supradeterminar la unidad de por sí problemática de esa forma político-militar al equiparar la insurrección con el momento supremo de un proceso histórico de enfrentamiento de las clases y con el momento en que se pasa no sólo de un poder a otro, sino de un mundo a otro. Es cierto, por otra parte, que las dos guerras mundiales y la ocupación de China por los japoneses ocultaron las contradicciones de dicha noción, dotando al segundo elemento de la coyuntura insurreccional —la escisión en el seno del pueblo en armas— de los medios de jugar un papel decisivo. La insurrección bolchevique no fue el punto de partida, sino el punto de llegada de un proceso revolucionario nacido de la conjunción entre un movimiento popular de protesta y la revuelta de una parte de las tropas que el poder zarista había armado para la guerra extranjera antes de que el gobierno provisional armara a los obreros para que lo defendieran. Pero la toma del Palacio de Invierno no suponía, ni de lejos, la destrucción del capitalismo, la cual tampoco suponía en sí misma el final de la opresión. Y, en cuanto al triunfo de la revolución china, se trató propiamente de la victoria de un ejército contra otro. Huelga insistir en lo que resultaron una y otra experiencia. Una cosa está clara: quienes hablan actualmente de insurrección se alejan de la historia real de los procesos insurreccionales y fingen ignorar que el pueblo en armas carece de toda correspondencia real en nuestras sociedades. La referencia a la insurrección en el discurso “radical” significa sólo dos cosas. Por un lado, es emblemática de un rechazo global del orden existente. Afirma que el sistema reinante debe ser destruido. Pero no define ninguna forma específica de acción. Por el otro, afirma la necesidad de la violencia. Pero no basta con que haya violencia para que haya insurrección y para que el poder del Capital se tambalee. El modelo que fascina a algunos —los disturbios en los barrios periféricos [banlieues] de París en 2005— obedece típicamente al modelo de protesta que se ensaña con objetivos simbólicos y defiende su territorio contra las fuerzas del orden sin ninguna intención anti-sistémica. Y la destrucción de vitrinas o de cajeros automáticos que intentan “radicalizar” las manifestaciones consideradas demasiado decentes no son ni más ni menos insurreccionales que las pacíficas asambleas de Nuit debout.

 

Cuando en La insurrección que viene[15] se aborda, in extremis, la propia insurrección, sintomáticamente se hace para alejarla de toda forma de activismo planificado. Después de haber afirmado que es la decisión la que debe “tomarnos” y no nosotros quienes debemos tomarla, se asigna como objetivo a la insurrección “hacer que la policía corra de un lugar para otro en vez de que la policía nos haga correr a nosotros”, para que, “al estar por todas partes no sea eficaz en ninguna”, y se exhorta a los revolucionarios a que se armen para no tener que utilizar sus armas. Han pasado desde entonces varios años, y ahora sus autores creen poder constatar que, efectivamente, las insurrecciones tuvieron lugar pero no aportaron lo que se esperaba de ellas: no sólo no llegaron a ser “la revolución”, sino que incluso firmaron la sentencia de muerte de la revolución como proceso. De seguirse esa lógica, lo más efectivamente “insurreccional” que se haya podido producir en los movimientos de plazas fue lo que hicieron por necesidad para organizar la vida cotidiana, mostrando así, en definitiva, que la insurrección es de hecho la auto-organización de la vida por personas ordinarias, lo cual se opone al caos que caracteriza la organización de la vida desde arriba[16]. Preparar la insurrección significa entonces no prepararla, no quererla y velar simplemente, según apuntan los mismos autores, por el “paciente acrecentamiento de su poder”. En definitiva, acabamos volviendo a la idea de que la única manera de preparar el futuro es no anticiparlo, no planificarlo, sino consolidar, por sí mismas, formas de disidencia subjetiva y formas de organización de la vida al margen del mundo dominante. Volvemos así a la idea que es, desde hace tiempo, la mía: no son sino los presentes los que crean los futuros y lo que es vital actualmente es el desarrollo de todas las formas de secesión respecto de los modos de percepción, de pensamiento, de vida y de comunidad propuestos por las lógicas desigualitarias. Es el esfuerzo por permitir que tales formas de secesión puedan encontrarse y producir el poder acrecentado de un mundo de igualdad. En esas condiciones, la palabra “insurrección” tiene sobre todo un valor emblemático. A menos que sea una manera de recoger con la mano izquierda lo que la mano derecha finge abandonar, a saber, la idea de la “toma del poder” como ocupación del órgano central de la máquina por parte de una fuerza unitaria.

 

 

 

Hay en esa respuesta numerosos aspectos con los que estoy de acuerdo, pero no comparto totalmente las conclusiones que de todo ello extrae. En primer lugar, como usted mismo dice, el capitalismo es el mundo en que vivimos, un mundo cuyo centro está en todas partes y en ninguna. Esa definición, que parece muy acertada, ¿no nos abocará a una renuncia, a una especie de quietismo secular? Que el capitalismo sea “el aire que respiramos” ¿querrá decir que no es de una materialidad cada día más brutal, y fácilmente constatable, desde la prensa hasta el hard discount[17], desde de los refugiados hasta las líneas de transporte de cercanías? Que el capitalismo no disponga de un mando centralizado, ¿significará que no tiene estrategias? En otras palabras, ¿deberemos contentamos con un “combate difuso” contra las formas de subjetividad inducidas por el capitalismo? ¿No deberemos, nosotros mismos, definir estrategias, a la manera de Podemos o los cortège de tête[18], el doble poder o la “larga marcha” por entre las instituciones? Y, en segundo lugar, el problema de la insurrección. Los que hoy hablan de insurrección se alejan, según usted, de la historia real y no definen ninguna forma específica de acción. Al margen de la acertada e interesante reflexión que hace usted sobre junio de 1848, sobre Blanqui, sobre octubre de 1917, lo cierto es que no menciona la insurrección fundamental de todas, la del verano de 1789. ¿No estará aceptando, de una manera ciertamente implícita, el negacionismo respecto de la Revolución francesa, el secuestro conmemorativo de esa insurrección popular que, a pesar de Termidor, Bonaparte, la Santa Alianza y compañía, transformó el mundo? ¿No habrá que recordar, a pesar del tiempo transcurrido, esa insurrección que nadie había visto venir y, aún menos, que nadie había preparado? ¿Una insurrección cuya dinámica victoriosa se afianzó sin que nadie supiera adónde conducía? O, dicho de otra manera, ¿se podrá descartar la idea de la insurrección arguyendo que hoy carece de agente —el pueblo— y de una definición clara con un modelo y un programa?

 

 

Responderé empezando por el final. El argumento sobre la Revolución francesa me parece doblemente problemático. Si de lo que se trata es de demostrar que siempre es posible que una insurrección ocurra sin que nadie la haya ni preparado ni previsto, el argumento es irrefutable. Pero la única conclusión lógica que se puede extraer de ahí es que entonces no vale la pena ocuparse ni de preverla ni de prepararla. Si, en cambio, lo que se busca es presentar a la Revolución francesa como un acontecimiento nacido de una insurrección popular que cae como rayo en cielo sereno el 14 de julio de 1789, entonces, a las claras, es erróneo el argumento. El cielo no estaba despejado en julio de 1789. Sin ello, la toma de la Bastilla no habría sido sino otra “emoción popular”, más violenta que otras pero de la misma naturaleza. Si la toma de la Bastilla resultó ser algo diferente fue, precisamente, porque ya existía la Asamblea de Versalles y esta ya había desafiado el poder del Rey; porque la preparación de los Estados generales y el conflicto de Versalles habían creado el escenario en que tomaron cuerpo la nación como realidad colectiva y el pueblo como sujeto político. Para que haya insurrección popular tiene que haber pueblo, es decir, un sujeto político. A propósito de lo cual, una vez más, la costumbre —perezosamente marxista— de oponer la realidad de los movimientos de masa a una vida parlamentaria pensada como simple “apariencia” produce resultados desastrosos. La Revolución francesa pierde su sentido y su valor de modelo para el porvenir si se olvida el enorme trabajo político, jurídico, ideológico que configura el escenario mismo en que la palabra “revolución” adquiere un nuevo sentido, y que hace que una insurrección se distinga de una emoción o de un disturbio y que el pueblo exista como sujeto. Lo que caracteriza propiamente a esa revolución es su extraordinaria invención de instituciones —oficiales o paralelas— y de símbolos, es su trabajo de reelaboración de lo perceptible y de lo pensable. Esa imaginación política es lo que cambió el mundo. Es esa imaginación la que dolorosamente falta hoy y la que no puede verse compensada por la exhortación de unos a los comunes y la de otros a la resurrección del partido y de los sóviets.

Se impone superar el dilema entre mantenerse inútilmente fiel a la pureza “horizontal” de un movimiento de ocupación o enrolarse en un partido de “izquierda de la izquierda” por razones de eficacia. Sabemos que ese mismo problema se les planteó a los activistas de Grecia y de España, quienes pensaron que era mejor apoyar a Syriza o a Podemos antes que quedarse varados en la democracia movimientista. Pero el problema se vuelve a plantear de inmediato: ¿de qué tipo de eficacia se está hablando? Representar a un porcentaje mayor en unas elecciones, ¿para quién es eficaz? ¿Para la dinámica del movimiento o para la solidez del sistema del que son parte esas elecciones?

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Manifestación de Nuit debout, Place de la République, París, primavera de 2016.

© Stéphane Lagoutte

 

No se trata de averiguar si conviene ser realista o intransigente. Se trata de saber con qué pueblo nos identificamos: si con el pueblo construido por el sistema dominante o con un pueblo igualitario en construcción.

En cuanto a la metáfora del capitalismo como el aire que respiramos… No conozco nada más material en la vida de los seres humanos que el aire. A condición, claro está, de no entender esa imagen como se entendía en mi juventud, a saber, como metáfora de “la ideología” en la que estamos “inmersos” de manera espontánea. A lo que me estaba refiriendo era a que el capitalismo no es una fortaleza frente a la cual nos encontrásemos, no es simplemente una fuerza que padecemos, es un entorno en el que vivimos: un entorno que determina el tipo normal de las cosas con las que tenemos que lidiar, de los actos y los comportamientos mediante los cuales nos relacionamos con esas cosas, de las relaciones que establecemos los unos con los otros. Alguna vez predominó la creencia de que ese tipo de relaciones con las cosas y con los otros producidas por la dominación era beneficioso para la lucha y para el nuevo mundo por venir. Era la época en la que se pensaba que la disciplina de la fábrica capitalista formaba la disciplina de quienes luchaban por la destrucción del viejo mundo y quienes construían uno nuevo. La historia de la URSS y de los partidos comunistas del siglo XX ha demostrado que lo que sobrevino no resultó ser tan bueno como se esperaba. Y las formas mismas de la disciplina capitalista se han diversificado. Algunos, como los autores de El nuevo espíritu del capitalismo, han visto en todo ello una ocasión para deplorar la pérdida de los valores del grupo solidario y disciplinado en provecho de los valores “artísticos” —en aquella época se decía “pequeñoburgueses”— de autonomía y de creatividad. Otros, por el contrario, han concluido que el Capital, a resultas de la producción inmaterial, forma hoy directamente la práctica y el modo de subjetividad de la cooperación comunista. Una y otra tesis son, a mi entender, falsas. El Capital no se ha apoderado de nuestras neuronas. Tampoco ha formado el intelecto colectivo del comunismo. El Capital es el entorno en que vivimos y actuamos y en que nuestra actividad suele reproducir las condiciones de la dominación. En ese medio ambiente se intenta abrir agujeros, habilitarlos y ampliarlos antes que reunir ejércitos para la batalla. Esos agujeros adquieren muy diversas formas: hay organizaciones de lucha y de combate contra las ofensivas del enemigo, cuyas diferentes formas ya he mencionado; hay lugares ocupados simbólicamente que apelan a momentos de fraternidad, pero también hay tentativas de organización colectiva de la vida material; hay amistades informales y redes de circulación del pensamiento, pero también cooperativas de producción, tentativas de comunidad, diversas formas de ayuda mutua, modos de circulación de la información y de los saberes que, por vías diferentes, hacen posible vivir, en el seno mismo del mundo organizado por la dominación, de una manera que escapa a sus reglas de uso... En todas esas formas de distanciamiento, lo que pasa a un primer plano es la imposibilidad de separar los medios de la lucha y sus fines, las maneras de ser y de actuar conjuntamente en el presente y sus objetivos lejanos. Se impone así, efectivamente, repensar la noción de estrategia. Hasta hoy, esa noción se ha visto dominada por dos modelos: el modelo de la adaptación —es decir, de la subordinación— de los medios a los fines y el modelo de la alianza, es decir, la agregación de fuerzas, que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe llegaron a modernizar mediante la noción de “cadenas de equivalencias”. A pesar de todo, siempre acaba por significar la suma de identidades constituidas. Creo que los movimientos recientes parecen invitar a pensar de otro modo la noción de estrategia: esta se convierte en la potencia de expansión propia de un movimiento o de una forma; su capacidad de unir, no una organización con otra, sino una forma de acción, un tipo de reunión, un terreno de acción con otro. Era a eso a lo que me refería cuando dije que el mejor resultado de Nuit debout habría sido una intervención inusitada en el ámbito de las instituciones; por ejemplo, a través de una campaña para abolir la presidencia. Lo cual significa superar el dilema entre mantenerse inútilmente fiel a la pureza “horizontal” de un movimiento de ocupación o enrolarse en un partido de “izquierda de la izquierda” por razones de eficacia. Sabemos que ese mismo problema hubo de planteárseles a los activistas de Grecia y de España, para quienes era mejor apoyar a Syriza o a Podemos que quedarse varados en la democracia movimientista. Pero el problema se vuelve a plantear de inmediato: ¿de qué tipo de eficacia se está hablando? Representar a un porcentaje mayor en unas elecciones, ¿para quién es eficaz? ¿Para la dinámica del movimiento o para la solidez del sistema del que son parte esas elecciones? No existe una respuesta fatalmente predeterminada: muchos “puros” se han perdido y, a la inversa, hay pragmáticos que han logrado mantener el rumbo. No se trata de averiguar si conviene ser realista o intransigente. Se trata de saber con qué pueblo nos identificamos: si con el pueblo construido por el sistema dominante o con un pueblo igualitario en construcción. Ahora bien, el “populismo de izquierda” actualmente reivindicado por todo un sector de la izquierda hace suya la figura del pueblo que el sistema reproduce como su otro: el pueblo sustancial y sufrido menospreciado por las élites que encuentra su expresión en una fuerza que lo representa auténticamente y un dirigente que lo encarna. Esa forma de antagonismo se queda encerrada en el forcejeo entre representación y encarnación que es, en definitiva, un intento de equilibrar dos formas de la lógica de la desigualdad. Ahora bien, no se trata de oponer grupos, sino mundos: un mundo de la igualdad y un mundo de la desigualdad. Si existe una lógica en virtud de la cual abrir una brecha y distanciarse del mundo organizado por los poderes financieros y estatales, semejante lógica debería contar —sean cuales sean las vías por las que atraviese— con sus propios modos de acción, sus instrumentos de acción y sus agendas autónomas respecto de los del orden establecido, aunque se vea obligada a interactuar con los mismos. Ello supone, efectivamente, que cierta fuerza unitaria llegue a constituirse a partir de la llamada lógica “movimientista” que hoy prevalece. A partir de ella, pero no contra ella. Y, sobre todo, sin dejar de lado la siguiente pregunta: ¿qué es ese “nosotros” que se pregunta si “nosotros mismos debemos definir estrategias”? Ese nosotros no existe como el centro constituido a partir del cual nos preguntaríamos “¿qué hacer? o “¿cómo hacerlo?”. Ese nosotros existe sólo como sujeto de discurso y manera de hablar; y esta no es más que uno de esos múltiples agujeros abiertos en el orden dominante de los que ya hablé: una hipótesis ficcional que adquiriría sentido sólo a condición de anudarse con otras hipótesis, con otras proposiciones de mundo que abren otros tantos agujeros diferentes en el tejido del mundo dominante.

 

 

 

Hace unos años usted escribió: “La mayor desgracia de un pensamiento es que nada se le resista.” En su manera de comprender y explicar el mundo en que estamos inmersos, ¿qué es lo que rechina, que es lo que se resiste, Jacques Rancière?

Eso lo dije a propósito de maquinarias de pensamiento como la de Jean Baudrillard, para quien la Guerra del Golfo, la caída de las Torres Gemelas o la catástrofe del estadio de Heysel se disolvían por igual en la realidad virtual. La resistencia es lo que estorba al pensamiento, pero también lo que lo alimenta resistiéndosele. Ahora bien, son múltiples los tipos de resistencia. Está la resistencia de las objeciones, lo que, en mi caso, no juega un gran papel, pues la mayoría de quienes me critican se limitan a deplorar que hable de lo que hablo y que no hable de lo que no hablo. No es ni demasiado molesto ni muy útil. Y está, también, la resistencia del objeto del que hablo, que es la que, en mi caso, es enorme y beneficiosa. Lo que me exigen pensar los objetos de los que me he ocupado incesantemente, los textos que he leído cientos de veces, las obras que me han acompañado toda la vida, lo que puede decirse y la manera en que hay que hacerlo… es algo que siempre está sobre el tapete. En ese sentido, no corro todavía el riesgo de caer en la desgracia de quienes tienen un método para absorberlo todo. Para mí, en efecto, el método para hablar de un objeto debe extraerse siempre del objeto mismo, objeto que no está preconstituido, sino que se define en ese mismo trabajo, se mueve según la manera en que se aborde o se intente nombrarlo, describirlo, conceptualizarlo. Así, las nociones que han estado en juego en nuestra conversación —pueblo, política, revolución, historia y demás— no tienen, para mí, una definición general a partir de la cual pueda yo juzgar situaciones particulares. Por el contrario, son esas situaciones mismas las que presentan lo que acontece y a partir de lo cual se puede captar el sentido y el alcance posible de esas palabras. ¿Qué significan “pueblo” o “democracia” en la práctica de nuestros gobiernos hoy, en la práctica de aquellos y aquellas que se manifiestan en las calles y plantan sus tiendas en las plazas, en la práctica de aquellos y aquellas que manejan esas palabras en sus discursos? ¿Qué significa “arte” en el caso de este tipo de imagen, de ese o aquel otro performance o exposición? La “resistencia” del objeto es consustancial al trabajo mismo. Ello también significa que cada frase que escribo, cada análisis que propongo siempre es, para mí, problemático; que lo formulo siempre con la sensación de que quizás no se trate de eso, de que lo que digo podría ser falso. Visto desde ese ángulo puedo decir que todo se me resiste, y que está bien que sea así.

Llegados a este punto, existe una tercera forma de resistencia que a mí me falta: la resistencia del medio en que esas palabras se profieren. Tal como la resistencia con la que se tropieza el activista político en relación con una idea que no “funciona”, una línea que no encuentra la adhesión de aquellos a quienes estaba dirigida, una solución que no resuelve el problema planteado. Desde ese punto de vista, puedo decir que mis palabras no encuentran resistencia. Son palabras de alguien que intenta explicarse el mundo en que vive sin la pretensión de ofrecer, ni a individuos o grupos determinados, métodos de acción que deban ser verificados. Se trata, de nuevo, del método Jacotot: “Tengo que enseñarles que no tengo nada que enseñarles”, a lo cual añado, para mis lectores, que son ellos quienes deben saber lo que quieren y, en consecuencia, el sentido que para ellos puedan adquirir mis palabras. Hay a quienes les disgusta lo que digo. De ahí que eviten leerme o escucharme. Y hay a quienes les place; por ejemplo, a esos lectores y esas lectoras que a menudo me dicen que mis palabras les dan esperanza, aunque no tenga yo la sensación de haberles abierto ninguna perspectiva particular del porvenir. Lo que les da esperanza, en el fondo, es una manera de hablar que se produce al margen de esas lógicas que dicen lo que habría que hacer y que explican que todo va mal porque no se hace o no se puede hacer eso que dicen.

 

El estatuto de esa no-resistencia es, de por sí, ambiguo. Algunos podrían decir que es sinónimo de irresponsabilidad. Tal es el juicio de los realistas, trátese de políticos socialistas oportunistas o colaboradores intransigentes —puros y duros— de revistas marxistas. Y, sin embargo, podría decirse que esa “irresponsabilidad” significa algo mucho más profundo: un trastorno del propio sistema de alocución. Esa irresponsabilidad caracteriza una “realidad” en que el discurso ha perdido sus garantías; en primer lugar, la garantía de que el sujeto del que ese discurso hablaba y el sujeto a quien ese discurso se dirigía eran el mismo, y que el propio discurso era legitimado por esa homonimia. Conocimos una época, no tan lejana, en la que el mismo “proletariado” existía en los textos y en la realidad. Por más que denunciara la confusión entre objeto real y objeto de pensamiento, Althusser hablaba del movimiento obrero al movimiento obrero y lo hacía en el seno del movimiento obrero. Aunque cada uno se encerrara en su cuarto a comentar los Manuscritos de 1844, era parte de ese círculo y quien no perteneciera a ese círculo se suponía que predicaba “en el desierto”. Que esa distribución de espacios no es ya la nuestra lo señaló claramente Bernard Aspe al referirse, al principio de L'Instant d'après, a la importancia que han adquirido recientemente los “oasis”[19]. Para hacer un uso libre del término, me atrevería a decir que todo discurso sobre el presente que dé esperanza a un grupo de personas reunidas para escuchar hablar a un filósofo es un pequeño oasis. Una plaza ocupada en una metrópolis, o una ZAD[20], son oasis de una dimensión de otro tipo, es cierto, aunque quizás no difieran tanto en su naturaleza: espacios de libertad “en medio” del desierto, con la diferencia de que el “desierto” no es el vacío, sino el rebose del consenso. Y el consenso es, precisamente, el acuerdo predeterminado entre sujetos, lugares, modos de enunciación y formas de eficacia. Quizás nos encontremos hoy en esta ambigua situación: por un lado, el discurso de personas como yo está privado de la resistencia que le ofrecería un modo de articulación a la antigua del tipo teoría/práctica; por el otro, cualquiera que sea el poder que tenga ese mismo discurso se deriva del hecho de mantenerse al margen de toda articulación predeterminada con un tipo de acción, una forma de organización, un canal de difusión, etc., a fin de poder dirigirse sólo a una reunión “libre” de lectores u oyentes. Ello nos lleva de vuelta a lo que decía antes sobre el modo de dirigirse “a nuestros amigos” o “a los jóvenes”. El discurso que hoy mantiene abierta la posibilidad de otro mundo es el que deja de mentir sobre su legitimidad y su eficacia, el que asume su estatuto de simple discurso, oasis al lado de otros oasis o isla separada de otras islas. Entre unos y otros, siempre existe la posibilidad de trazar caminos. Esa es, al menos, la apuesta del pensamiento de la emancipación intelectual. Y también la creencia que me autoriza a intentar decir algo sobre el presente.

 

 

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Notas

 

[13] Exhibida primero en Jeu de Paume (París) entre el 18 de octubre de 2016 y el 15 de enero de 2017 y, posteriormente, en el Museu Nacional de Catalunya (Barcelona), del 24 de febrero al 21 de mayo de 2017, con el título Insurreccions. De carácter interdisciplinario, la exposición cuestionaba la estética y la representación política de los pueblos.

[14] Las siglas corresponden, respectivamente, a revenu minimum d'insertion (RMI) —prestación social que desde 1988 el Estado francés puso a disposición de las personas en edad laboral que estuviesen desempleadas y que no recibiesen ninguna otra prestación por desempleo— y revenu de solidarité active (RSA) —modalidad similar de prestación de desempleo destinada a reducir las barreras que se interpusieran a la reinserción laboral y que en 2009 reemplazó al RMI.

[15] Comité invisible, L'insurrection qui vient, París, La Fabrique, 2007, pp. 114-122 [ed. esp.: La insurrección que viene (trad. Yaiza Nerea Pichel), Barcelona, Melusina, 2009].

[16] Comité invisible, À nos amis, París, La Fabrique, 2014, pp. 233-235 [ed. esp.: A nuestros amigos (trad. Vicente E. Barbarroja, León A. Barrera, Ricardo I. Fiori), Logroño, Pepitas de calabaza, 2015].

[17] En inglés en el original, hard discount —traducido a veces por “súper descuento”— es la práctica de ofrecer precios más bajos gracias al abaratamiento de los costos de presentación y manipulación de la mercancía y de los servicios de venta.

[18] Como ya se explicó en la nota 9, con cortège de tête —expresión que data de los años 1970 y que ha vuelto a adquirir actualidad— se designa a los manifestantes que responden activamente, y hasta violentamente de considerarse necesario, a la represión policial y social.

[19] Bernard Aspe, L'Instant d'après. Projectiles pour une politique à l'état naissant, París, La Fabrique, 2006, pp. 7-23.

[20] En francés, zone d'aménagement différé, literalmente “zona de urbanización diferida”. Las siglas ZAD fueron reutilizadas por un grupo anarquista francés como zone à défendre, o “zona que defender”; en este caso,  zona sometida a una ocupación militante que se propone bloquear algún proyecto particular de urbanización.

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