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ACTOS Y LETRAS
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Año VI / Vol. 24 / enero a marzo de 2022
¿Espontaneidad de izquierda o cálculo neoliberal? Inconsciente político y hegemonía capitalista Leyner Javier Ortiz Betancourt
19 de mayo de 2021
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Como advierte Sylvain Lazarus, una de las rupturas del ¿Qué hacer? de Lenin respecto al marxismo originario es la distinción que establece entre consciencia espontánea y consciencia adquirida[1]. El punto en el que fija su atención Lenin es que el desarrollo del capitalismo genera sus propias formas de resistencia local-gremial, genera la lucha sindical obrera y la tendencia de esa lucha a orientar sus demandas al mejoramiento de las condiciones de compra-venta de la fuerza de trabajo. Todas estas formas de resistencia y enfrentamiento pertenecen a un nivel de consciencia espontáneo. Lo que no puede generar el proletario de forma autónoma es una consciencia más elaborada y radical que, lejos de pretender mejorar las condiciones de compra-venta de la fuerza de trabajo, se plantee la posibilidad de eliminar la forma misma de esa relación social. Esto se debe a que se encuentra sometido a un régimen de explotación y disciplinamiento multidimensional que le dificulta el ejercicio de pensar de manera crítica.
Aplastado por las urgencias del mundo inmediato, necesita una fuerza intelectual organizada que le brinde claridad, cohesión y resistencia, que enuncie y sostenga su deseo más íntimo por el comunismo. Mientras que el movimiento proletario no sea guiado por esa consciencia organizada y se vea abandonado a sus pulsiones espontáneas, tenderá a reforzar el sistema de dominación imperante, pues —como advierte Lenin— no existe una tercera vía, sino la pura e irresistible antinomia entre lo burgués y lo proletario, capitalismo y socialismo, y toda fe en una tercera opción espontánea no hace más que reforzar, en última instancia, el régimen de dominación.
Esta advertencia leninista cobra enorme significación a la luz de hoy, cuando el discurso y el debate políticos de izquierdas a nivel mundial parecen estar empantanados en un reflujo anodino de lo viejo. Y esto es cierto en especial para Cuba, donde se ha expandido la consciencia espontánea, con la ausencia de autocrítica que la caracteriza. Ello es evidente, por ejemplo, en el manifiesto que hace poco emitió el grupo 27N, así como en otros artículos de opinión, reportajes, posts en medios sociales, entrevistas…, en los que individuos autodenominados de izquierda —con honestidad o no, la intención aquí es secundaria— se proclaman «ni de izquierda ni de derecha», acusan de neoliberal al gobierno cubano, se identifican como defensores de los derechos humanos, etcétera.
A partir de la crucial distinción leninista, este escrito pretende dar continuidad a los análisis presentados con anterioridad en este intercambio por Raúl Escalona e Iramís Rosique, con respecto al discurso reaccionario. Solo que, en esta ocasión, me remitiré al nivel pre-consciente de este discurso, en el cual es incapaz de concebirse como reaccionario, burgués o de derechas y, en cambio, se auto-percibe como un discurso neutral o de izquierda. Pretendo sostener mi argumentación en el esquema de tres niveles de análisis marxista propuesto por Frederic Jameson: el plano inmediato de lo (ético-) político, el intermedio de lo social o la lucha de clases, y uno final de lo económico o el modo de producción.
Lo primero que identifica a la consciencia espontánea —que siguiendo a Jameson podríamos llamar inconsciente político— es la imposibilidad de transitar por los niveles de lo social o lo económico, su incapacidad de superar el análisis ético-político. Sin embargo, a sabiendas de que deja espacios sin cubrir, el inconsciente político genera formas de colmar esos vacíos y ocultar así sus falencias.
¿Cuáles serían, entonces, las formas que adquiere la consciencia espontánea actual? Existe, primero, una tendencia «natural» a sospechar del Estado, a pensar que su esencia es per se corrupta y que a su desempeño se le deben achacar la totalidad de los males que sufre la sociedad. Quizás se pueda desconfiar de alguna transnacional farmacéutica, o de algún emporio de la industria armamentista, pero los Estados son siempre, en última instancia, los culpables.
Cualquier izquierdista tradicional contemporáneo asume como irrefutable esa disposición cognitiva del mundo. Tal desconfianza, como es lógico, se basa en un balance histórico del siglo XX que achaca los males del pasado a los Estados. Por supuesto, este axioma mantiene una comunicación directa con la gran victoria neoliberal de la década de 1980, de tan vastas implicaciones para la izquierda que llegó a modificar sus propios esquemas de pensamiento. Si antes podíamos acusar a la izquierda de ser incapaz de ver más allá de la forma Estado, el neoliberalismo instauró la percepción de que el Estado estaba desfasado, y debía ya ser eliminado. Al menos la percepción previa imponía la necesidad de pensar el problema del Estado. La nueva preconcepción inhabilita de entrada todo pensamiento del Estado como problema a resolver, pues asume que ese problema está ya resuelto y la solución es reducir el Estado al mínimo indispensable para que siga funcionando, lo menos importunada posible, la lógica del capital.
Lo que se olvida en este miedo al Estado es que a su gestión debemos experimentos de políticas sociales hoy impensables para la mayor parte del mundo, desde los regímenes revolucionarios más radicales, hasta los llamados Estados de bienestar general o las democracias populares de Europa del Este, a pesar de sus enormes falencias. Falencias que tienen entre sus causas que tales inventos políticos se hayan propuesto transformar de raíz —al menos en el caso de los regímenes revolucionarios— sus condiciones de existencia ante increíbles presiones externas e internas. Lo que prueba en verdad ese pre-juicio hacia el Estado es la debilidad de la izquierda contemporánea, pues no ser capaces de pensar el problema del Estado es lo mismo que ser incapaces de pensar el problema del día después de la revuelta[2], de cómo dotar al movimiento revolucionario de una unidad política y una continuidad histórica.
Cabe preguntarnos por una ausencia escandalosa: la dimensión de universalidad de lo particular que caracteriza el gesto político. ¿En nombre de quién habla el 27N? ¿Cuál es su nosotros? Dado que el manifiesto del 27N no se plantea siquiera el asunto de la universalidad, quizás deberíamos coincidir en que se trata de un asunto cívico y no político. Mas debemos resistirnos a esa interpretación, pues, ante todo, ese olvido da cuenta de la incapacidad del movimiento de hacer política —y no se puede hacer política sin pensarla—, y de su consecuente necesidad de montarse en un mecanismo en funcionamiento a prueba de averías filosóficas: el mecanismo neoliberal.
Marx's Revenge © Tim Robinson para The Nation
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Esta percepción se emparenta con un miedo más general al poder como instancia de corrupción irresistible. Por eso se repele cualquier tipo de organización centralista. El paradigma es la horizontalidad, el consenso, el debate; decir partido es casi tan sacrílego como decir Estado. Casi toda forma de disciplina militante es rechazada. Se trata de la misma reacción a la historia de verticalismos en la organización de la izquierda en el siglo XX. Amén de cuan punible sea esta historia —o, mejor, sus narrativas—, deberíamos tener siempre presente: 1) el balance de cuál perspectiva —centralismo democrático u horizontalismo de tintes anárquicos— ha aportado mayores éxitos político-revolucionarios; y 2) el convencimiento de que aquellas estructuras eran genuinamente populares y masivas, tanto que eran capaces de liderar revoluciones y, desde luego, ninguno de esos militantes estaba forzado a serlo: lo hacían por convencimiento.
Lo cierto es que también en este caso se hace patente una cierta debilidad. Sus miedos a la delegación de poder o la representación, al centralismo, etcétera, no hacen más que perpetuar su condición de agente político marginal, episódico. Se niegan a ver que existen formas de centralismo o representación más o menos democráticas, que no todas, por defecto, son sinónimo de autoritarismo y anulación de los de abajo y que pueden brindar grandes posibilidades de fortalecimiento organizativo para las acciones espontáneas, tal y como sugiere Lenin en su libro.
Por último, existe una consecuencia paralizante en esta perspectiva que evita ver el potencial emancipador de formas de organización disciplinarias pues, desde ese lugar cognitivo, la idea de un Ejército de Liberación Nacional, por ejemplo, es una antinomia. Les resulta imposible entender que la forma ejército de organización pueda no solo pugnar por la libertad, sino ser un sitio emancipado. En el fondo, para ellos no existe el convencimiento o la hegemonía desde el poder, sino tan solo la represión y la violencia.
En tal sentido véase, por ejemplo, el manifiesto del 27N, que es el inconsciente político neoliberal haciendo acto de presencia entre nosotros, una vez más camuflado del liberalismo más light. En este punto, es imprescindible reconocer que la victoria neoliberal de los 80 significó una gran refundación y oxigenación del liberalismo como cuerpo doctrinal. A partir de ese momento toda idea liberal no solo asume como dada o implícita esa refundación, sino que aborda su acometido político desde el esquema de pensamiento neoliberal, por lo que adquiere una consistencia neoliberal de facto.
No me detendré en la dimensión programática del documento. Me interesa, ante todo, la manera en que se definen como organización y nombran sus deseos. Todo el documento es un juego elemental de oposiciones binarias: comunidad-organización/partido; horizontal-vertical; abierto-cerrado; diverso/plural-unánime; consenso-represión; inclusivo-excluyente; cívico-político; paz-guerra; diálogo/debate-imposición; democracia-dictadura; soberanía-dependencia; prosperidad-atraso; equidad-desigualdad; transnacional-nacionalista. En resumen, todas esas oposiciones remiten a una visión del mundo perteneciente a lo Imaginario, es decir, un mundo explicable solo en términos del Bien y el Mal y, por extensión, la Verdad y la Mentira. Nombran pues el Bien que no existe, dado que estamos sumidos en el Mal. Asumen, por defecto, la Verdad que son incapaces de articular, puesto que vivimos en la Mentira.
Además de este binarismo obtuso, cabe preguntarnos por una ausencia escandalosa: la dimensión de universalidad de lo particular que caracteriza el gesto político. ¿En nombre de quién hablan? ¿Cuál es su nosotros? Cualquier pastor fundamentalista con un mínimo de tacto político sabría responder en el instante a esas preguntas. Dado que el documento no se plantea siquiera el asunto de la universalidad, quizás deberíamos coincidir en que se trata de un asunto cívico y no político. Mas debemos resistirnos a esa interpretación, pues, ante todo, ese olvido da cuenta de la incapacidad del movimiento de hacer política —y no se puede hacer política sin pensarla—, y de su consecuente necesidad de echar mano a lo que ya está ahí, machacado y triturado, de montarse en un mecanismo en funcionamiento a prueba de averías filosóficas; en este caso, un mecanismo neoliberal.
En este punto, debemos retornar al asunto de los niveles de análisis que habíamos dejado en suspenso. Por ser el nivel de lo ético-político insuficiente para analizar la totalidad, debe producir dos maneras de abordar lo social y lo económico: para el primero se reserva el multiculturalismo identitario; para el segundo, el antineoliberalismo o anticapitalismo ético.
En el reino del multiculturalismo identitario no existe el conflicto de clases constitutivo, es subsumido en formas de oposición cultural, ni políticas ni económicas. Tal gesto tiene dos implicaciones inmediatas: 1) no existe una contradicción antagónica, todas son en último término gestionables; y 2) se asume un universal que funciona como aparato analítico, máquina de lectura del mundo en el que coexisten las múltiples culturas-identidades, a saber, un mercado mundial (capitalista) y una democracia (liberal) universal. Tal perspectiva es la solución de compromiso neoliberal para subsumir las múltiples luchas LGBTIQ, feministas, anti-racistas, de pueblos coloniales, etcétera, en un plano en el que cada identidad es un partido que concurre a elecciones —que participa del orden pluralista—, pero también una mercancía, una marca que concurre al mercado. Ganará quien mejor venda su producto. Mientras tanto, que nadie intervenga, que nadie politice: ¡laissez faire! Como es lógico, vistas las cosas desde este plano tampoco existen alternativas.
Similar es la noción antineoliberal, ganada a fuerza de victorias populares; victorias insuficientes, no obstante, pues han logrado hacer comúnmente aceptable la oposición ética al capitalismo, mas no una oposición asentada en la lucha de clases o el nivel económico. La postura antineoliberal es loable pero parcial, pues trata lo neoliberal como algo aislable o suprimible del sistema, como un exceso que se puede remover sin afectar el modo de producción[3]. La historia prueba que esta pretensión se encuentra destinada al fracaso, pues la forma de gestión neoliberal de la economía es un producto orgánico de la fase actual de desarrollo del sistema capitalista, llamada «tardía» por Ernest Mandel o «global» por Ruy Mauro Marini. Como nos recuerda Terry Eagleton, es sencillo hilvanar un anticapitalismo ético, lo difícil es penetrar en los niveles de la lucha de clases y el modo de producción, ambos centrales para toda perspectiva marxista[4].
La aceptación general del multiculturalismo identitario y del antineoliberalismo es tributaria del mito del poder siempre-ya corrupto, quien ahora puede ser acusado de totalitario/autoritario, violador de los derechos humanos —en lo que respecta al multiculturalismo—, neoliberal o necropolítico. No es de extrañar que el Estado cubano haya recibido esos calificativos sin un mínimo de explicación, pues dado que se trata de asuntos de lo espontáneo/inconsciente es innecesario argumentarlos, valen por sí solos, como los mitos. Un revolucionario consecuente debiera disuadirse de acusar al Estado cubano de neoliberal por mero acto reflejo ante la constatación de que el enemigo lo acusa de lo mismo. Mas no podemos pedir ese tipo de reacciones mecánicas de tacto elemental a sujetos para los cuales, en política, o no existe el enemigo o este solo puede ser el Estado cubano, nunca el imperialismo.
En vistas de la textura de este inconsciente político de «izquierda» no debería extrañarnos la confusión que puede causar una figura como Tania Bruguera, quien se pronuncia insistentemente contra la represión estatal, el neoliberalismo del gobierno, la falta de libertades, las violaciones de derechos humanos y, al unísono, sostiene una defensa del feminismo o las luchas LGBT. Cualquiera afirmaría que Tania Bruguera habla desde la izquierda. Quizás lo haga —aunque ella se entiende a sí misma como ni de izquierda ni de derecha—, mas eso carece de importancia.
La falla aquí está en el esquema analítico izquierda-derecha. La mera posibilidad de confundir a Bruguera como una figura política de izquierda denota que el esquema es insuficiente y que en las calificaciones políticas de peso sustantivo hay que remitirse a los enunciados de contradicción manifiesta, a saber, subalterno-dominante, burgués-proletario, explotador-explotado, capitalismo-socialismo o, para el caso de Cuba, el calificativo definitivo: revolucionario o contrarrevolucionario. No será difícil acusar de binarismo barato estas líneas, mas sucede que en política lo dicotómico es constitutivo, el conflicto siempre es reducible al enfrentamiento entre dos. La política consiste en andar sobre el filo de una navaja, pero también en hacer un corte, una escisión soberana que divida el campo y lo reconstituya como campo-de-batalla.
La pregunta que debemos hacernos ante los escritos de Bruguera o el manifiesto del 27N es ¿dónde se encuentran la lucha de clases y el modo de producción? Es decir, hay que invocar siempre el análisis sistémico, y si este no se encuentra es porque la carne que nos venden con tanto buen marketing es de tercera. Entonces debemos dudar por nuestra salud, pues esa carne de tercera puede causarnos una indigesta, si no la muerte.
En el caso que nos ocupa, lo innegable es que su radicalismo o izquierdismo —llámesele como quieran— no hace siquiera los más leves rasguños al sistema de dominación capitalista; por el contrario, lo refuerza como evidencia de su voluntad inclusiva. Hoy es políticamente incorrecto ser homófobo o machista o dogmático en la esfera pública, lo cual es sin dudas una victoria parcial de las izquierdas. La derecha también defiende un cierto feminismo, una cierta forma de lucha a favor de los derechos LGBT, un cierto rechazo del racismo o la xenofobia en sus formas más extremas, etcétera. Es decir, el bloque que «no es ni de izquierda ni de derecha» no dice nada nuevo; en el mejor de los casos, tan solo reproduce lo que ya es un viejo consenso neoliberal; en el peor, ejecuta acríticamente y sin tapujos la política del imperialismo para Cuba.
Tópicos como la democracia (liberal), la defensa de los derechos humanos, las causas humanitarias, entre otros, son el lenguaje corriente de los más pérfidos aparatos represivos: siempre es en nombre de esas causas que se invaden países y se asesina a revoltosos. La neutralidad pretende desmarcarse de la política tradicional, pero se trata de un acto performático, pues solo sabe repetir lo viejo, es incapaz de crear nada nuevo. Y en la repetición acrítica los voceros de esta neutralidad cancelan toda posibilidad revolucionaria y se pliegan a la lógica dominante. Lo trágico de esta imposibilidad de concebir lo nuevo es que no la perciban como trágica, que lo nuevo no sea ya de su interés, puesto que: 1) no hay nada nuevo que crear dado que ya todo fue creado, limitémonos tan solo a repetirlo —es decir, a reproducir el sistema imperante— ad infinitum; y 2) en definitiva, no existe otra alternativa.
Pero no deberíamos oponer como solución una espontaneidad diferente, «mejor». No conduce a un reforzamiento hegemónico el hecho de oponer espontaneidades de Estado al inconsciente político que acabamos de analizar. Toda construcción hegemónica es siempre un acto intelectual consciente y de enormes dimensiones. El Estado cubano, no obstante, parece reacio a mantener una relación crítica con su espontaneidad orgánica: por el contrario, tiende todo el tiempo a reforzarla. No es sorprendente que el inconsciente político de Estado sea la contracara del espontaneismo de izquierda señalado, el cual, en realidad, es una reacción al espontaneismo estatal.
Si antes en el plano ético-político lidiábamos con el mito del poder siempre-ya corrupto, acá se trata del Estado como instancia del bien, de la virtud, del esfuerzo y lo correcto, como el que se supone que sabe, puede, debe y hace. Hay también paliativos para los planos siguientes. Con respecto a la lucha de clases, si antes se trataba de un multiculturalismo mercantil pluralista, donde el conflicto se gestiona por medio de la legalidad y de forma autónoma, ahora se trata del pueblo como instancia desprovista de conflicto, sin lucha de clases como trauma constitutivo, al que el Estado le gestiona las contradicciones; por tanto, un lugar pasivo, receptivo, aprobativo y pre-ilustrado. Con respecto al modo de producción, si antes lidiábamos con un anticapitalismo ético, ahora se trata de un socialismo estatal distributivo, donde solo importa la producción en tanto produzca cosas, no en su manera de producir, pues lo crucial es la forma en que se distribuyen las riquezas; un esquema analítico que permite calificar de socialista cualquier política distributiva democrática, desde el modelo escandinavo de la segunda posguerra hasta el nacionalismo burgués del Congreso Nacional Indio.
Lo cierto es que poco se gana en una lucha de inconscientes, puesto que el bloque histórico capitalista lleva una ventaja enorme. El deber intelectual, por el contrario, es encontrar la razón, la racionalidad de lo inconsciente y abordarlo desde la consciencia, desde un pensamiento crítico. Vale decir que esto no implica desechar toda espontaneidad; muy por el contrario, supone la enorme tarea de educar una espontaneidad diferente, de otra cualidad, lo que solo puede lograr un cuerpo de intelectuales —es decir, de organizadores— de nuevo tipo, un aparato político de avanzada. Ante la relativa impotencia reflexiva que nos acosa y el panorama anárquico en que vivimos, basta quizás, por el momento, repetir la iniciativa leninista de concebir el asunto de la organización como problema central. Tengo la convicción de que ese incómodo escalón será imprescindible para construir una política dotada de una consciencia poderosa, de vanguardia y comunista.
Notas
[1] Sylvain Lazarus, «Lenin and the Party, 1902-November 1917», en S. Budgen, S. Kouvelakis y S. Žižek, (eds.), Lenin Reloaded: Towards a Politics of Truth, Durham y Londres, Duke University Press, 2007, pp. 255-269.
[2] Slavoj Žižek, «Respuestas sin preguntas», en Slavoj Žižek, (ed.), La idea de comunismo, The New York Conference (2011), Madrid, Akal (Pensamiento crítico), 2013. Accesible electrónicamente aquí.
[3] Slavoj Žižek, op. cit.
[4] Terry Eagleton, «Lenin in the Postmodern Age», en S. Budgen, S. Kouvelakis y S. Žižek, op. cit., pp. 42-59.