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ACTOS Y LETRAS
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Año VI / Vol. 24 / enero a marzo de 2022
En el horno de los noventa: identidad y sociedad en la Cuba actual Fernando Martínez Heredia
(Publicado originalmente bajo el título de "En el horno de los noventa" en La Gaceta de Cuba, núm. 5, UNEAC, La Habana, septiembre a octubre de 1998, págs. 67-81)
Esta década en su conjunto, y cada año de ella, registra en Cuba una riqueza de movilidad y retornos, emergencias y pérdidas, permanencias y cambios, que el afán en que vivimos dificulta mucho analizar. En medio del ambiente intelectual y salpicando al universo simbólico del país, la palabra nación ha multiplicado su presencia. Claro está que una de las razones de ese hecho es la desaparición de otras seguridades que regían el mundo espiritual de los cubanos, y no por una sustitución en el campo de las ideas dominantes sino por la emergencia de ingentes relaciones sociales diferentes a las que primaban, y por la fuerza del campo cultural enlazado a ellas. Nación estaría ligada entonces, según quien lo viva, o quien lo mire, al universo simbólico de un período de transición, o al de una resistencia a ese cambio. Esto es, ligada a diversos afectos, necesidades, intereses o sensibilidades.
Un acercamiento cuantitativo a la cuestión verificaría lo que afirmo sobre la multiplicación, dándonos más elementos acerca de su distribución respecto a las variables que se seleccionen: medios masivos, discurso político, obras de teatro, etc. Una clasificación de los usos actuales de nación daría sin dudas más datos. Un enfoque historiográfico mostraría, por ejemplo, coincidencias con el peso ideológico que alcanzó lo nacional hace medio siglo, en tiempos de la segunda república, cuando se fundaba el Banco Nacional y se editaba la Historia de la Nación Cubana. Pero otro historiador nos recordaría de inmediato que un hecho trascendental, la gran revolución socialista de liberación nacional, enriqueció y dio sentidos nuevos y muy específicos a la cuestión nacional, y volvió ímproba la comparación.
Mi propósito es mucho más modesto. Se limita a comentar algunos rasgos de lo nacional en relación con lo popular en la actualidad, o más exactamente, hablar de sus vicisitudes actuales. Con más sugerencias y opiniones que elaboraciones y datos, ruego para estas líneas la dispensa debida al ensayo.
1. Algunas precisiones
Lo primero, primero. Lo nacional implica siempre una dimensión de clases. Implica, esto es, están íntimamente relacionadas la nación y las clases sociales que contiene, aunque eso no necesariamente se muestre, o incluso se oculte: una de las funciones principales de la nación es encubrir la dominación de clases. En sentido contrario, «implica» previene contra la reducción de lo nacional a lo clasista, denota que se trata de una relación. Además, es un hecho que lo nacional tiene otras dimensiones fuera de la de clases. En Cuba, los tremendos impactos de la justicia social ejercitada y del fin de la dominación neocolonial sucedieron juntos —sólo juntos podían suceder—, superando a los antiguos discursos nacionalistas y a las ideas y prácticas reformistas. Por eso []llamo a la [revolución] de 1959[] revolución socialista de liberación nacional.
En los años 70 se abrió paso una segunda etapa del proceso de transición socialista, muy contradictoria, que no es el caso exponer aquí[1].Ella fue teatro de extraordinarios logros, y también de deformaciones, detenciones y retrocesos. En ese tiempo marcharon juntos el consenso de la mayoría, legitimador del régimen de la revolución verdadera, y la ideología del régimen burocratizado, autoritaria e invasora de todos los espacios; eso generó una trágica confusión. Aquella ideología se arrogó la propiedad del socialismo y de la visión «clasista», y llegó a creerse suma dispensadora de calificaciones, premios y castigos. Fue muy cerrada, más parecida a una camisa de fuerza que a un impulsor de creaciones. El profundo desgaste del socialismo en los 90 es más grave porque resulta natural confundirlo con la ideología que en esos años reinó en su nombre. Es triste escuchar a muchos calificar erróneamente de «izquierda» [] las posiciones dogmáticas trasnochadas, [e]l autoritarismo, [] los discursos y sacerdotes sobrevivientes de aquella ideología, o a la simple estupidez.
Ante el presente, y mirando al futuro, puede ser funesto olvidar la dimensión de clases. Pero ese olvido reina en la mayoría de las referencias y visiones diversas de lo nacional en Cuba actual. Es natural que parezca de mal gusto hablar de clases y más cuando algunos se encargan todavía, con su actitud, de reforzar el rechazo al viejo dogma. Pero ese discurso ya no decide nada. En otra dirección, el olvido de la existencia, relaciones, actuaciones e ideologías de las clases sociales resulta funcional para el avance de relaciones capitalistas que vayan sustituyendo a las de transición socialista. Entonces puede predominar una exclusión tácita del tema de las clases sin que exista acuerdo entre los que la realizan. Es imprescindible que se retome este tema crucial, desde ópticas y modos distintos, para comprender los procesos y tendencias actuales, y las motivaciones e intereses en que están inscritos.
Lo nacional existe —y este segundo rasgo es fundamental— en forma de complejos culturales, y a través de expresiones culturales. Se trata de representaciones colectivas, de símbolos y elaboración de códigos, de construcción social de realidades. Así se forma la nación, asume sus contradicciones, evoluciona, resiste o lucha, recibe impactos externos. La cultura nacional alberga y expresa una riqueza de rasgos y elaboraciones propias, hechas con los más disímiles materiales y modos, por los más diversos grupos sociales, en depósitos sucesivos y simultáneos. Esa acumulación cultural es la que opera en cada época y en cada coyuntura; en ella se inscriben todos los aspectos y casos particulares, con sus complejos de relaciones e interacciones.
La dominación social promueve, desalienta, oculta, discierne, dispone el orden de muchos de los elementos de la cultura nacional, ayuda a famas y decreta olvidos. La nación ya plasmada implica —igual que una economía «nacional» y un Estado-nación— una cultura dominante dentro de la pluralidad cultural, que subordina de maneras sutiles o no a las demás formas culturales existentes en lo que afecte a su dominación, como hacen el Estado y la economía nacionales con la diversidad social y las economías domésticas y de los grupos sociales. Además, aunque lo permanente es rasgo dominante en este tema, cada nación tiene historia, cambian elementos de lo nacional en el decurso histórico, y los valores que se les da.
Pero este texto no es de teorizaciones. Comencemos entonces por algo fundamental: Cuba es uno de tantos países en que lo nacional está ligado al colonialismo y el neocolonialismo, esto es, a las formas principales de mundialización del capitalismo. Hemos sido subalternos de sucesivas mundializaciones, desde la colonia militar y de comunicaciones, de servicios y producción, hasta la actual «globalización». La nación resulta así una esperanza o un anhelo, un asunto molesto que se abandona, una agonía y una lucha, una manipulación, un triunfo exaltado y unos límites de acero. La nación es instancia «de todos», porque a muchos efectos todos somos «negros» o algo inferior ante lo extranjero —aun aquellos que perciben como «negros» o inferiores a sus paisanos—, y porque la cadena mundial de dominios que va de la tecnología a las telecomunicaciones y los sentimientos del público crea una y otra vez nuevos «todos», o separa y fracciona a los que se quedan atrás o a un lado, pero siempre desde un lugar de creación que nos es extraño, que atrae y tienta, pero asusta, gobierna y nos deja desamparados.
Por tanto, en los contenidos de lo nacional aparecen —o están enmascarados— la autosubestimación del colonizado, el orgullo nacional del que ha peleado tanto y ha obtenido triunfos, como es nuestro caso, una historia de acumulaciones culturales; se muestran o se velan los conflictos y las subordinaciones sociales, los acomodos, negociaciones, presiones y luchas de los grupos sociales. La cultura nacional, naturalmente, es considerada estratégica, es movilizada y es tema político. En realidad, en los países capitalistas centrales eso sucede también, pero como si fuera algo natural, que no corre riesgos ni debe lograrse, sin la angustia de no ser aceptado. (Recordemos que el sonado Quinto Centenario nunca pareció incluir a Canadá y los Estados Unidos).
2. Identidad y cambios sociales
La identidad nacional resulta una determinación básica en la historia cubana desde hace más de un siglo. Como todas, es hija de una lenta y prolongadísima acumulación de rasgos, tomados, creados, reelaborados o recreados, de la vida cotidiana, los materiales míticos, las creencias, las expresiones artísticas y los conocimientos adquiridos de numerosas etnias, de sus choques, relaciones y fundiciones, de comunidades locales y regiones que compusieron el país. Es hija a la vez —y esto es más específico de Cuba— de profundas revoluciones políticas que violentaron la reproducción esperable («normal») de la vida social. De ellas provienen el patronímico mismo de cubano, elementos principales del imaginario nacional y numerosos proyectos de «realizar» o «superar» la nación, en los que han predominado las tendencias radicales.
La identidad nacional cubana en la actualidad es asociada inmediatamente a la palabra riesgo. Riesgo de perder la sociedad de justicia social a la cual ha estado ligada durante décadas la identidad nacional, de perder el socialismo. Y riesgo de perder la soberanía como pueblo específico, como Estado nación. A primera vista parece ser un único riesgo, cuando en realidad son dos riesgos discernibles. A partir de 1959, la revolución socialista de liberación nacional ligó la consumación de la nación Estado soberana y las representaciones anticapitalistas más radicales, condicionándolas recíprocamente. La identidad nacional hizo suyos el socialismo y la liberación.
La participación masiva, organizada y duradera de la mayoría de la población fue lo que permitió consumar con éxito los cambios revolucionarios. Las representaciones radicales de revolución popular armada, y de antimperialismo asociadas a ella, fueron la ideología decisiva de la insurrección triunfante; pero ese tipo de conciencia nacional se arraigó, se hizo masivo y permanente solamente porque se asoció íntimamente a la ideología de justicia social devenida en socialismo, y se fundió con ella en el curso del proceso. La masa de los dominados se desató y multiplicó sus capacidades de cambios sociales y de sí mismos, y ese impacto libertario marchó unido durante años al del poder revolucionario. Su unión logró derribar los límites de lo posible y cambiar la historia. El régimen social y la forma de gobierno vigentes en Cuba desde entonces se han mantenido durante un período tan prolongado —a través de circunstancias muy diferentes y de sus cambios internos— como consecuencia de la gran cohesión social que ha existido y persiste. La base de esa cohesión fue un modo de vida de redistribución sistemática de la riqueza social y de tendencia dominante igualitarista, ejemplar y muy dilatado, y los vínculos establecidos entre la sociedad y el poder político como garante del modo de vida y como portador del proyecto social nacional, proyecto que siempre se siguió percibiendo como algo que estaba en curso, y en gran parte por realizar.
Las diversidades sociales se modificaron. Unas disminuyeron a fondo (por ejemplo, las de clases), otras se atenuaron, algunas se ocultaron. La idea de nación de los cubanos alcanzó contenidos mucho más ricos y complejos que las existentes en los tiempos previos a la revolución. Durante más de tres décadas nación y socialismo se unieron, hasta el punto de la exclusividad: sin los dos, no se era cubano. Los símbolos nacionales sin más fueron los del socialismo cubano; el lenguaje consagraba esa exclusividad: cubanos antirrevolucionarios eran calificados de «apátrida» o «mercenario». En la segunda etapa del proceso la identidad nacional operó como un muro defensivo frente al «socialismo real» y la colonización «de izquierda» que este portaba. A pesar de la marea sovietizante[,] el propio régimen reivindicó [] lo nacional como su fuente y como parte de su naturaleza, y le preservó fuerza, atractivos y espacio. En la vida cotidiana y en el sentido de la vida de la gente lo nacional siempre tuvo un lugar central, como es natural.
Lo que se está arriesgando hoy es la disociación de lo cubano y el socialismo, y la posibilidad de un tránsito que nos haga semejantes a la mayoría de los países, en los que la identidad nacional no está relacionada con el socialismo. Los impactos de los cambios en la estructura social son sin duda básicos. La diferenciación por el ingreso se extiende y deja en situaciones diversas a grandes grupos sociales. Unos aumentan sus ingresos por coyunturas, sin que aumente su nivel social; algunos otros ascienden en ambos campos; muchos miles mantienen su prestigio social mientras desciende su nivel de vida. Las posiciones materiales no traen consigo todavía la formación de grupos apreciables de presión social. Los grupos de superiores ingresos están muy lejos de obtener legitimación social. Pero se han producido cambios fuertes en la situación de sectores sociales respecto a las fuentes de poder, representatividad y ascenso sociales.
Otras diversidades han hecho su aparición, se han vuelto públicas o han crecido. Además, los poderes locales han actuado en favor de nuevas formas organizadas de sobrevivencia y de reestructuración económica. Millares de formas asociativas han aparecido, y otras existentes se han fortalecido mucho. Existe un hambre de asociación realmente notable. El sistema reductor y empobrecedor de las iniciativas sociales que ocupó tanto terreno en las dos décadas pasadas se ha desgarrado y le será imposible mantenerse. Como es obvio, el tejido social cubano siempre fue complejo. Lo que caracteriza a la actualidad es que: 1) ese tejido se complejiza y diversifica cada vez más y con celeridad; 2) la diversidad social se despliega, frente al ideal de homogeneidad que reinó durante décadas; y 3) esas formas de organización social tienen nuevos efectos y mayor incidencia en la totalidad social.
Cuba es un país occidental, mercantil e individualizado desde el siglo pasado, sin comunidades autóctonas previas, de historia muy dinámica, y con una población actual de altas expectativas. La revolución fue tan profunda que logró echar atrás, a un lado, y hasta en ciertos casos eliminar rasgos predominantes previamente; eso sucedió con el mercantilismo, el afán de lucro, el individualismo y el egoísmo. Ahora esos rasgos vuelven a pesar y tratan de abrirse paso de mil modos. Si triunfan, se producirá la típica escisión de los individuos entre lo cotidiano y lo cívico, entre la moral individual-familiar y la de los comportamientos económicos.
3. La guerra cultural
Cuba es el mal ejemplo de América Latina, la venganza moral de los oprimidos de este mundo, una prueba de que es posible vivir de otro modo. Por tanto, al imperio norteamericano le sería demasiado difícil perdonarnos. Pero nos amenaza otro peligro potencialmente mayor, que está muy extendido en el mundo actual. La cultura del capitalismo desarrollado ha ido desplegando en las últimas décadas una combinación de gran madurez para integrar o neutralizar retos pasados, un control cualitativamente superior de la producción y el consumo culturales y un verdadero programa de dominación cultural. Así disimula con eficacia los callejones sin salida a los que está llevando a las personas a escala mundial, y al planeta, por su propia naturaleza económica: centralización transnacional y dinero parasitario que sacrifican las capacidades económicas a la lógica de la superganancia, creciente población sobrante y empobrecimiento de mayorías, agresiones irreparables al medio, entre otros rasgos.El capitalismo centralizado les ofrece hoy a todos los países —aunque en distintos grados y formas— una instancia decisiva de homogeneización. Ella consiste en numerosos rasgos ideológicos y espirituales que restablecen a nivel ideal la fractura cada vez más profunda existente entre la vida de las clases dominantes y medias de los países centrales y la de las mayorías en el resto del mundo[2].
Esa cultura puede ir ganando cada vez más terreno en Cuba en las condiciones actuales, regidas por la crisis de la economía y de gran parte de las instituciones, la ideología y las creencias; y todo ello dentro de la jaula de hierro de la necesidad de reinserción económica en un mundo dominado por el capitalismo.A mi juicio será ineficaz hacer resistencia a la guerra cultural del gran capitalismo actual solamente desde las convicciones y las vivencias de nuestro pasado de luchas, logros, sentimientos e ideas, y desde las identidades que ellas formaron. Ese mundo contiene muchas fuerzas que son un sólido cemento de unión espiritual, y tiene muchos aspectos positivos que han marcado de forma indeleble a la mayoría de los cubanos, con lógicas diversidades generacionales. Pero posee también muchos aspectos que constituyen debilidades frente a los retos prácticos de hoy y de mañana. Además, ya estaba desgastándose desde antes de la crisis, y contiene rasgos que lo debilitan moralmente frente a sus declaraciones. Y la cultura enemiga no se nos viene encima como el retorno de un pasado cubano que fue abatido por la revolución, no es la antigua contrarrevolución. Viene como un «progreso», un acomodo a nuevas circunstancias, o una «necesidad». Ese disfraz de futuro deseable o inevitable la torna más peligrosa.
El elemento «popular» de la cultura nacional es un escalón más profundo y eficaz de resistencia, pero él se ha debilitado en los últimos años. Lo sienten «premoderno» amplios grupos de los sectores que han alcanzado «desarrollo» personal socialmente válido: estudios superiores, «nivel cultural», status, «roce» internacional. Y esos estratos están entre los más activos del país. El proceso de homogeneización desde el capitalismo desarrollado a nivel de la cultura de la vida cotidiana —un fenómeno mundial, no privativo de nosotros— es un agente de debilitamiento de la densidad cultural cubana en general. La devaluación de la cultura propia puede agudizarse por las frustraciones individuales de las expectativas creadas durante la segunda etapa del proceso, los años 70-80. La gran crisis económica, la aparente falta de viabilidad económica del país y el descrédito del socialismo generaron una frustración nacional que es un fenómeno diferente al anterior; pero ambos coinciden en lugar y tiempo, y pueden influirse mutuamente. En la medida en que la cultura nacional «popular» sea identificable como raíz de la que el sistema político es expresión, resulta también víctima de la ola de pensamientos y sentimientos conservadores que se extiende hoy.
Para que la homogeneización sea eficaz en Cuba, sin embargo, no bastará con que ciertas minorías urbanas satisfagan necesidades y deseos como los de tener consumos diferenciados a partir del poder del dinero, campos privados de acción económica, una nueva movilidad social, videos, facilidades, etc. Es decir, que vivan como sus homólogos de la mayoría de los países, sea Argentina o Haití. En estos, la homogeneización exacerba rasgos ya existentes, los «moderniza», y los acerca a la versión de los modelos formales de organización social y de conductas individuales de los países centrales que es dada por los medios que forman masivamente la opinión pública y los sentimientos del público a escala mundial. En Cuba, y esto es lo más importante y difícil, la homogeneización tendría que ser capaz de borrar necesidades y expectativas que adquirieron un arraigo muy grande y generalizado durante el régimen revolucionario. Y chocar con un complejo cultural compuesto por elementos muy diversos y de muy distintas datas, pero que fue fundido en un proceso muy profundo, abarcador y marcante, que le aportó un carácter anticapitalista, patriótico, nacionalista y de tendencias comunistas. Esto es, para tener éxito deberá desmontar los elementos fundamentales de la ruptura cubana con la dominación capitalista y de los hechos y valores que se volvieron costumbre en el curso de décadas.
4. Los caminos
Una reacción lógica —hablábamos de riesgo— es la de salvar. Me permito preguntar: ¿salvar qué, a quiénes, para qué? ¿Qué está en juego? [] ¿De qué nación, de qué cubano hablamos? Si no se tienen en cuenta las realidades actuales de diferenciación y de diversidad sociales a las que he aludido, no serán creíbles ni servirán de mucho las apelaciones a la nación, la cubanía o un pueblo abstractos. Lo mismo digo del pasado. Es vital profundizar en su comprensión, ser capaces de identificar los «olvidos», los silencios presentes en la identidad nacional, que tanta relación tienen con las maneras [en que] las clases dominantes en la historia de Cuba han ejercido su dominio[] y fueron complejizando su hegemonía frente a los movimientos radicales sucesivos que produjeron las revoluciones, y frente a los desastres humanos y sociales que provocaron sus formas sucesivas de obtención de ganancia y depredación del medio.
El nacionalismo, esa forma exacerbada de la identidad nacional, adquirió entre nosotros un valor muy singular con la revolución. Se desarrolló un inmenso orgullo de ser cubano. Su ligazón íntima con el socialismo y el internacionalismo limó bastante sus aspectos negativos —típicos [de] todo nacionalismo— y aportó mucho a las motivaciones de los cubanos; un caso interesante de relación nación-socialismo que no puedo tratar aquí. Aquel orgullo confronta hoy graves contratiempos, que en ciertos casos y grupos llega a ser crisis. La situación propicia recaídas en autosubestimaciones de colonizado, pero entiendo que las frustraciones de futuros a alcanzar son la causa principal. También se resiente el lugar de lo nacional por las búsquedas de «raíces» que convierten la necesidad en solera, y por la urgencia ideológica de referentes que avalen idealmente los cambios.
El Estado nación actual mantiene su representatividad de la identidad nacional por muchas razones, actuales e históricas. La identificación persistente de la revolución con la soberanía y la justicia social obra a su favor. El poder político —que es aún decisivo en la economía— lucha arduamente por garantizar la reproducción económica y los cambios económicos, y por mantener a la vez en lo esencial el pacto social que está en la base del sistema. Pero está muy afectado por la disminución de sus recursos, por los defectos profundos que porta y por el carácter mismo de los cambios estructurales en curso.
La sociedad civil cubana puede jugar un papel muy importante en la lucha socialista, para lo cual cuenta con potencialidades suficientes. Puede ayudar decisivamente en la descentralización y rearticulación de la sociedad que los cambios en curso ponen a la orden del día, para darles un sentido de esfuerzo y organización socialistas. Es positivo que se extiendan organizaciones sociales referidas a cuestiones básicas, como serían las de consumidores. Y sería un gran logro que la organización social influya en las empresas económicas, y ensaye formas de compartir las decisiones y la responsabilidad en ese campo fundamental de la reproducción de la vida nacional. La sociedad civil puede ser vehículo de la diversidad social, no sólo para la satisfacción de necesidades insoslayables, sino como enriquecimiento de una identidad nacional que está ligada al socialismo, una diversidad de gente que ha ejercitado masivamente la solidaridad y posee fuertes sentimientos de comunidad postcapitalista. Puede cubrir con su cultura de organización y su cultura política espacios que está dejando vacíos el Estado, no para competir con él, sino para participar en un poder revolucionario en el cual el Estado debe ser un instrumento.Quizás se impulse así por necesidad un proceso que debe ser natural a toda transición socialista. Los elementos populares de la cultura nacional pueden ser un factor muy importante en ese empeño, contribuyendo a darle eficacia y, sobre todo, legitimidad.
Frente al determinismo económico que aconseja sentarse a esperar los resultados, filosofía de la rendición ante el capitalismo, la opción cubana es partir de las realidades en que vivimos para forzarlas a dar resultados superiores a lo esperable de su mera reproducción. Eso sólo es posible mediante acciones concientes organizadas que movilicen a las fuerzas con las que sí contamos, en busca de sus intereses, sus ideales y su proyecto. Una identidad nacional que no renuncie a la riqueza adquirida en las décadas pasadas y que sea capaz de revisarse las entrañas sin mentiras ni ocultamientos, sería una fuerza extraordinaria si se plantea un propósito tan ambicioso, por el profundo arraigo que tiene esa identidad en la gente, por la capacidad que ha tenido de levantarse sobre los raseros mezquinos para prefigurar utopías, y por su capacidad de convocar a todos a darle[s] un sentido más trascendente a la vida y a la búsqueda de bienestar y felicidad.
Notas
[1] He desarrollado el tema en numerosos textos desde 1987, publicados en Cuba y en el extranjero.
[2] He tomado ideas, y hasta textos de este epígrafe, de mis artículos «Nación y sociedad en Cuba» y «Marxismo y cultura nacional», escritos en 1994 y publicados en Contracorriente, núms. 1 y 2, en 1995. Insisto en ellos porque me parecen procedentes. Es penoso sentir que problemas centrales de la sociedad en que vivimos no se convierten en cuestiones centrales de los debates, ni de la divulgación y formación de opinión pública.