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Violencia, política, civilidad Étienne Balibar

 

 

29 de junio de 2021

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El texto que sigue, del filósofo y militante comunista francés Étienne Balibar, recoge lo esencial de la conferencia inaugural del Coloquio Internacional Violence, Politique, Exil/Désexil dans le monde aujourd’hui, celebrado en el Instituto Francés de Estambul, del 7 al 11 de mayo de 2014, bajo los auspicios de la Universidad Galatasaray, de Estambul, y del Collège International de Philosophie, de París. Dicho texto se publicó al año siguiente en Étienne Balibar, Marie-Claire Caloz-Tschopp, Ahmet Insel y André Tosel, Violence, civilité, révolution. Autour d'Étienne Balibar (París, La Dispute, 2015).

 

La intervención de Balibar en Estambul se reproduce aquí ahora tal como apareció en la revista Ciencia Política, vol. 10, núm. 19, enero-junio de 2015, pp. 45-67, que a su vez la publicó en acceso abierto bajo los términos de la licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 2.5 Colombia, en traducción del francés al español de Laura Esperanza Venegas Piracón (Universidad Nacional de Colombia, Bogotá), accesible electrónicamente aquí, revisada y parcialmente modificada por Rolando Prats, cuando se creyó pertinente, en aras no sólo de subsanar ocasionales errores, sino también de atenuar la huella sintáctica de la lengua de partida y dotar de una mayor idiomaticidad el texto en español, sin desdecir por ello de la dicción de la traducción original ni desfigurarla.

 

Étienne Balibar es autor, entre muchos otros títulos, de Violence et civilité. Wellek Library Lectures et autres essais de philosophie politique (París, Galilée, 2020), conferencias previa y parcialmente publicadas en inglés en Violence and Civility. On the Limits of Political Philosophy (trad. G. M. Goshgarian), Nueva York, Columbia University Press, 2015.

 

De Étienne Balibar, Patrias. Actos y Letras ha publicado recientemente "La transición infinita: tiempos del Manifiesto".

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La violencia no es lo otro de la política. Al relacionar esta afirmación con la ambivalencia fundamental de la política, esta intervención propone reexaminar las tensiones y las estrategias que se configuran entre política y violencia, examinando en particular los grados y las modalidades de esta última. Se trata, así, de trazar las líneas de reparto, inestables y móviles, y no metafísicas, de un lado, entre formas de crueldad y formas de civilidad, en virtud de las cuales la civilidad remite a las políticas de la anti-violencia y, del otro, entre violencia y violencia extrema. El ensayo se enfrenta a la cuestión de la violencia extrema con respecto a la globalización capitalista, a las violencias comunitarias y al Estado, y examina finalmente las posibilidades y estrategias políticas de la civilidad, como capacidad de actuar en el conflicto y sobre el conflicto.

 

 

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Antes de llegar a lo que será la parte principal de mi examen, debo pedirles que me permitan algunas consideraciones preliminares. Tengo una tesis epistemológica que formular y algunas distinciones conceptuales o terminológicas que hacer. La tesis que enuncio adopta la forma de una refutación de lo que, no obstante, ha constituido durante mucho tiempo el eje de la filosofía política; a saber, la idea de que política y violencia son términos que se oponen, como se opondrían entre sí un fin racional y un obstáculo, una perversión o un sinsentido. Sostengo, al contrario, que la violencia no es lo otro de la política; es decir, que de hecho no hay, ni en la experiencia ni en el concepto, política que no se constituya en el elemento de la violencia. Lo anterior no quiere decir que la violencia sea únicamente expresión de la política, su “continuación por otros medios”, o su gestión pasiva; sino que, si la política aspira a aportarle transformaciones o a servirse de la violencia, no puede esperar salir de ella de una vez por todas, como de un “estado de naturaleza”, ni permanecer indiferente a sus efectos, como una esencia ideal.

 

Deberíamos aquí, de una vez, plantear toda una serie de cuestiones lesivas, pero que tendré que obviar. Algunas son de orden antropológico, y a veces incluso teológico. Si es cierto que la política está condenada a la violencia, ¿lo es, fundamentalmente, en razón de que esta se despliega en el elemento del mal, de la derelicción a la que la especie humana y las sociedades en las que se subdivide están condenadas por una disposición originaria? Podríamos querer “secularizar” ese tipo de razonamiento –lo que no carece en absoluto de importancia– invocando más bien una condición antropológica general, que sea una condición de finitud radical: los seres humanos siempre están de por sí inmersos en relaciones de dependencia con respecto a poderes y a autoridades, lo que los expone a padecer la violencia, o a ejercerla, de un modo sólo superable en el sueño o la utopía. La concatenación inevitable y en cierto modo predispuesta, sería entonces algo así: vulnerabilidad, dependencia, poder, exceso de poder, violencia, crueldad… Y el punto cumbre, donde detenerse, si hay tal, no sería preexistente, sino que sólo podría resultar de una práctica, de una institución, de una invención. Tenemos entonces un equivalente pragmático del mal, que permite retrotraerlo al terreno de la historia y de la experiencia. Pero estas últimas, en sí mismas presuponen una cuestión muy similar, a menos de que sea lo contrario o el correlato de la anterior: la cuestión de la contaminación de los fines de la política por sus medios.

 

Los “fines” de la política siempre son nobles, si no puros. Prometen la justicia y la concordia, que por principio se oponen a la violencia. Los medios, por su parte, implican la posibilidad e incluso la necesidad de ser usados, si damos por sentado que justicia y concordia no existen espontáneamente, sino que implican volver a cuestionar poderes e intereses. Ahora bien, el hecho es que los medios se tornan a su vez en fines, e incluso llegan efectivamente a sustituirlos cuando estos últimos existen sólo condicional o provisionalmente en relación con los medios y durante el tiempo en que estos operen. Pero sobre todo –es la lección ineludible de Gandhi– los medios transforman los fines a los que son aplicados, al tiempo que condicionan y, de cierto modo, “manufacturan” a sus sujetos o emisarios. De ahí que la violencia no sea lo otro de la política, salvo si imaginamos una política sin poderes, sin relaciones de fuerza, sin desigualdades, sin desacuerdo, sin intereses, es decir, una política sin política.

 

Sin embargo, en el proceso real de la política y de su historia, la violencia forma parte de las condiciones, los medios y, en consecuencia, forma parte de los fines, porque los fines son inmanentes a los medios, o terminan siéndolo. Se trata entonces de examinar las formas, las modalidades, las transformaciones de la violencia. Sobre esa base, que exige reconocer una ambivalencia fundamental de la política, cuya relación con la violencia sería a la vez signo y consecuencia, es entonces posible debatir pertinentemente sobre los grados de esta última (en particular sobre lo que distingue la permanencia del conflicto, de las luchas, de las hegemonías, de su hundimiento en el terror o en la barbarie) y sobre sus modalidades (en particular sobre lo que distingue a las violencias que atentan contra el cuerpo o contra el alma, de las violencias transpuestas y desplegadas en el discurso, incluso en la argumentación). La civilidad, que es una antítesis posible de la crueldad, pese a recoger bajo un nombre genérico toda suerte de políticas de la anti-violencia, o de control de la violencia en su utilización misma, no aparece como un contrario metafísico de la violencia (lo que no deja de conllevar el riesgo de convertirse en la idea de “no-violencia”), sino como una contradicción móvil, un conflicto de segundo grado, que opone una tendencia a otra en la relación con la violencia y su utilización, que podría ser así o “civilizada” o “bárbara” (Balibar, 2010). Pero el que, de cierto modo, exista algo de imposibilidad en esa propuesta de una “civilización de la violencia”, como inversión de todas las evidencias sobre las que se teje nuestra cotidianidad, es apenas obvio, y no es nada más que otra forma de decir que se necesita aquí “pensar en los extremos”, es decir, ir por el pensamiento de un extremo al otro, para tener la posibilidad de penetrar en esa realidad a la que la política sólo podrá aportar transformaciones desde dentro.

Pero precisamente lo que se impone aquí como un segundo requisito es establecer una distinción cualitativa o, como ya lo dije antes, “fenomenológica” entre violencia y extrema violencia. No con el fin –lo que sería una forma indirecta de retrotraernos al idealismo de una política “fuera de la violencia”– de organizar cuidadosamente esas dos figuras en compartimentos separados, a modo de tipologías y de juicios de valor, de modo que la “violencia extrema” quede como una posibilidad excepcional, de la que la política “normal” sabría protegernos; sino al contrario, con el fin de intentar comprender, y en primer lugar de describir, lo que sucede cuando la violencia da un vuelco hacia la extrema violencia, no solamente sin avisar, incluso a veces sin que se perciba hasta que ya no es sino “demasiado tarde”. También con el fin de intentar pensar lo que significa, o significaría, una civilización política que tenga el poder de contener la violencia antes de que sea violencia extrema, o de retrotraerla a ese punto anterior.

Los medios transforman los fines a los que son aplicados, al tiempo que condicionan y, de cierto modo, “manufacturan” a sus sujetos o emisarios. De ahí que la violencia no sea lo otro de la política, salvo si imaginamos una política sin poderes, sin relaciones de fuerza, sin desigualdades, sin desacuerdo, sin intereses, es decir, una política sin política.

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© Sebastiao Salgado. Mina de oro de Serra Pelada (1986)

 

 

 

En mis estudios previos, había intentado formular criterios, que naturalmente no son medidas —del grado de sufrimiento o la amplitud de la destrucción—, sino modelos ideales de situaciones o de condiciones en las cuales los seres humanos dan un vuelco al otro lado de las condiciones de una acción individual y colectiva sobre su propia vida. Propuse tres: el aniquilamiento de las posibilidades de resistencia al exceso de poder o a la violencia misma; la reversión del deseo o del instinto de conservación que hace que, “naturalmente”, incluso la vida más difícil y más miserable parezca preferible a la muerte; y finalmente la desutilidad radical, no en el sentido que manejan los economistas de una sustracción de valor o de satisfacción que sería dado por determinado factor de producción o por su consumo, sino en el sentido de una violencia sin otro “fin” que su propia continuación, destruyendo el uso adaptado. Diré con Spinoza, la adecuación de las personas y de las cosas.

 

Esos criterios, por supuesto, son aproximativos; sus nombres son provisionales, no son independientes unos de otros, ni sirven esencialmente para caracterizar las múltiples dimensiones antropológicas de un mismo problema. Sin embargo, los considero útiles, y tendré la ocasión de señalar en seguida cómo es posible emplearlos para acentuar el aspecto dominante en ciertas formas de la extrema violencia actual y del peligro mortal al que ésta expone a la política. Pero aquí quisiera concentrarme en el primero de esos criterios, a fin de ofrecer un panorama de las dificultades que recubre y de los recursos que puede ofrecer al análisis.

 

Dificultades, porque la idea del aniquilamiento de las posibilidades de resistencia (incluso tomada tendencialmente), correspondiente al paso de la calidad de agente, o de actor de su propia vida y de su propia historia, al de “víctima” y más allá, de víctima impotente o de “cosa”, implica el cruce de un límite cuya existencia no es certera, ni tampoco verdaderamente concebible. Pero el hecho mismo de tratar de acercarse al punto en que lo sería constituye también un medio privilegiado para definir lo que está en juego en la posibilidad y la imposibilidad de la política. Lo que no quiere decir solamente: ¿en qué momento podemos temer o constatar que una política existente se encuentra aniquilada?, sino también, ¿cuándo debemos postular que la política debe ser inventada, ampliada o refundada, para que la resistencia, imposible a priori, entre en la esfera de lo posible?

 

Pensemos, por ejemplo, en el “caso” de la extrema violencia en las relaciones domésticas, entre los sexos y las generaciones. Yo digo que no es cierto que dicho límite exista, por varias razones. En primer lugar, porque la resistencia al exceso de poder es una capacidad compleja, hecha de instinto de vida y de imaginación sobre el futuro, que se reparte entre el cuerpo y el alma. Los estoicos habían explicado que el esclavo sometido a la tortura podía aún encontrar en su alma la capacidad de ser libre, y, a la inversa, Foucault definió el alma como una “prisión del cuerpo”. Cuando se busca definir las situaciones de extrema violencia y el comportamiento de sus víctimas, se observa que el punto en el que se toca fondo es aquel en ha desparecido toda solidaridad, en que es aniquilados toda esperanza de ayuda o hasta de un llamado de auxilio.

 

Pero se observa también que, de cierta manera, es siempre demasiado pronto para decidir que no intervendrá algún auxilio o que no se producirá alguna sinergia entre fuerzas que “resisten” aisladamente a la misma violencia. Lo que Spinoza describía como el mínimo incomprensible de la vida humana, y que relacionaba explícitamente con el hecho de que ninguna persona vive absolutamente aislada de las demás, parece siempre contener poderes invisibles, y son estos los que una política anti-violencia busca descubrir y movilizar.

 

Pero todavía podemos dar otro paso, problematizando un límite simbólico que es tan difícil de ignorar como de conceptualizar de manera justa: muchas de las violencias políticas extremas, en particular las que tienen un carácter esclavista o exterminista, no están destinadas solamente a aniquilar resistencias y existencias presentes, sino a hacerlo de suerte que, en el futuro, el recuerdo de aquellos que las padecieron y la posibilidad de su renacimiento, o de su rehabilitación, sean aniquilados. Partiendo de esa base, la cuestión que se plantea es la de la supervivencia y de los supervivientes, en el sentido amplio, no solamente genealógico del término. Para aniquilar a los grupos humanos también hay que aniquilar su memoria, el recuerdo de aquello que eran y lo que fueron. Con esto, somos llevados a pensar no solamente que en este campo no hay reglas generales, sino que lo que es casi posible no es, con certeza, absolutamente demostrado. De nuevo, somos convocados a pensar, y a intentar actuar, en un límite y en situaciones-límite. Ese límite es múltiple, y de hecho no dejamos de descubrirle nuevas formas que se suman a nuestra sensación de tener que lidiar con la extrema violencia, en el acumulado de las incertidumbres que afectan la definición misma de lo que hay que entender por “política”.

 

Puesto que la extrema violencia toca a la persona en su entorno más próximo, es, de manera crucial, “micropolítica”, como decía Foucault, aunque sea a la vez eso que surge como lo inevitable e incontrolable cuando las masas están en movimiento, en cada extremo de la institución del poder. La extrema violencia forma parte de lo que, para decirlo esta vez con Jacques Rancière, dirige los grandes repartos de lo sensible, pero también revela toda la ambivalencia de la noción misma de “sensible”, o de perceptible, de decible y de comunicable, ya que algunas de sus formas están sobremediatizadas, mientras que otras, las más secretas o las más cotidianas, son esencialmente invisibles, o en todo caso indecibles para aquellos que las padecen.

 

Con todo lo anterior, de manera muy abstracta, quiero también poner de manifiesto otra dimensión de la incertidumbre unida a la ambivalencia en las situaciones de extrema violencia: es muy difícil saber en qué nivel del cuerpo o del alma, del interior o del exterior de un sujeto o de un colectivo interviene el umbral de aniquilamiento de las posibilidades de resistencia. Porque no hay signo incuestionable que permita separar los casos en los que la resistencia es simplemente vencida por el desequilibrio absoluto de las fuerzas y medios materiales, de aquellos en los que se debe hablar de aquiescencia a la dominación, de condicionamiento por parte de la violencia simbólica o de esclavitud voluntaria. Y de cierta manera, todo el debate sobre la significación del sacrificio o del martirio, la significación de los atentados suicidas (en particular, en el caso palestino), guarda también relación con el hecho de saber cómo distinguir entre una resistencia política sometida a la absoluta “asimetría” de una relación de fuerzas y la caída en la profunda trampa de la extrema violencia que se lleva consigo a la vez a sus víctimas y a sus verdugos… Y, sin embargo, nada de todo lo anterior se presta para sugerir que la distinción política entre violencia y extrema violencia sea un falso problema. Es un problema real, pero que no contiene una solución general diferente de la discusión de sus “casos” por parte de aquellos que, espectadores o actores, deben hacer conjeturas sobre su sentido. Es en ese espíritu que ahora me gustaría evocar tres cuestiones de cierta actualidad.

 

La primera concierne a la extrema violencia objetiva de la mundialización capitalista. Hay aquí dos cuestiones imbricadas una en la otra. La primera concierne al capitalismo en cuanto tal: ¿hasta qué punto podríamos pensar que implica no solamente una violencia, inherente a la explotación y a los diferentes modos de sometimiento de las personas que pone en funcionamiento, sino también una violencia extrema, destructora de la vida de los hombres cuyo trabajo es, sin embargo, necesario para su desarrollo? La segunda concierne a la mundialización: ¿Qué aporta o añade esta, además de lo que aporta el capitalismo, que sea no solamente excedentario, sino cualitativamente diferente? No se trata aquí de pretender contenerlo todo en una fórmula única, ni a fortiori de entablar un análisis detallado, sino de señalar el sentido de un diferencial. Yo diría que la extrema violencia del capitalismo (cuyas raíces económicas y consecuencias sociales fueron claramente indicadas por Marx, incluso si este sólo alcanzó a ver parcialmente las consecuencias que iban a derivarse para las transformaciones de la política en el siglo XIX y en el XX), está esencialmente contenida en dos palabras: sobreexplotación y –en el “código” marxista– acumulación primitiva permanente. Y yo diría que la extrema violencia de la mundialización, o más exactamente, la extrema violencia engendrada por la fase actual de la mundialización, se debe esencialmente a dos desarrollos desde ahora muy visibles y, sin duda, interdependientes: la extensión de la denominada destrucción “creadora” a escala planetaria y, por consiguiente, a las condiciones materiales (tanto naturales como culturales) de la vida humana, y la realización de lo que Marx había llamado la “subsunción real” del trabajo al capital bajo la forma de una incorporación del consumo, de la salud, de la educación, de la vida afectiva —y, en general, de las funciones de “formación” y de “individuación” del ser humano— al circuito de acumulación del capital financiero, a lo que los economistas neoliberales llaman la emergencia del “capital humano”.

 

Examinemos ahora algunas palabras sobre ese diferencial, tratando de evitar la jerga. No pocos marxistas, y tal vez hasta el mismo Marx en algunas de sus argumentaciones, tendieron a pensar que la explotación de la fuerza de trabajo, a partir del momento en que esta adquiere la forma de trabajo asalariado y, por tanto, supone un contrato y una “libre” negociación entre el trabajador y el capitalista, debe “normalmente” observar ciertas normas de protección del trabajo y de respeto de la persona del trabajador. Pero la verdad es que ese estado de normalidad sólo existe de forma temporal y local, en la medida en que las luchas de clases (las cuales son siempre en última instancia luchas políticas) imponen límites a la explotación, proscriben las formas más violentas, obligando con ello incluso al capital a adoptar otras formas de desarrollo, en parte fundadas en el consumo de masa de los trabajadores, en su acceso a la educación y a los servicios sociales y en la negociación colectiva. Cuando esa lucha se ve interrumpida o debilitada, las formas de sobreexplotación que ponen en peligro la integridad física y moral de los trabajadores resurgen inmediatamente, según la necesidad, bajo maneras nuevas pero no menos destructivas, favorecidas por nuevas tecnologías. Y, en todo caso, estas nunca habían dejado de existir en la mayor parte de la economía capitalista, por cuanto la del capitalismo es una “economía mundo”. Lo que nos conduce al segundo aspecto, que he llamado “acumulación primitiva continuada”.

 

Sabemos que Marx, al final del Libro primero de El Capital había consagrado una parte a lo que llamaba la acumulación primitiva u originaria del capital, para mostrar que esta, desmintiendo el mito difundido por la economía política clásica de la abstinencia virtuosa de los propietarios de dinero, había consistido esencialmente en una violenta expropiación de los pequeños productores, seguida de una violenta represión contra los vagabundos y los pobres para hacer de ellos, a la fuerza, obreros fabriles. Pero el sentimiento ampliamente generalizado era que esos episodios ultra-violentos (a propósito de los cuales Marx evocaba también los beneficios coloniales, apoyados en la esclavitud y el trabajo forzado) sólo caracterizarían una fase de transición, precisamente “inicial”, entre el viejo mundo pre-capitalista y las formas “normales” de la sociedad burguesa.

 

Sin embargo, marxistas ulteriores, de Rosa Luxemburg a Immanuel Wallerstein, secundados hoy por David Harvey, mostrarían al contrario que esa violencia sanguinaria y completamente extra-jurídica acompaña toda la historia del capitalismo, al constituirse en uno de los modos necesarios de acumulación, repartiéndose desigualmente –según los períodos– entre el “centro” industrial y las “periferias” colonizadas y colonizables; de suerte que hay que hablar de una acumulación primitiva permanente o continuada. Hoy se percibe claramente que esta es susceptible de volver a “colonizar” en un segundo grado a las antiguas metrópolis industriales, desmantelando progresivamente los sistemas de protección y de integración social de las clases trabajadoras que allí se habían impuesto, haciéndolos regresar a una forma de precariedad de masa semejante a una segunda proletarización. Hoy en día encontramos en la superficie de toda la tierra a aquellos a quienes Bertrand Ogilvie llamó “hombres desechables”, fabricados por la sociedad con el fin de ser clasificados, usados como instrumentos de bajo precio y, después de usados, desechados en las modalidades de la miseria fisiológica que en este caso viene a duplicar la guerra endémica o incluso el genocidio (Ogilvie, 2012).

 

El capitalismo fabrica una sobrepoblación y se deshace de ella, o de su “excedente”. Pero como lo decía hace un instante, junto con la mundialización actual, aquí interviene un diferencial. Porque a la acumulación “primitiva” –que destruye las filiaciones personales, las solidaridades de grupo y de profesión sobre las cuales reposa la seguridad de las personas– se suma ahora también una destrucción sistemática del medio ambiente, que tal vez estaba en germen en las concepciones productivistas de la sociedad industrial, pero que antes de la mundialización actual no ponía en juego la estabilidad incluso de los ecosistemas y de las regulaciones geológicas. Y sabemos que esa violencia contra la naturaleza, que podríamos considerar metafórica, es también una extrema violencia contra el hombre, que afecta cada vez más de cerca el modo de vida, la implantación en cierta región del planeta, la identidad cultural y, para ciertos pueblos la supervivencia misma. No obstante, la globalización no es solamente una extensión de las posibilidades de acumulación en detrimento de la vida, de la naturaleza y de la cultura de las poblaciones; es también una gigantesca mutación de las fuentes de acumulación del capital y de los modos de sujeción de las personas, que aprovecha la flexibilidad y la capilaridad del capital financiero para explotar a los seres humanos a la vez como productores y como consumidores, como fuerza de trabajo y como fuerza de dolor y disfrute, en su capacidad de producción y en sus deseos o sus necesidades…

 

Con el hundimiento de los sistemas de crédito popular y la multiplicación de las deudas insolventes, presenciamos en la actualidad el tipo de esclavitud y las tragedias a que puede conducir esa nueva “gobernanza” de la existencia humana, sobre todo cuando se superpone a las situaciones de miseria humanitaria y militarizada que son también, de otro modo, consecuencias de la globalización. En otra parte he afirmado que la violencia “utilitaria” no es, sin duda, menos feroz que la violencia “totalitaria”, incluso si aparentemente difiere de ella en sus intenciones y en el carácter relativamente anónimo de sus autores (aun cuando no es tarea sencilla describir el organigrama de las principales empresas comprometidas con la especulación sobre el ahorro popular o en la experimentación farmacéutica in vivo, logramos enumerar las empresas de ropa implicadas en la sobreexplotación de las mujeres o de los niños del tercer mundo). La extrema violencia utilitaria que conduce paradójicamente a desechar una y otra vez millones de vidas humanas y a condenarlas en la “desutilidad” radical, no es entonces una violencia soberana, sino más bien una violencia cuasi-soberana. Sus responsables están organizados en forma de red más que de monarquía y sus mecanismos de sujeción incorporan permanentemente los deseos y las necesidades de aquellos a quienes amenaza con eliminar.

 

Pero hay una forma todavía más perversa bajo la cual la extrema violencia eliminadora se puede diseminar en una “zona gris” en que las personas no están ubicadas de forma estable, unívoca, preestablecida o predestinada en la categoría de los verdugos o de las víctimas y que, por esa razón, no da lugar a las políticas de corte humanitario-militar (cuyos efectos, en general, tienden más a acentuarla que a disminuirla). Me refiero a lo que llamamos de manera extraordinariamente imprecisa violencias comunitarias, es decir, intra-comunitarias o inter-comunitarias. Una distinción que no es en sí misma fiable, puesto que lo que está en juego en esos tipos de violencia (sea que se presenten como religiosas, étnicas o ideológicas) es precisamente la falta de una delimitación clara de la comunidad, tanto por aquellos a quienes excluye, como por aquellos a quienes quiere reunir. Cuando designé las violencias del sistema capitalista y de la mundialización financiera como violencias “ultra-objetivas” –en el sentido de que reducen a sus víctimas al estado de mercancías desechables y delegan las responsabilidades al nivel de un proceso de circulación y de acumulación anónima, donde incluso los mismos beneficiarios son sólo instrumentos sustituibles–, propuse agrupar las violencias comunitarias bajo el vocablo de ultra-subjetivo, porque me pareció que en los casos más característicos lo que interviene no es una simple intensificación de las pasiones de simpatía y de antipatía, ligadas a las pertenencias y a las constituciones de identidad colectiva, sino más bien la sustitución de tales pasiones por una obsesión de “purificación” inaccesible, que exige constantemente “verificarse” a través de la eliminación de las marcas de alteridad y de sus portadores, y así amenaza y aterroriza a sus propios instigadores y ejecutores.

 

Pero esto no es más que una caracterización especulativa destinada a indicar a qué nivel de profundidad se arraiga la violencia comunitaria, a saber, la absorción integral del “yo” o del “tú” en un “nosotros” mitificado o fetichizado; y así a identificar un “aire de familia” entre lo que se hace aquí en nombre de la religión (incluidas las “religiones políticas” o las “religiones seculares”), allá en nombre de la raza o de uno de sus rasgos distintivos (ya sea el idioma o la apariencia física, la mayoría de las veces uno y otra envueltos en un esquema genealógico de descendencia y de herencia imaginaria).

La violencia “utilitaria” no es, sin duda, menos feroz que la violencia “totalitaria”, incluso si aparentemente difiere de ella en sus intenciones y en el carácter relativamente anónimo de sus autores (aun cuando no es tarea sencilla describir el organigrama de las principales empresas comprometidas con la especulación sobre el ahorro popular o en la experimentación farmacéutica in vivo, logramos enumerar las empresas de ropa implicadas en la sobreexplotación de las mujeres o de los niños del tercer mundo). La extrema violencia utilitaria que conduce paradójicamente a desechar una y otra vez millones de vidas humanas y a condenarlas en la “desutilidad” radical, no es entonces una violencia soberana, sino más bien una violencia cuasi-soberana. Sus responsables están organizados en forma de red más que de monarquía y sus mecanismos de sujeción incorporan permanentemente los deseos y las necesidades de aquellos a quienes esa violencia amenaza con eliminar.

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© Sebastiao Salgado. Mina de oro de Serra Pelada (1986)

 

 

La idea del aniquilamiento de las posibilidades de resistencia (incluso tomada tendencialmente), correspondiente al paso de la calidad de agente, o de actor de su propia vida y de su propia historia, al de “víctima” y más allá, de víctima impotente o de “cosa”, implica el cruce de un límite cuya existencia no es certera, ni tampoco verdaderamente concebible. Pero el hecho mismo de tratar de acercarse al punto en que lo sería, constituye también un medio privilegiado para definir lo que está en juego en la posibilidad y la imposibilidad de la política. Lo que no quiere decir solamente: ¿en qué momento podemos temer o constatar que una política existente se encuentra aniquilada?, sino también, ¿cuándo debemos postular que la política debe ser inventada, ampliada o refundada, para que la resistencia, a priori imposible, entre en la esfera de lo posible?

 

Hay que intentar constituir una metodología más precisa para analizar a la vez aquello que cristaliza causalidades heterogéneas y aquello que inesperadamente las excede a todas en un paso al acto criminal, de quienes arrastrados a él pierden la libertad de detenerse, y que son conducidos a su propia consumación. Este asunto es aún más candente al ver cómo resurgen hoy en Europa (incluso a nivel institucional) las tendencias racistas y los comportamientos xenofóbicos que habían sido oficialmente desterrados; y descubrimos en muchas partes del mundo “antiguo” y “nuevo”, colonizador o colonizado, desarrollado o subdesarrollado, la actualidad aparentemente inmutable de la guerra de religión en su discurso y sus mandatos.

 

No veo, sin embargo, ninguna posibilidad de proponer aquí una etiología o una tipología uniforme, y los diagramas que incluí al respecto en Violence et civilité (Balibar, 2010), precisamente tenían por único objeto indicar la variabilidad aleatoria de esas combinaciones o “formaciones comunes” en la violencia y por la violencia (Balibar, 2010, pp. 113-116). Me parece que más bien hay que comenzar por reflexionar sobre lo que es la incertidumbre constitutiva, formulando a ese propósito las preguntas para las que jamás existe una respuesta clara. La primera es saber si alguna vez hay, en el fondo, “odios comunitarios” puros o aislables de otros factores totalmente heterogéneos, en particular factores económicos, incluyendo la explotación, la dominación, la expropiación. Ahora bien, estoy tan convencido de lo inapropiado de las metodologías reduccionistas (incluidas principalmente las “marxistas”) que en el estallido de una guerra de religión o de una persecución racial no ven más que el desplazamiento de un conflicto o de una contradicción socioeconómica, como creo imposible sostener que la extrema violencia comunitaria excede sus propios límites por el efecto de una lógica interna tan simple como lo sería el delirio identitario o el fanatismo ideológico. Es en otro escenario donde se maquinan las masacres o las persecuciones, o al menos, nunca es sin tomar el desvío de otro escenario (en este caso, económico) que se cristalizan los llamados umbrales de intolerancia en las poblaciones, como lo muestra, aun hoy elocuentemente en diferentes países de Europa, la combinación del desempleo y del desclasamiento con la obsesión por la seguridad y la fobia a la diferencia cultural o religiosa.

 

En el fondo, siempre hace falta una sobredeterminación, pero la fórmula de esa sobredeterminación no está dada por sus términos. A lo que se suma un segundo factor de incertidumbre o de irracionalidad, que es el carácter reactivo de la violencia comunitaria: es un terreno resbaladizo, pero quiero decir con ello que la violencia comunitaria es sin duda una violencia intrínseca al ser en común, o virtualmente presente en toda reducción de una multiplicidad de personas y de grupos (ya sea la de las poblaciones de un territorio o la de los súbditos de un soberano) en la consistencia de un “nosotros” o a la figura de una unidad transhistórica, lo que vuelve a la vez más urgentes y más improbables tentativas como las de ciertos filósofos contemporáneos de pensar una “comunidad sin comunidad”, es decir, sin unidad sustancial siquiera imaginaria. Y, sin embargo, lo que ocasiona un vuelco hacia el extremo parece ser siempre un fantasma de amenaza, extremadamente violento, y que engendra cómodamente una cadena de reacciones miméticas, en particular cuando vemos a comunidades perseguidas como “minoritarias” buscarse ellas mismas enemigos internos e instituir en su seno desviaciones morales o culturales inaceptables. En suma, la forma comunitaria (en particular, históricamente, en sus figuras religiosas y políticas) parece poseer una capacidad singular de intensificar y de metamorfosear en instinto asesino exclusiones de las cuales esta no es siempre, o quizás nunca en definitiva, la fuente histórica –lo que llevaría tal vez a un psicoanalista a cuestionarse sobre su lazo originario con la “pulsión de muerte”–. La comunidad, al parecer, es lo que “carece” de existencia, de suficiencia, y por esa razón debe buscar, y encontrar, suplementos de realidad y de unidad, y es a la vez lo que encuentra esa carencia en la forma paradójica de una sustracción, incluso de una amputación de lo que, en ella, puede figurar de más: el hereje, el enemigo interior, el extranjero inasimilable, pero también el minoritario y el marginal. Esa lógica puede tal vez no ser autónoma, como factor causal, pero es ciertamente irreductible.

 

Retomaré todo esto de otra forma, volviendo a los fenómenos de extrema violencia que asedian nuestro presente “mundializado”, diciendo que estos se superponen, se imbrican, se intercambian en una economía de violencia generalizada, que es una economía de metamorfosis y de superposiciones, de las violencias capitalistas de nuevo libres de sus regulaciones sociales, y de las violencias o contra-violencias comunitarias cuya fantasía propia –la de la unidad indivisible– es exacerbada por su propia fragilidad, su exposición creciente a la diferencia y a la disidencia. Situación que hace pensar en un “estado de naturaleza”, salvo que los ingredientes no son anteriores a la civilización, sino completamente históricos y sociales, aunque irreductibles a toda ley de evolución o de composición de los grupos.

 

Tradicionalmente, lo que se da por entendido en este tipo de combinación “hobbesiana” es la autoridad del Estado, o es el Estado como sistema jurídico universalista y capacitado para concentrar los instrumentos de coacción o del uso de la fuerza en la figura de un poder público, que tal vez no esté exento de fallas, o que puede ser desviado de su función, pero que constituye el principal medio del que disponen colectivamente los ciudadanos para regular las contradicciones sociales y neutralizar las pasiones ideológicas. Aquí de nuevo intento desplegar un máximo de prudencia: ciertamente no quiero excluir la posibilidad de que el Estado desempeñe alguna vez esa función, o que haga falta apelar a él (o a instancias, aparatos, instituciones que lo prolongan o que emanan de él) para afrontar situaciones de extrema violencia en condiciones de extrema urgencia (por ejemplo, las guerras civiles), o incluso para hacer retroceder dominaciones inveteradas. Y lo excluyo todavía menos cuando percibo la urgencia de dos cuestiones relativas a la vez a la filosofía política y práctica: en primer lugar, la cuestión de las mutaciones, ampliaciones, redoblamientos que habría que imponer al poder público para permitirle operar no solamente a nivel nacional, cuando este se concentró en el periodo moderno, sino también a nivel trasnacional y cosmopolita; y, en segundo lugar, la cuestión de las revoluciones que hay que llevar a cabo no para abolir al Estado, en una perspectiva anarquista, sino para reformarlo incorporándole mecanismos de control y de autolimitación siempre más democráticos.

 

Pero precisamente por ello me parece indispensable mostrar aquí, al menos en el principio, cómo el propio Estado es un factor de extrema violencia, y por qué, en consecuencia, su intervención es susceptible no de reducirla, sino al contrario, de añadirle un nivel de intensidad suplementaria y sobre todo una irreversibilidad específica; lo que en otras partes había denominado un elemento de violencia “inconvertible” (Balibar, 2010, p. 99). Y tal es, me parece, la situación a la que asistimos en muchos países, que no tienen y están lejos de tener una reputación dictatorial o totalitaria, y en la esfera histórica postnacional misma. Una vez más nos veremos confrontados con la ambivalencia intrínseca de los elementos que hacen volcar la violencia, elemento ineludible de la política, en la extrema violencia, condición que aniquila hasta la posibilidad de su existencia.

 

Tal demostración podría ser conducida a diferentes niveles. Por razones de principio, tanto como de espacio, voy a dejar de lado –en detrimento de su importancia práctica en este proceso– la cuestión de los micropoderes o de los aparatos particulares y de su crueldad propia, cotidiana, en la que tanto se apoyó Foucault: la de las prisiones, los tribunales, incluso de los hospitales y de las escuelas. O, más bien, voy a considerarla en tanto revela, realiza y multiplica una extrema violencia que es propia del Estado como unidad de poder, centralizado y legítimo (o, según la fórmula consagrada que se le atribuye las más de las veces a Max Weber –pero que no es de él–, como detentor del monopolio de la fuerza legítima). Es de esa unidad de la que hay que partir, en efecto, a la vez para entender lo que hace que la idea de soberanía no se deje eliminar de la imagen y del funcionamiento del Estado, en detrimento de todas las “secularizaciones” y de todas las “descentralizaciones” de lo político, pero también lo que hace que el poder estatal intensifique tendencialmente su violencia, no solamente en las manifestaciones de su poder, sino también en las de su impotencia y, en fin, lo que hace que la propensión del Estado a la extrema violencia tenga la tendencia a reproducirse en las fuerzas y las formas mismas de su contestación, en particular las empresas revolucionarias.

 

Mi tesis es que, como lo simbolizan además muy antiguas mitologías de la soberanía, el proceso de transformación de la violencia en derecho, o de “conversión” de la violencia en institución, que pasa a la vez por su monopolio en las manos del Estado, privando a todos sus “adversarios” internos de poder hacer justicia por sí mismos, y por la autolimitación del Estado a los medios previamente sancionados por el derecho, no puede sustraerse al movimiento inverso que lo duplica y lo contradice, un movimiento de transformación del derecho en violencia. Pascal, en fórmulas célebres, efectivamente lo había observado con precisión (“no pudiendo volver fuerte al justo, hubo que volver justo al fuerte”). Walter Benjamin lo dijo de nuevo en su ensayo ahora célebre Para una crítica de la violencia. Se puede estar tentado, evidentemente, a pensar que esto se produce solamente en circunstancias excepcionales: la guerra, la subversión, el terrorismo, pero lo que muestra más que todo la experiencia histórica, o en todos caso la de nuestra época, es la extensión y la banalización de esa excepción, de suerte que el Estado, tanto en sus micropoderes como en sus macropoderes, no cesa de transgredir su propio derecho, y de servirse de ello para legitimar lo que, de hecho, lo contradice.

 

¿De dónde viene esta situación? Aquí de nuevo nos vemos tentados por una explicación de sentido común y que, además, no es en principio falsa: que el “monopolio” del Estado sigue siendo teórico, y fundamentalmente cuestionado, desde que existen conflictos que no puede solucionar, o en los que es a la vez juez y parte, como son, por esencia, las luchas de clases, pero también otras luchas, alrededor de valores “morales” o de procedimientos de socialización humana. La soberanía funciona entonces de modo imperfecto y no “absoluto”, y, como se dijo anteriormente a propósito de la comunidad, deriva de una tendencia que busca suplementos que son particularmente suplementos visibles del poder, o marcas de su absolutez. Ahora bien, las marcas más visibles, las más inmediatas y las más chocantes del poder absoluto (es decir irresistible) son las marcas de la violencia y de la transgresión. Recordemos el pasaje de Maquiavelo sobre la ejecución pública del ministro que eclipsa a su soberano o que le sirve de chivo expiatorio (Maquiavelo, 1935). Pero esa idea no me parece suficiente, o más bien creo que hay que llevarla a otro nivel, hasta que se plantee la cuestión de las fuerzas ocultas de la crueldad del Estado que residen no en su poder, incluso imperfecto, sino específicamente en su impotencia. Diversos fenómenos atraen hoy nuestra atención en ese sentido. El principal es la desproporción creciente entre las capacidades del Estado, incluso en los países más poderosos, de definir y hacer aplicar políticas, y las del mercado financiero y de sus operadores. En otro lugar he dicho que el síndrome de la impotencia del “todopoderoso” era uno de los mecanismos de las manifestaciones de racismo institucional del que somos testigos, y lo vemos, por ejemplo, en las persecuciones visibles dirigidas contra los inmigrantes o los gitanos (Balibar, 2002, pp. 89-132). Pero quiero proponer aquí otra idea: la impotencia del Estado para controlar la sociedad, las actividades de los ciudadanos, de forma estructural o coyuntural (en caso de manifestación “demasiado concurrida para ser dispersada” o de movimiento de desobediencia cívica, o simplemente de ilegalismo espontáneo), engendra directamente una violencia propiamente estatal cuya forma más extraña, pero también más común, es la venganza del Estado sobre aquellos que lo desafían o lo ignoran. Evitemos aquí psicologizar indebidamente las estructuras y las instituciones, pero tampoco perdamos de vista la incongruidad que representa, a los ojos del sentido común, ilustrada sin embargo por incontables ejemplos, desde la arbitrariedad administrativa ordinaria hasta Guantánamo, el hecho de que una máquina jurídica e impersonal se ocupe con tanto empeño de “hacer pagar” con exceso, es decir más allá de la ley misma, los desafíos a los que se ve confrontada. Se trata entonces, una vez más, de un fantasma, pero estamos obligados a admitir que hay fantasmas colectivos, administrativos, en cierto sentido “sin sujetos”, o, más bien, que evocan de forma espectral la figura de un “sujeto del Estado” que no es ni su representante ni su servidor.

 

Si admitimos la realidad de este fenómeno, podemos dar un paso más, y completar lo que llamaré un esbozo de teoría de la patología estatal. Esta concierne, primero que todo, a la relación de los fenómenos revolucionarios con la violencia estatal. El carácter mimético de las relaciones entre la violencia del Estado y la de las empresas revolucionarias (aquí no me refiero a “terrorismo”, aunque la asimilación sea hecha frecuentemente por los poderes oficiales) ya no se tiene que demostrar, y sabemos por experiencias trágicas que por lo general termina en que la restauración estatal recupera, directa o indirectamente, la esperanza revolucionaria a su servicio. Pero lo que es interesante es que ese mimetismo procede a la vez de los dos lados que acabo de mencionar: del poder de las revoluciones frente a los Estados, que intentan afirmarse apropiándose, de alguna manera, de un súper-monopolio del uso legítimo de la violencia, no un monopolio de la violencia “conservadora” y represiva, sino un monopolio de la violencia transformadora e históricamente creadora; y procede de la impotencia de las revoluciones, es decir, del descubrimiento cruel que hacen sobre su incapacidad de superar políticamente los obstáculos internos y externos, genéricamente bautizados con el nombre de fuerzas “contrarrevolucionarias”, y que engendran el vuelco de la revolución en la represión de aquellos mismos a quienes busca emancipar, donde se combinan trágicamente los efectos de mimetismo estatal y las dimensiones de violencia comunitaria.

La comunidad, al parecer, es lo que “carece” de existencia, de suficiencia, y por esa razón debe buscar, y encontrar, suplementos de realidad y de unidad, y es a la vez lo que encuentra esa carencia en la forma paradójica de una sustracción, incluso de una amputación de lo que, en ella, puede figurar de más: el hereje, el enemigo interior, el extranjero inasimilable, pero también el minoritario y el marginal. Esa lógica puede tal vez no ser autónoma, como factor causal, pero es ciertamente irreductible.

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© Sebastiao Salgado. Trabajadores

Los fenómenos de extrema violencia que asedian nuestro presente “mundializado” se superponen, se imbrican, se intercambian en una economía de violencia generalizada, que es una economía de metamorfosis y de superposiciones, de las violencias capitalistas de nuevo libres de sus regulaciones sociales, y de las violencias o contra-violencias comunitarias cuya fantasía propia –la de la unidad indivisible– es exacerbada por su propia fragilidad, su exposición creciente a la diferencia y a la disidencia.

 

 

Me gustaría invocar aquí un fenómeno completamente diferente, que no tiene nada que ver con el gran conflicto de soberanía, o de poder y contra-poder, de legitimidad y de contra-legitimidad, que evoca la antítesis del Estado y de la Revolución. Se sitúa más bien en un nivel de banalidad y de cotidianidad y, por lo tanto, forma parte también de la fenomenología de la crueldad. Y es a lo que llamaré, con La Boétie, la replicación del Uno del poder de Estado en el comportamiento de los pequeños “unos”; es decir, de los pequeños jefes, trátese de gobernantes o de funcionarios (La Boétie, 1993). Creo que sería útil combinar la terminología de La Boétie con aquella que Wilhelm Reich había usado en su tentativa de analizar la génesis del fascismo, precisamente porque no queremos ver fascismo en todas partes, sino mucho prefascismo o, como decía, esta vez Deleuze, “microfascismo”: Reich hablaba de los “hombres del Estado” como de un tipo antropológico autoritario, cubriéndose con el caparazón del Estado en razón misma de la debilidad de su propio carácter, o dicho de otra manera, de su impotencia (Reich, 1982). Y como hay pequeños, incluso muy pequeños “unos”, hay una violencia casi invisible, que es tan extrema como la otra. Es todo el sistema del poder y de la impotencia del Estado, de las alternativas que encarcela en su propia representación del poder, y de sus innumerables réplicas a lo cotidiano, lo que forma quizás el teatro de la crueldad estatal. Como ya se dijo anteriormente, este poder no resume todo, pero contribuye a apretar un nudo, y lo que podríamos preguntar es cómo la política podría efectivamente deshacer ese nudo.

 

Es difícil en este momento intentar elaborar una respuesta a aquello que llamé hipotéticamente estrategia de anti-violencia o de civilidad. Más bien, voy entonces a proceder por alusiones. Partiré de la idea de que la extrema violencia representa para la política una cuestión de vida o muerte. Naturalmente, hay algo de tautológico en esta formulación: si la extrema violencia entra en juego, la política está amenazada con desaparecer al borde de su propio aniquilamiento, pues esta no encuentra los recursos para reinventarse bajo formas necesariamente transformadas. Lo que más bien quiere decir que personas y grupos encuentran allí los medios para reinventarla, y entonces encontrarán los medios para reinventarse (o simplemente para inventarse a sí mismos como sujetos políticos y actores de la política, cuando han sido excluidos sistemáticamente, estatutariamente y violentamente de la capacidad política). Pensemos en el verso de Hölderlin, citado en particular por Heidegger: Wo Gefahr ist, da wächst auch das Rettende, “en el peligro surge también lo que puede salvar”… Esta fórmula tiene una connotación mesiánica que precisamente quisiera evitar, porque no es el peligro como tal el que engendra, hipotéticamente o milagrosamente, la llegada de la salvación o de un salvador. Ello no puede ser sino una combinación de reflexión y pasión, de conocimiento de la situación, de conciencia de lo que está en juego, de capacidad de decisión y de solidaridad colectiva. En fin, lo que en circunstancias análogas Maquiavelo llamaba, a la antigua, la “virtud” o la iniciativa, cuyo carácter improbable no se ocultaba. Y como esa virtud o capacidad sólo se constata a posteriori, en sus efectos al menos provisionales, volvemos a la pregunta: ¿ha habido civilidad, históricamente, en la figura siempre singular de revoluciones, de fundaciones institucionales, de mediaciones o de hegemonías?

 

Me arriesgaré a afirmar que sí, e incluso que siempre hay, bajo formas que nunca son rigurosamente imitables, pero que pueden servir de inspiración. Sin embargo, se puede observar como esas formas o esas “estrategias”, como también las he nombrado, contienen siempre una paradoja, que no es solamente descriptiva o epistemológica, sino también ontológica, inscrita en la esencia de la política como tal: y es que esas estrategias están obligadas a presuponer el resultado al que deben llegar, contando con fuerzas cuyo propio resurgimiento es la condición de posibilidad, anticipando en cierta forma su realización, y asumiendo el riesgo de equivocarse de objetivos (lo que en la práctica quiere decir el riesgo de agravar las situaciones de violencia). Es lo que las distingue de una aplicación de la ley, que presupone una regla dada, fingiendo según la necesidad que existe. Ello nos hace pensar en la forma en que Jean-Francois Lyotard (1983) había caracterizado el juicio, la “frase” filosófica, salvo que se trata de acción y no solamente de frase.

 

Añadiría una determinación suplementaria a esas generalidades especulativas. Puede ser útil apoyarse, a título indicativo, en las tres grandes categorías de violencias extremas de las que acabo de hacer un esquema. Podemos plantear entonces que las estrategias de civilidad implican hacer lo contrario de lo que aparece como la modalidad dominante de la extrema violencia. Así, si el capitalismo, en la cumbre de su mundialización financiera, implica una reversión de la utilidad en desutilidad radical, habrá que intentar pensar e imponer como un objetivo a corto y a largo plazo una política del uso, que no sea solamente un uso económico de los recursos naturales y tecnológicos, sino un uso (o un buen uso) de los mismos seres humanos. No, en consecuencia, un respeto abstracto de su persona, tal como se inscribe en los textos de famosas declaraciones universales, aunque estos tengan su valor, sino una versión radical de la fórmula spinoziana: “Nada es más útil al hombre que otro hombre” (Spinoza, 1988), de donde puede extrapolarse que debe existir un medio de que todo ser humano sea utilizado por los demás, que se sirvan de él maximizando las posibilidades. O incluso, si es cierto que las violencias comunitarias, en la multiplicidad de sus causas circunstanciales, implican siempre un factor de purificación de la identidad (y de normalización de los comportamientos colectivos en función de un mito o de un fetiche de esa identidad), habrá que imaginar, no solamente políticas de la diferencia, sino políticas de la hibridez o de la variación interior, que funcionen como el medio para practicar el distanciamiento con respecto a la adhesión misma, a la “fe” o a la convicción en la que se sostienen los compromisos políticos. Vemos bien el carácter circular de la proposición, puesto que la primacía del Uno es, como tal, el obstáculo a superar. Pero sabemos también que esa primacía es atacada por intrusiones de elementos exteriores, extranjeros, que como tales son ofrecimientos permanentes de civilidad.

 

Y, en fin, si el mimetismo de las violencias estatales y de las violencias revolucionarias es la tumba en la que se hunden frecuentemente las tentativas de “transformación del mundo”, se puede decir que el debilitamiento de ese lazo especular, una suerte de línea de fuga que es otro nombre para la hipótesis de una “civilización de la revolución”, es una forma de nombrar el círculo en cuestión. Pero ello también puede decirse en el lenguaje de la conducta y de la utilización del conflicto: el “peligro mortal” al que expone la violencia extrema a la política, no es el del conflicto como tal, así sea intensificado o radicalizado, sino, por el contrario, el peligro de la destrucción del conflicto y de las posibilidades de servirse de él, ya sea para sobrepasar los obstáculos económicos y sociales, cambiar las relaciones de fuerza, o para ampliar la misma democracia, de la que una parte esencial se juega siempre en términos de agonismo y de antagonismo, en el intervalo incierto del simple pluralismo de opiniones que sólo sirve para decorar la gestión del orden existente, y de la guerra civil, que conduce directamente al aniquilamiento de la política. Al respecto la fórmula de Lenin en 1915, “transformar la guerra imperialista en guerra civil revolucionaria”, independientemente de su valor inmediato de protesta y de movilización, produjo a largo plazo daños incalculables[1].

 

Por supuesto que lo que quiero proponer no es una inversión término a término de las fórmulas escatológicas kantianas sobre la instauración de una “paz perpetua” por la vía de la hospitalidad y del comercio, en sustitución de la idea de un conflicto perpetuo. Se trata, de manera más sustancial, de la idea de una capacidad de reaccionar en el conflicto y sobre el conflicto mismo o, si se quiere, de “tomar partido” de forma tal que se logren transformar las condiciones y se pueda rectificar la tendencia dominante. En ello se juegan a la vez las posibilidades de conjugar el compromiso y la reflexión de las personas con la construcción del poder colectivo (que es llamado “partido” o “movimiento” o “campaña”), así como las posibilidades de invertir la esclavitud voluntaria en rechazo del statu quo y de la fatalidad, lo que de hecho está muy próximo, puesto que la idea misma de una eficacia política depende de una elevación de la praxis individual a la acción colectiva, lo que se denomina frecuentemente hoy en inglés empowerment. Pensemos en un ejemplo: en una conversación en la Universidad de Bogazici, en Estambul, un colega antropólogo –Nükhet Sirman– me habló de cómo feministas kurdas y turcas, inspiradas en ejemplos latinoamericanos del período de las dictaduras y de las guerras civiles entre el Estado, las guerrillas y los carteles de la droga, buscan hoy posicionarse visiblemente en el teatro del conflicto interminable entre nacionalismo de Estado y separatismo étnico, no solamente reclamando su transposición a un terreno civil, o dicho de otro modo, la negociación, sino también promoviendo la mediación de organismos de derecho internacional, que es no obstante rechazada por todos los adversarios presentes en nombre de su respectiva soberanía (o de su pretensión de soberanía). Aun si, como es siempre el caso en situaciones de extrema violencia, depende de condiciones locales que no son generalizables, este ejemplo es tan interesante y significativo por cuanto ilustra inmediatamente lo que podríamos llamar –con Engin Isin– “actos de ciudadanía” (Isin, 2008) que serían al mismo tiempo, ipso facto, “actos de civilidad”, para no decir actos de civilización y recíprocamente, gestos civilizadores que sean actos ciudadanos (Isin & Nielsen, 2008). Pero si lo son, no es solamente porque las mujeres sean, tradicionalmente, y simbólicamente, como Antígona, fuerzas morales de resistencia a la guerra donde triunfa la hybris de lo masculino. Es sobre todo porque las mujeres han sido y siguen siendo las excluidas milenarias de la ciudadanía activa y porque al afirmar así su “derecho a los derechos” hacen surgir ipso facto un factor de desplazamiento y de alteración de las lógicas de la violencia que aniquilan la función política transformadora del conflicto, esclavizándola a su propia perpetuación. Formalmente, al menos, no estamos muy lejos de lo que Marx, en su tiempo, creyó haber profetizado como la capacidad del proletariado de surgir en medio de las rivalidades nacionalistas como un factor de deslegitimación radical de los nacionalismos y de su política de poder. No es la fórmula de una política de la política, es sólo un ejemplo de esta, que se ofrece a la reflexión y al juicio. Sólo hay civilidad en la singularidad de las coyunturas y de los riesgos, al borde de la derrota, como una cualidad adicional de la ciudadanía que le confiere, excepcionalmente, y por cuanto dure, su poder de resistir, de vivir y de inventarse.

 

Nota

[1] “Transformar la guerra imperialista entre los pueblos en una guerra civil de las clases oprimidas contra sus opresores, en una guerra por la expropiación de la clase de los capitalistas, por la conquista del poder político por el proletariado, por la realización del socialismo”.

 

Referencias

Balibar, É. (2002). De la préférence national à l’invention de la politique. Droit de cité (segunda edición). París, Presses Universitaires de France («Quadrige»).

Balibar, É. (2010). Violence et Civilité (The Wellek Library Lectures et autres essais de philosophie politique), París, Galilée. Boetie, É. (1993). Discours de la servitude volontaire, París, Flammarion.

Isin, E. F. & Nielsen, G. M. (Ed.). (2008). Acts of Citizenship, Londres, Zed Books.

Lénine, V. I. (1915). Projet de résolution de la gauche de Zimmerwald. Accedido en: https://www.marxists.org/francais/lenin/works/1915/08/vil19150820.htm.

Lyotard, J.-F. (1984). Le différend, París, Éditions de Minuit.

Maquiavelo, N. (1935). El príncipe, Santiago de Chile, Editorial Ercilla.

Ogilvie, B. (2012). L’homme jetable. Essai sur l’exterminisme et la violence extrême, París, Éditions Amsterdam.

Reich, W. (1982). Les hommes dans l’Etat (tr. Dagmar Deisen), París, Payot.

Spinoza, B. (1988). Éthique (tr. Bernard Pautrat), París, Seuil.

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