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¿En qué tiempo vivir? (I) Jacques Rancière (En conversación con Eric Hazan)

 

 

26 de julio de 2021

 

 

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Tomado de Jacques Rancière, En quel temps vivons-nous ? Conversation avec Eric Hazan (París, La Fabrique éditions, 2017, pp. 5-32). Traducido del francés por Rolando Prats. Existe en español una traducción anterior, ¿En qué tiempo vivimos? Conversación con Eric Hazan (trad. Javier Bassas Vila), Madrid, Ediciones Casus Belli (Pensamiento Atiempo), 2019, de la que el texto que sigue —por razones que van de lo idiomático a lo auto-referencial— se aparta ostensiblemente. El título con que se publica ahora esta nueva versión es de Rolando Prats. Se han seleccionado y reelaborado, según lo creyó conveniente el traductor para la mejor comprensión puntual del texto de la conversación de Rancière con Hazan, algunas de las notas del original en francés, de la edición española de Casus Belli y de la traducción al inglés del mismo texto, What Times Are We Living In? A Conversation with Eric Hazan (trad. Steven Corcoran), Cambridge (UK) & Medford, MA (USA), Polity, 2021. La segunda parte de esta nueva traducción puede leerse aquí.

 

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Que este libro haya adoptado la forma de una “conversación” es fruto de un acuerdo. En La Fabrique, deseábamos escuchar a Rancière pronunciarse sobre nuestra época, sin que a él le pareciera necesario. Hasta que un buen día, quién sabe si cansado ya de mi insistencia, me dijo que, de hacerle yo las preguntas, las respondería. Me pareció una tarea muy difícil, aunque el objetivo estaba claro: lograr que Rancière reflexionara sobre algunas de las ideas que no hacía tanto había planteado en artículos y entrevistas sobre lo que había de nuevo en “nuestro tiempo” y lo que se inscribía en la continuidad, sobre el vínculo entre representación y democracia, sobre el fin del trabajo como forma de un mundo común por venir, sobre la esperanza de una comunidad de lucha que fuera al mismo tiempo una comunidad de vida, sobre la nueva cautela que se requería a la hora de hablar de nociones aparentemente tan sencillas como “pueblo”, “insurrección” o “historia”... Pero ¿qué preguntas hacerle a Rancière? ¿Por dónde empezar? Arribar a una decisión me tomó meses, aunque acabé por tirar de un hilo del ovillo y el resto siguió de manera natural, pues Rancière supo jugar el juego que hube de proponerle. La conversación se desenvolvió por escrito, a muy buen ritmo, entre agosto de 2016 y febrero de 2017. Toca al lector juzgar si el resultado responde a la pregunta que se hace el título de esta pequeña obra. (Eric Hazan)

 

 

 

 

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En El odio de la democracia, publicado en 2005, usted proponía reglas que “permitieran que un sistema representativo se presentara como democrático”, a saber, mandatos electorales por períodos cortos y no renovables, monopolio de los representantes del pueblo en la elaboración de las leyes, control de la injerencia de los poderes económicos en los procesos electorales... En otros textos de esa misma época, sugería también asignar al sorteo una parte importante en la elección del “personal gobernante” para evitar que este estuviese constituido por “esos que aman el poder y son hábiles adueñándose de él”. El odio de la democracia se publicó hace ya doce años. ¿Cree usted que la democracia siga siendo la noción central en torno a la cual giran las cuestiones políticas? ¿Cree que la elección de quienes nos representan sigue siendo determinante? ¿No habremos asistido en los últimos años a la descomposición del sistema representativo? ¿No se trata hoy en día de encontrar la manera de liberarse de ese sistema y de vivir, por fin, sin gobierno?

 

 

El odio de la democracia no proponía una agenda política, sino una reflexión sobre la idea de democracia a partir de la contradicción que venía agudizándose en el seno de los Estados que se definen a sí mismos como democracias, a saber: una furiosa campaña de denuncia de la democracia como reino del individualismo de masa y como destrucción del vínculo social. La tesis central del libro era que la democracia no constituía un régimen político, que la democracia era la condición igualitaria, la condición anárquica de la propia existencia de un poder específicamente político y, por ello, la condición que el ejercicio del poder se empeñaba constantemente en rechazar. Quería mostrar que lo que comúnmente se llama “política” es, de hecho, la contradicción en acto que hace que el ejercicio del poder político repose en ese principio democrático que lo contradice y del cual es, precisamente, la contradicción. En ese marco, estudié la oposición principal entre la lógica democrática y la lógica representativa, además de las formas en que se contradicen ambas lógicas. Señalé, en particular, cierto número de principios y de reglas que se deducen del principio democrático y que resultan apropiados para introducir más democracia en las instituciones, como el sorteo y los mandatos por períodos cortos, no acumulables y no renovables. Propuse esos principios no como recetas aplicables para “revitalizar la democracia”, como se dice hoy, sino como exigencias que nos permitieran tomar distancia respecto de la visión dominante que equipara democracia y representación, a fin de mostrar que los regímenes representativos son, de hecho, cada vez más oligárquicos y que las campañas oficiales contra los horrores de la igualdad son el colofón teórico del proceso de desigualdad cada vez mayor que se observa en nuestras sociedades y en nuestras instituciones[1].

 

Confieso que se me antoja cómica la idea de que habríamos dejado atrás todo eso. La campaña oficial que por entonces yo denunciaba ha alcanzado tales proporciones que se ha convertido en la gran causa nacional y ha llegado al extremo de hacer de tal o cual traje de baño “la cuestión” de la que depende el porvenir de nuestra civilización. En cuanto a la descomposición del sistema representativo, es una idea anticuada que desde los años 1880 sostiene las esperanzas y las ilusiones de una izquierda “radical” siempre dispuesta a ver en la baja tasa de participación en una u otra elección parcial la prueba de una indiferencia masiva respecto del sistema electoral. No existe tal descomposición del sistema representativo. Las instituciones no son seres vivos, no mueren de sus enfermedades. El sistema electoral logra asimilar bien los golpes y encuentra los medios para arreglárselas ante las anomalías y los monstruos que segrega: por su propio mecanismo, crea el lugar de quienes pretenden representar a los no-representados y convierte así su propia mediocridad en un principio de resignación ante su necesidad. Frente a ello, los recientes movimientos extra- o anti­parlamentarios no han creado realmente un espacio político alternativo. Los movimientos de plaza que, en estos últimos años, se convirtieron en las afirmaciones democráticas más vigorosas, no lograron desembocar en la creación de movimientos políticos autónomos frente a las agendas estatales. Su herencia se ha disipado, a veces prolongado en formas alternativas, pero esa misma herencia también ha sido recogida por los partidos de “izquierda de la izquierda” que juegan el juego de los programas electorales y de las alianzas y negociaciones entre partidos de gobierno como Podemos o Syriza. La energía de Occupy Wall Street sirvió de sostén a la campaña de Bernie Sanders, quien al final no tuvo más remedio que apoyar a Hillary Clinton. Y la coyuntura electoral en Francia corre el riesgo de verse dominada por la habitual desbandada de espíritus de izquierda, adeptos a la lógica del “mal menor”. Quienes hace algunos años nos pedían que votáramos por Hollande, porque era menos malo que Sarkozy, nos invitarán esta vez a votar por Macron, porque es menos malo que Filion, o por Filion, porque es menos malo que Marine Le Pen y, de aquí a cinco años, nos pedirán que apoyemos a Marine Le Pen, porque es menos mala que su sobrina. Las cabezas pensantes de Nuit debout nos incitaban a decir: nunca más votaremos por los socialistas. Creo que habría sido preferible que dijeran: no queremos más presidentes ni más elecciones presidenciales. Una campaña de cuestionamiento frontal de las primarias “democráticas” y del proceso mismo de elección presidencial habría sido una de las conclusiones lógicas del movimiento y una ocasión de señalar, precisamente, que la democracia es algo más que cuestión de que unos muchos elijan a unos pocos.

 

Vivir sin gobierno es, ciertamente, un objetivo digno de trazarnos. Pero también lo era ya en 2005 y, de igual manera, en 1850 cuando los revolucionarios vencidos se apropiaron de la idea de la “legislación directa por el pueblo” o comenzaron a oponer la asociación o “la social”[2] al gobierno. Ello significa que no estamos ahora más cerca de esa meta que en 1850. Para acercarnos a ella, hay que empezar por librarse precisamente de la idea de que a la consumación de ese objetivo conduce el propio curso de las cosas. Hay que acabar con la vieja idea marxista de que el mundo de la dominación segrega su propia destrucción, de que “todo lo sólido se desvanece en el aire” y de que las instituciones y las creencias que sostenían el antiguo orden se disuelven por sí solas en las famosas “aguas heladas del cálculo egoísta”. Según esa lógica, los Estados, los parlamentos, las religiones y las ideologías desaparecerían como resultado del propio desarrollo del capitalismo. Hoy en día, el discurso dominante sobre el “neoliberalismo” sigue viendo en este último el momento en que la dominación económica se muestra en toda su desnudez en la disolución de todas las creencias e instituciones. Lo cierto, sin embargo, es que seguimos teniendo Estados —y super-Estados— y teniendo cada vez más gobierno; que el sistema representativo no deja de reforzarse mientras obedece a su tendencia natural, que es la tendencia antidemocrática; lo cierto es que el capitalismo “liberal” no deja de imponer sus reglamentos y sus nuevas normas, que hoy la religión desempeña la enorme función que ya conocemos, que en las últimas décadas los nacionalismos y los tribalismos se han intensificado poderosamente, al igual que todas las ideologías reaccionarias.

 

Comprendo perfectamente que el estado del mundo dominante es una cosa y que nuestro pensamiento no tiene por qué alinearse con ese estado de cosas y que, por el contrario, se nutre de las energías de quienes luchan contra ese mismo estado dominante. Ahora bien, esas energías no deben nutrirse de sofismas y de análisis controvertidos respecto de ese estado de cosas. En particular, es menester sustraerse al razonamiento que ve en los avances brutales de las oligarquías capitalistas y estatales una señal de que esas oligarquías están cada vez más expuestas y son cada vez más impotentes y que ve en las derrotas de la democracia la pérdida de las ilusiones que abre el camino hacia la lucha final. Las derrotas de la democracia son derrotas de la igualdad, no son la deserción de las ilusiones. En un sentido más profundo, hay que sustraerse a esa lógica que enlista la evolución histórica al servicio de sus propios deseos y que interpreta la historia de la dominación como la de un mundo de apariencias destinado a disiparse en provecho de la realidad desnuda. Las “apariencias” son sólidas. Y precisamente por ello también hay que sustraerse a la lógica pseudo-radical que descalifica como mera apariencia la batalla por las instituciones y los procedimientos de la política (que no es la batalla por la elección de sus representantes) y que remite toda igualdad política a un simple reflejo invertido o a un instrumento engañoso de la dominación del Capital. En términos de radicalidad, esa lógica reproduce exactamente la visión oficial de las cosas: ambas tienen como fundamento la presuposición de que el sistema representativo es la mera expresión de una realidad social subyacente. La versión oficial hace del sistema representativo expresión de los sentimientos de un pueblo que existiría, supuestamente, antes que dicho sistema. La versión crítica, en cambio, hace de ese sistema expresión mistificada de una lucha de clases que, también ella, existiría antes que ese sistema. Pero el pueblo no es el gran cuerpo colectivo que se expresa en la representación. El pueblo es el quasi-cuerpo producido por el funcionamiento de ese sistema. Y la representación no es expresión, y menos aún instrumento de la lucha de clases. La representación es una forma de existencia de esa lucha: no es la expresión pasiva de una realidad preexistente, sino una matriz efectiva de construcción de lo común, de producción de significaciones, de comportamientos y de afectos. La manera en que nuestro sistema electoral da cuerpo y dota de afectos a un “verdadero pueblo de los de abajo” es hoy un ejemplo significativo de lo que acabo de decir.

 

La visión metapolítica moderna hace de lo político la expresión de un proceso económico-social situado por debajo o por detrás[3]. Pero no hay por un lado apariencias y, por el otro, realidad. Lo que hay son formas diferentes de construcción y de simbolización de lo común que son, unas y otras, igualmente reales y que están igualmente atravesadas por el conflicto de la igualdad y de la desigualdad. Construir formas de vida diferentes es también construir visiones diferentes de los “problemas” que nos propone el orden dominante. De ningún modo creo que la desigualdad desaparecería como por arte de magia si se decidiera elegir asambleas por sorteo. La cuestión es, en efecto, empezar por saber quién es el sujeto de esa decisión. Simplemente parto del hecho de que esa idea, que es perfectamente lógica, se encuentra en el extremo opuesto del sistema existente y de que semejante idea define una visión de la política que sería útil incorporar a una visión alternativa del mundo y poner en marcha en una práctica política que se sustraiga a la disyuntiva entre la integración en el sistema representativo y la mera denuncia de su ilusión en provecho de las luchas “reales”.

No es la creencia lo que fundamenta la adhesión. Es la adhesión lo que fundamenta la creencia. La creencia es el efecto subjetivo de un orden de cosas, la manera en que se interioriza ese orden. La lógica desigualitaria procura, a aquellos a quienes coloca en situación de inferioridad, los medios para creer que es su superioridad lo que así ejercen. Se consiente no porque estemos engañados, sino para mostrar que no lo estamos.

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Manifestación de Nuit debout, Place de la République, París, primavera de 2016. 

 

 

 

Hay que dar al traste con la idea de la dominación como un gran sistema coherente, como una totalidad orgánica que produce lógicamente las instituciones y las disposiciones subjetivas que corresponden a sus necesidades. El estado de cosas a través del cual opera la dominación es una combinación de elementos y de ensamblajes heterogéneos (...) Ya no existe ninguna comunidad dada que garantice el advenimiento de la comunidad por venir. La comunidad se ha convertido, ante todo, en objeto de deseo.

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Los ejemplos que da, ¿no serán síntomas del debilitamiento, de la agonía del sistema representativo del que usted afirma que “asimila bien los golpes”? Por ejemplo, que en Grecia un gobierno apoyado masivamente en varias elecciones adoptara, en el verano de 2015, decisiones contrarias a sus compromisos y a una voluntad popular claramente expresada, ¿no será una confirmación de lo que decía por entonces el ministro alemán de economía: “No puede permitirse que unas elecciones cambien lo que se les antoje”? En ese mismo sentido, ¿no se presenta la próxima elección presidencial en Francia como una mascarada a ojos de una gran parte de la población? ¿No hay ahí algo completamente nuevo en estos cincuenta años de elecciones y de esperanzas suscitadas por esas elecciones?

 

 

Si el sistema representativo agonizara cada vez que un partido de izquierda traiciona sus promesas electorales, el sistema estaría muerto desde hace al menos un siglo. Pero no es el caso. La objeción que usted menciona se basa en la falsa idea que equipara tres cosas diferentes —representación, elecciones y democracia— y que, por tanto, hace del sistema representativo la mera ilusión “democrática” por la cual la gente se somete a un poder del que se imaginan que son la fuente. En ese caso, es lógico que se infiera que un político que declara que no se puede permitir que el pueblo decida sobre ciertas cosas confiesa la mentira de la representación y destruye la creencia que fundaba la adhesión en masa al sistema. Pero ello no es cierto por varias razones.

 

En primer lugar, como ya he señalado en varias ocasiones, la democracia no consiste en el principio de la representación. La democracia no es la elección de los representantes, sino el poder de los que no están calificados para ejercer el poder. Para la doxa dominante la representación es un movimiento que parte desde abajo: el pueblo se nos presenta como cuerpo colectivo que escoge a sus propios representantes. Pero un pueblo político no es un dato preexistente, es un resultado. No es el pueblo quien se representa, sino la representación misma la que produce cierto tipo de pueblo. Y la representación, en el pensamiento de quienes inventaron el sistema representativo, significa que hay una parte de la sociedad que está naturalmente capacitada, por su posición, para representar los intereses generales de la sociedad. En la visión de los Padres fundadores de los Estados Unidos era la clase de los propietarios ilustrados la que representaba a esa parte privilegiada. En las cruentas asambleas de 1848 y de 1871 en Francia, se sabe lo que vino a ser esa clase propietaria “ilustrada”. Mas tarde, se autonomizó la lógica del sistema. La representación se convirtió en una profesión ejercida por una clase de políticos profesionales que, básicamente, se auto-reproduce y valida esa auto-reproducción mediante la forma específica de pueblo que ella misma produce, a saber, el cuerpo electoral. Ese cuerpo vuelve a confirmar el poder de esa clase cuando elige entre sus diversas facciones. En ausencia —independientemente del sistema representativo— de poderes democráticos autónomos y potentes que construyan otro pueblo, un pueblo igualitario en movimiento, entonces lo que acaba imponiéndose es la lógica jerárquica de la reproducción de las representaciones “legítimas”, es decir, de la casta de profesionales del poder. Hoy en día, esa ciencia de la reproducción de las oligarquías gubernamentales ha llegado a equipararse con el saber de la producción de la riqueza común o, dicho de otra manera, con la ciencia económica dominante. Es en ese marco que un ministro de finanzas alemán puede recordamos que las decisiones racionales de las que depende la prosperidad europea no pueden someterse a las vicisitudes del electorado griego. Para ello, no obstante, no es necesario contradecir la aritmética electoral proclamando el privilegio de los pocos sobre los muchos, ya que, en el marco europeo, los electores griegos son quienes desempeñan el papel de la minoría, esa que, efectivamente, no tiene derecho a imponer su voluntad a la mayoría. En ese sentido, el punto de vista de Schaüble en modo alguno se opone al de su propio electorado.

 

Es esta una primera conclusión respecto del sistema representativo. La segunda se refiere a los modos de adhesión a ese mismo sistema. La idea preconcebida es que el sistema funciona a condición de que los electores en verdad crean que son ellos quienes eligen a sus representantes y quienes eligen las políticas que estos deben llevar a término. Es esa una manera simplista de concebir las cosas. De hecho, no es la creencia lo que fundamenta la adhesión, sino que es la adhesión lo que fundamenta la creencia. La creencia es el efecto subjetivo de un orden de cosas, la manera en que se interioriza ese orden. El sistema presidencial francés se sostiene menos por las esperanzas que suscita que por el desánimo que produce. Ahora bien, ese desánimo afecta tanto a quienes no votan como a quienes sí lo hacen. Afecta a las esperanzas puestas en las vías revolucionarias tanto como a las esperanzas de mejora por vía electoral. Es más, la lógica desigualitaria procura a quienes coloca en situación de inferioridad los medios para creer que es su superioridad lo que así ejercen. Se consiente no porque estemos engañados, sino para mostrar que no lo estamos. Es lo que he llamado, siguiendo a Jacotot, la lógica de los inferiores superiores: uno se somete a una forma de dominación en la medida en que nos ofrezca la posibilidad de despreciarla. La mayoría de las formas de dominación hoy en día funcionan así: no es necesario “creer” en los mensajes mediáticos, quedar seducidos por las imágenes publicitarias o esperar algo de aquellos a quienes elegimos. El sistema funciona a la perfección en el descreimiento[4], lo que equivale a decir que ese presunto descreimiento es hoy el modo normal de creer, el modo normal de interiorizar el estado de cosas que afecta tanto a quienes votan como a quienes no votan. Ahora bien, “descreimiento” es una palabra demasiado general que comprende afectos y disposiciones subjetivas muy diversas. Habría que especificar los diversos modos de subjetivación que esa palabra abarca. Pero lo esencial consiste en dar al traste con la idea de la dominación como un gran sistema coherente, como una totalidad orgánica que produce lógicamente las instituciones y las disposiciones subjetivas que corresponden a sus necesidades. El estado de cosas a través del cual opera la dominación es una combinación de elementos y de ensamblajes heterogéneos. Las maneras de adherirse o de distanciarse son, a su vez, combinaciones heterogéneas de afectos y de formas de conciencia y, en lo que respecta a esas diferentes maneras, temas como el desencanto y el desentendimiento son simplificaciones inoperantes.

 

 

 

El movimiento de la primavera de 2016[5], con todas sus debilidades y sus contradicciones, ¿no habrá resultado un avance con respecto a... 1850? ¿No habrá marcado el final de la ilusión que usted mismo denuncia, “la vieja idea marxista de que el mundo de la dominación segrega su propia destrucción”? Por la manera en que ese movimiento descalificaba a la política tradicional, me parece no que se centraba en las apariencias, sino que intentaba construir esas “visiones diferentes” que usted desea. En suma, ¿no estaremos asistiendo a un gran cambio subjetivo en las maneras de luchar contra el orden existente?

 

 

Ese avance no es, para nada, evidente. En 1850, era fácil que los obreros militantes opusieran la asociación o “la social” a un poder capitalista y a un poder estatal percibidos como parasitarios. Lo que surgía en aquel momento, en particular a través de la creación de toda una red de asociaciones obreras, era la idea de que el trabajo constituía un mundo común, la inmensa estructura horizontal de un sistema de producción y de intercambio que podía funcionar por sí solo y sin jerarquías. Era esa visión de un porvenir en que las relaciones mediatizadas por las abstracciones de la moneda y de la mercancía se convertirían (de nuevo) en relaciones directas entre los productores la que sostenía la formulación de diversos modelos de socialismo, como el del anarcosindicalismo. Esa evidencia del trabajo como mundo común ya dado, listo para recuperar lo que estaba alienado en las relaciones mercantiles y en las estructuras estatales, desapareció del universo contemporáneo del capitalismo financiero, de la industria deslocalizada y de la extensión del precariado que es también un universo en que la mediación capitalista y estatal está presente por doquier. Y, en el fondo, la famosa “Ley del trabajo” era una declaración de caducidad definitiva del trabajo como mundo común. Algunos reaccionan con declaraciones rimbombantes sobre el fin de las ilusiones del trabajo y del valor-trabajo. Otros creen ver ahí la señal de que, en lo sucesivo, es la vida entera y no la fuerza de trabajo lo que el capitalismo postfordista requiere, de lo cual infieren la emergencia de un movimiento “bio­político”, un movimiento de la vida misma que sucede al clásico movimiento obrero. Pero los manifestantes de la primavera de 2016 percibieron espontáneamente otra cosa: la declaración oficial de que, a partir de ese momento, no había ya forma de que en nuestras sociedades avanzadas el trabajo formara una comunidad, de que el trabajo no debía ya ser sino la manera en que cada individuo gestionara su “capital humano”. Es eso lo que declara, de otro modo, la represión judicial ahora sistemática de formas de lucha obrera que eran consideradas, hasta hace poco, como algo que formaba parte de los riesgos propios de los conflictos sociales (condenas de los obreros de Goodyear o de los manifestantes de Air France). La alianza harto inédita entre los sindicatos obreros y los “inorganizados”[6] de Nuit debout también fue significativa en ese sentido para quienes se acordaran de los enfrentamientos, antaño, entre izquierdistas y sindicalistas.

 

Pero ello significa también que ese movimiento, por muy importante que haya sido, no puede situarse en una mera línea temporal evolutiva, pues al mismo tiempo reveló y ocultó el hecho de que, aunque el trabajo todavía constituya motivo de lucha y principio de comunidad, ya no crea mundo. Ya no es la forma dada de un mundo por venir, como sí lo era todavía en 1968, incluso si la función simbólica que se atribuía a la clase obrera en el pensamiento de izquierda estaba en conflicto con la “realidad” que gestionaban sus representantes “legítimos”. Sin embargo, tampoco ha sido verdaderamente reemplazado en esa función. A su modo, el apoyo de que goza hoy en día el “ingreso universal” así lo demuestra. El ingreso universal se pretendía, al principio, expresión de un nuevo militantismo sostenido por la evolución histórica, el de los trabajadores del “cognitariado” de la era postfordista. Ese movimiento “histórico” no ha resultado ser sino una hipótesis teórica. Lo que ha tenido lugar, en cambio, es el interludio de los movimientos de ocupación. El ingreso universal se ha convertido, pues, en una propuesta estatal compensatoria de la desindustrialización. Ya no existe ninguna comunidad dada que garantice el advenimiento de la comunidad por venir. La comunidad se ha convertido, ante todo, en objeto de deseo. Es el fenómeno que define al movimiento de plazas y ocupaciones. Es cierto que, por un lado, ese movimiento ha abierto una brecha[7] respecto de la manera en que funciona lo que se entiende, en Francia, por política. Cabe recordar que el movimiento español del 15 de mayo [de 2011] y los que vinieron después no tuvieron prácticamente ningún eco en Francia, pues la cuestión más importante en aquel entonces era, en Francia, la “gran primaria democrática socialista”. Desde ese punto de vista, no hay duda de que el movimiento de la primavera de 2016 abrió una brecha: la afirmación de un pueblo diferente del pueblo del proceso electoral. Pero se trata de la eliminación de un retraso más que de un paso de avance significativo en el pensamiento y en la acción. Por lo demás, se pudo constatar —más claramente en este caso que en el de los movimientos antes mencionados— hasta qué punto ese otro pueblo es hoy objeto de deseo más que forma en movimiento. Sabemos qué figura darle a la exigencia de ese otro pueblo, pero no de qué órganos dotar ni qué formas dar a su constitución. La función restituida a la asamblea como figura del pueblo igual, en la que cada uno habla de lo que quiera durante un tiempo similar para todos, es prueba elocuente de ello. La proliferación de temas como el poder “destituyente”, tomado de Giorgio Agamben, o el “éxodo”, preconizado por Paolo Virno, es también, de otro modo, prueba de lo mismo. Por una parte, la brecha así abierta es huérfana de un mundo simbólico y vital al que adherirse. Por otra, a esa misma brecha le cuesta hallar las formas en las que desplegarse. Por ello, la idea de que el sistema está en las últimas y a punto de derrumbarse no deja de ser una idea demasiado cómoda. Se colma así el intervalo entre las brechas actuales y el porvenir esperado y se puede imaginar alternativamente que bastaría con darle un empujoncito al sistema para que todo se derrumbara o con retirarse para que se disolviera. En Primeras medidas revolucionarias, publicado en La Fabrique hace tres años, leo lo siguiente: “La decrepitud del capitalismo democrático es tal que su derrumbe será internacional sea cual sea el lugar en el que ocurra su primer temblor[8]." No estoy seguro, realmente, de que ese tipo de ilusión se haya desvanecido en la primavera de 2016.

 

 

 

Una observación, o, mejor, un paréntesis: al principio de Primeras medidas revolucionarias hay un postulado muy explícito: la insurrección ha tenido lugar y ha salido victoriosa. El libro trata de lo que podríamos hacer después —y no sobre las posibilidades de tal advenimiento o de las condiciones de éxito de tal insurrección. No implica, par tanto, ninguna ilusión. La frase que usted cita es evidentemente una referencia a la explosión internacional que tuvo lugar tras los acontecimientos de la primavera de 1848 y de la primavera de 1968 en Francia. Dicho esto, el desánimo del que usted habla —y sobre el que se sostiene el sistema presidencial francés— concierne tanto, según afirma usted mismo, a las esperanzas revolucionarias como a las esperanzas de mejora por vía electoral. Pero ¿no será esa una forma de minimizar la novedad que se produjo en el movimiento de la primavera de 2016? ¿Podemos hablar de desánimo cuando, en toda Francia, en las manifestaciones marchaban en primera fila estudiantes de secundaria y universitarios, jóvenes inorganizados y obreros en pequeños grupos que llevaban los colores de sus sindicatos? Los medios se abstuvieron de señalar que quienes marchaban en primera fila[9] representaban efectivamente la mitad de las participantes en la manifestación del 15 de septiembre. Es cierto que la juventud que apoya la revuelta es muy minoritaria si se compara con los millones de electores, pero ¿es esa la cuenta que debemos sacar?

 

 

Que un sistema produzca un efecto de desánimo no significa que todo el mundo esté desanimado. De hecho, hay muchos electores que mantienen la moral bien alta. Mi observación no pretendía emitir un diagnóstico negativo sobre el movimiento de la primavera de 2016. De lo que se trataba era de cuestionar la lógica en la que se basan mayoritariamente los análisis que leen las posibilidades del futuro en el presente estado de cosas, y que yo llamaría la lógica de los vasos comunicantes: la idea de que la merma de las esperanzas puestas en el sistema representativo hace que aumenten las energías orientadas hacia las alternativas a ese sistema —lo cual se basa, al fin y al cabo, en la idea de que la disipación de la ilusión (el sistema electoral) produce el aumento exponencial de lo verdadero (el movimiento social, las verdaderas luchas, etc.). Las cosas nunca han funcionado así. Las lógicas que hacen funcionar los espíritus y los cuerpos son, de hecho, entrecruzamientos mucho más complejos de lógicas heterogéneas, como lo muestra el hecho de que los movimientos sociales extraparlamentarios han conocido su apogeo en épocas en que el sistema parlamentario alimentaba todavía ciertas esperanzas. Hoy en día, al contrario, la morosidad electoral encuentra de buen grado su equivalente en movimientos reivindicativos medio resignados y en teorías revolucionarias “radicales” que suelen tomar en préstamo sus argumentos y su tonalidad de las desencantadas teorías sobre la catástrofe de la civilización.

 

Toda acción se define por la relación entre el despliegue autónomo de una energía y el objetivo al que tiende esa acción. Hubo una época en que esa relación se anudaba en la fórmula equívoca de “tomar el poder”, lo cual significaba dos cosas en una: que el despliegue de energía autónoma se constituía en la materia misma de una vida colectiva nueva (la “república de los trabajadores”), pero también que órganos especializados se apoderaban de las posiciones y las funciones especializadas mediante las cuales se ejercía el poder del Estado (la “dictadura del proletariado”).

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Manifestación de Nuit debout, Place de la République, París, primavera de 2016. 

Rêve général ("Sueño general", juego de palabras con grève générale, o "huelga general")  

 

 

 

Nadie sabe ya lo que significa tomar el poder, y es el conjunto de la visión estratégica, de la relación entre los fines y los medios lo que se ha convertido en escolástica hueca. La cuestión sigue siendo la medida en que todo movimiento sea portador, en sí mismo, de un porvenir inmanente.

 

 

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Podría decirse que la primavera de 2016 nos sacó de ese marasmo. Sin duda, se movilizaron jóvenes en toda Francia y no tiene sentido comparar su número con el de los electores. En cambio, lo que sí tiene sentido es comparar la cifra de jóvenes movilizados con la de otros jóvenes: los de la juventud de la “creative class” cuyo dinamismo se mueve a gusto en el orden llamado neoliberal, la juventud que se moviliza por el Frente Nacional y la de Manifs pour tous[10], la que presta oídos a los llamados a las guerras de religión y la gran masa de esa juventud de la llamada periferia que se mostró indiferente u hostil a las manifestaciones de la primavera de 2016. Sobre todo, hay que ser precisos a la hora de invocar la “novedad” de ese movimiento. Siempre hay cierta novedad cuando se pasa de la resignación a la protesta. Pero esa novedad está atrapada en una lógica en la que se trata, de entrada, de resistir a las ofensivas del enemigo, resistencia que, desde un punto de vista estrictamente pragmático, se mostró esta vez incapaz de hacer recular al enemigo tal y como había sido el caso cuando la ley sobre las pensiones en 1995 y la ley por la que hubo de instituirse el “contrato del primer empleo” en 2006[11] Conviene, sin duda, separar de la contabilidad de las ganancias objetivas los aumentos de potencia subjetiva de un movimiento. Y desde esa perspectiva el fenómeno Nuit debout fue importante, al transformar un movimiento de resistencia en movimiento de autoafirmación de una comunidad que toma posesión de un espacio y de un tiempo propios. Sin embargo, al haberse inscrito —de una manera más modesta que en otros lugares— en la dinámica del movimiento de plazas y ocupaciones, por lo esencial Nuit debout retomó las formas de este último y tropezó con los mismos problemas. En Place de la République, como en Liberty Plaza o en la Puerta del Sol, la centralidad de la forma-asamblea mostró al mismo tiempo la fuerza de un deseo de comunidad y de igualdad, pero también la manera en que ese deseo se inhibía a sí mismo y se encerraba en su propia imagen, en la puesta en escena de la felicidad de estar juntos. Ahora bien, el problema no radica en pasar del individualismo a la comunidad, sino en pasar de una forma de comunidad a otra.

 

La primavera de 2016 volvió a hacer tangible la idea de una comunidad de lucha que fuera también una comunidad de vida. Y, al mismo tiempo, volvió a poner sobre el tapete la cuestión del vínculo entre las dos, entre un proceso de constitución de un pueblo autónomo y un proceso de constitución de una fuerza de lucha contra el enemigo. Toda la historia moderna aparece atravesada por la tensión entre una lucha de clases concebida como formación de un ejército para vencer al enemigo y una lucha de clases pensada como secesión de un pueblo que inventa sus instituciones y sus formas de vida autónomas. La tensión podía resolverse siempre y cuando un mismo pueblo lograse configurar el ejército de los trabajadores combatientes y el de los productores emancipados. Tensión que estalla, en cambio, cuando ya no se ocupan las fábricas y ni siquiera las universidades, ni tampoco los lugares de funciones sociales que revelan la presencia de fuerzas en conflicto, sino el espacio vacante de las plazas en que la comunidad se representa a sí misma en la figura de la asamblea durante la cual se toma la palabra en pie de igualdad, mientras en las calles aledañas resuenan consignas como “Todo el mundo detesta a la policía” y se procede a destruir algunos cajeros automáticos en ridícula compensación por la destrucción de miles de empleos por los poderes financieros, contra los cuales las luchas obreras se ha revelado impotentes. La contradicción se manifiesta en ese mismo espacio de la calle, que es el lugar clásico de afirmación de un pueblo y, a la vez, el último espacio disponible para formar una comunidad. Estar juntos —contra un orden del mundo que separa y obliga a competir— y luchar contra el enemigo, esas dos modalidades de constitución de una fuerza subjetiva, se mantienen a distancia entre sí. Es decir, el estar-juntos no llega a constituirse en conflicto a la hora de separarse, ni tampoco en su propia autonomía. Sin duda, en estos últimos años hemos vuelto a ver, especialmente en Grecia, el regreso de formas de lucha y de formas de afirmación colectiva que parecían perdidas, pero las formas de vinculación entre afirmación de sí y conflicto que se han manifestado no han resuelto las aporías clásicas de sus relaciones.

 

 

 

 

Si es cierto que el trabajo ya no constituye un mundo (al menos en Occidente), si es cierto que no sabemos qué forma dar a un “nuevo pueblo”, que somos “huérfanos de un mundo simbólico y vital al que adherirse”, ¿es todo ello motivo de luto o, por el contrario, una oportunidad? ¿No habrá llegado precisamente el momento de deshacerse de todo el lastre que supone nuestra herencia de viejas ideas, de viejas formas de organización? ¿El momento de reflexionar colectivamente sobre nuevas maneras de luchar, sobre formas de vida inéditas?

 

 

Lo de las nuevas maneras de luchar nos remite a la pregunta: ¿qué significa luchar? ¿Cómo se constituye el nosotros de la lucha contra el enemigo? Todo sería muy simple si se tratara solamente, para actores de un mismo tipo, de encontrar las formas adecuadas de luchar contra el enemigo. El problema estriba en la identidad misma de los actores y en la pregunta sobre qué significa actuar. Tradicionalmente toda acción se ha definido por la relación entre el despliegue autónomo de una energía y el objetivo al que tiende esa acción. Hubo una época en que esa relación se anudaba en la fórmula equívoca de “tomar el poder”, lo cual significaba dos cosas en una: que el despliegue de energía autónoma se constituía en la materia misma de una vida colectiva nueva (la “república de los trabajadores”), pero también que órganos especializados se apoderaban de las posiciones y las funciones especializadas mediante las cuales se ejercía el poder del Estado (la “dictadura del proletariado”). Nadie sabe ya lo que significa tomar el poder, y es el conjunto de la visión estratégica, de la relación entre los fines y los medios lo que se ha convertido en escolástica hueca. La cuestión sigue siendo la medida en que todo movimiento sea portador, en sí mismo, de un porvenir inmanente. Sin embargo, para plantear esa cuestión, hay que volver a preguntarse sobre el tiempo mismo en que la situamos. Redescubrimos hoy que la historia de la igualdad es una historia autónoma, que no es la elaboración de estrategias fundadas en el análisis de las transformaciones objetivas de las técnicas, de la economía, etc., sino una constelación de momentos —algunos días, semanas, a veces años— que crean dinámicas temporales propias dotadas de mayor o menor intensidad y duración. En cada ocasión, se asiste a un nuevo comienzo y en cada ocasión se ignora hasta dónde ese comienzo podrá ir. Y la pretensión de extraer enseñanzas de cada comienzo no nos lleva muy lejos. La idea de extraer enseñanzas  de las experiencias anteriores supone en todo momento que esta vez sí que se encontrará la manera adecuada de hacer lo que se quiere. Desafortunadamente, lo que se quiere no es lo que determina la dirección de un momento de igualdad. Al contrario, la “voluntad” es un resultado, es la modalidad que adopta el despliegue del momento igualitario. Redescubrir el aspecto monádico de los momentos igualitarios es asimismo redescubrir la ambigüedad de esas dinámicas. La emancipación siempre ha sido una manera de crear, en el seno del orden normal del tiempo, un tiempo otro, una manera diferente de habitar el mundo sensible en común. La emancipación siempre ha sido una manera de vivir en el presente un mundo otro, tanto como —si no más que— preparar un mundo por venir. No se trabaja para el porvenir, se trabaja para abrir una brecha, para trazar un surco en el presente, para intensificar la experiencia de otra manera de ser. Es lo que he intentado decir desde La noche de los proletarios[12]. Es algo que, evidentemente, no les ha gustado mucho a los estrategas de salón. Y, sin embargo, no veo cómo ni qué discutir si no se parte de ahí: ¿cómo pensar lo que se “quiere” cuando algunas personas se juntan, hacen que un lugar cambie de función e inauguran un tiempo diferente? ¿Cómo volver a pensar tiempo y “voluntad” para poder hablar de todo ello?

 

 

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Notas

 

[1] Aprovecho la ocasión para señalar que el libro de Jacques Rancière anunciado con cierta periodicidad bajo el título Cómo revitalizar la democracia no existe. [Nota de Eric Hazan en el original en francés.]

[2] En francés, “la social” era el nombre que por entonces se daba a la “república democrática y social”.

[3] Sobre la noción de “metapolítica” como remisión de la política a una realidad subyacente, véase la cuarta parte de mi libro La Mesentente. Politique et philosophie, París, Galilée, 1995 [ed. esp.: El desacuerdo. Política y filosofía (trad. Horacio Pons), Buenos Aires, Nueva Visión, 1996].

[4] En el francés, resulta más clara la oposición entre croyance (creencia) e incroyance (descreimiento). Al igual que en la edición española de Casus Belli, nos ha parecido aquí más conveniente traducir incroyance por “descreimiento” y no por “incredulidad”.

[5] Eric Hazan se refiere al movimiento Nuit debout, que se inició el 31 de marzo de 2016 en Place de la République (París) como parte de las acciones contra la Ley del trabajo (Loi travail), a la que más adelante se refiere Rancière en su respuesta a la misma pregunta.

[6] En francés, inorganisés y entre comillas. Con este término se hace referencia a quienes se organizan sin estar afiliados a ninguna organización oficial, institución o sindicato. Por lo que no se trata de simples “desorganizados” en el sentido peyorativo del término, lo que en francés se indicaría con el término desorganisés (“desorganizados”).

[7] En la traducción de Javier Bassas Vila para Casus Belli, écart se traduce por “distanciamiento”.

[8] Véase Eric Hazan & Kamo, Premières mesures révolutionnaires, París, La Fabrique, 2013, p. 35.

[9] En francés, cortège de tête, expresión de los años 1970 que ha vuelto a adquirir cierta actualidad. Cortège de tête no es el “cortejo” que “encabeza” la manifestación, sino el grupo de manifestantes anónimos —como en el caso del llamado “Black bloc”— que se sitúan delante del resto y que no rechazan la violencia como medio de acción política más efectiva que las “buenas” manifestaciones oficiales y autorizadas. Por el hecho mismo de que Rancière no se refiere sino a manifestaciones durante las cuales no se produjo ni se intentó provocar ningún acto de violencia, nos ha parecido innecesario torcer la traducción para acomodar un significado o connotación que no es pertinente para la argumentación de Rancière.

[10] Bajo el nombre de Manifs pour tous (Manifestaciones para todos) se engloba una serie de colectivos y asociaciones que propugnan la integridad de la familia y se oponen, por ejemplo, al matrimonio entre personas del mismo sexo y a la aplicación de las teorías de género en la educación, tal como lo hacen en Francia la Iglesia católica y partidos de derecha o extrema derecha.

[11] En francés, contrat première embauche. La ley de marras suscitó una intensa oposición en toda Francia.

[12] Véase Jacques Rancière, La nuit des prolétaires. Archives du rêve ouvrier, París, Fayard, 1981 [ed. esp.: La noche de los proletarios. Archivos del sueño obrero (trad. Emilio Bernini y Enrique Biondini), Buenos Aires, Tinta Limón Ediciones (Colección Nociones Comunes), 2010].

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